La magia de los nuevos comienzos

Para reflexionar sobre lo que nos espera el resto del año, la autora propone una reflexión acerca de los propósitos delineados para este 2022, impactados, sin duda, por las pérdidas -en varios sentidos- que dejaron los primeros años de la pandemia.

Por Blanca Fernández*

Ilustración: Cheo García Araujo

En cada fin de año, algunos manifestamos nostalgia por todo lo que queda atrás: esa relación que no funcionó, los familiares que fallecieron, el empleo que terminó, la amistad que se fracturó, todo lo que no pudo ser, todo el sufrimiento que nos ocasionaron esas pérdidas. Intentamos dejarlo atrás junto con el ciclo que termina.

Por el contrario, y con segundos de diferencia, el inicio de un año para muchos significa un nuevo comienzo, borrón y cuenta nueva. Los propósitos, las metas, los deseos a realizar durante los próximos 365 días son la motivación para un nuevo comienzo.

Sin embargo, no pasa mucho tiempo cuando nos damos cuenta de que, en papel, esos propósitos son más fáciles que en la práctica; desistimos en los primeros meses de iniciada la dieta y el ejercicio, nos replanteamos si será buena idea ese cambio de empleo deseado, y terminamos desistiendo a la larga lista de propósitos que, con anhelo, planificamos.

Ponemos en duda nuestra capacidad para llevar a cabo cualquier cosa que nos hemos propuesto. ¿Para qué lo intento si nunca lo logro?, ¿para qué hago dieta si no llego a la meta deseada? ¿Para qué intento esa nueva relación si terminará algún día? ¿Para qué renuncio al trabajo que me estresa y no me gusta, si tendré que comenzar de cero?

Estos dos últimos años nos han demostrado y comprobado que la vida cambia en un instante, que en un solo momento, sin importar género, nivel socioeconómico o edad, la vida termina. Que la vida transcurre en el presente, y que no tenemos certeza de si el futuro llegará.

¿Qué tal si, en lugar de seguir en ese círculo vicioso que creamos cada inicio y fin de año con propósitos que nunca cumplimos, comenzamos una manera diferente de ver la vida?

Te propongo reflexionar en lo siguiente:

¿Cómo reaccionas ante las dificultades de la vida? Esas que te hacen desertar de situaciones que te ilusionan.
¿Cómo le respondes a la vida ante el estrés, la soledad y el sufrimiento ante lo ineludible? Muchas personas se refugian en el exceso de comida, alcohol o drogas, evadiendo lo que viven.
¿Estas respuestas quizá inadecuadas te permiten realizar tus metas, propósitos y deseos?
Si la respuesta no es favorable, ¿qué estarías dispuesto(a) a hacer para emprender este cambio?
La magia de los nuevos comienzos implica la responsabilidad de afrontar las circunstancias que la vida nos presente con sus blancos y negros, sus altibajos, todo lo que la vida trae consigo, incluyendo la muerte.

Vivir responsablemente es también crear esa magia.

*Tanatóloga. FB: Blanca Fernández Tanatóloga

I FOTOGALERÍA I

Alerta por cuarta ola
de contagios en México

Luis Barrón / Reportero Gráfico / Ciudad de México
Facebook: Luis Barrón Instagram: @photonomada Twitter: @photonomadamex
 

Ante la entrada de la cuarta ola de contagios por Covid-19, en su variante ómicron en México, las autoridades de salud de todos los niveles han exhortado a la población a vacunarse con dosis de refuerzo, aplicar las medidas sanitarias como el distanciamiento social, desinfección en nuestro entorno y uso del cubrebocas. 

Agradecimiento al personal de salud, de las alcaldías y gubernamentales de todos los niveles en México por su labor para brindar la mejor atención a la población ante la pandemia por Covid19.

Relatos virales

Historias de una pandemia

Qué confusión

Foto: Diarios de Covid-19

Desde que estamos en semáforo verde en la ciudad, algunos domingos solemos hacer picnics en el jardín del deportivo y el pasado fue uno de esos domingos.

Antes del picnic, mi amiga Bertha y yo quedamos en tomarnos un café en la cafetería. pues recién regresó de un largo viaje y tenía mucho que contarme. Después de casi dos horas de parloteo nos unimos al picnic.

Éramos como diez en esta ocasión, entre las que se encontraba Lucía, a quien percibí muy rara y Bertha me comentó que ella también lo notó, pero después de un rato se nos olvidó el tema ya que los platillos eran deliciosos y el clima insuperable.

Bertha y yo nos fuimos del picnic al mismo tiempo, la acompañé hasta su coche y ofreció darme un aventón al mío ya que había quedado lejos. O sea, ese día convivimos hasta el último minuto.

Al día siguiente, lunes, recibo una llamada de Bertha. Se escuchaba muy alarmada, para contarme que le llamó Lucía para anunciarle que su hijo Francisco y ella dieron positivo de Covid.

No entendí el por qué Bertha estaba tan preocupada hasta que me contó que el sábado había ido a desayunar a casa de Lucía y que Francisco llegó al desayuno con gripe y se sentó a su lado. Me quedé helada con la noticia, ya que en ese momento entraba yo en la película.

Tampoco comprendí por qué Bertha, que es una de las personas que conozco que más se cuidan de no exponerse a un contagio de Covid, no se paró de inmediato y se fue de casa de Lucía y me explica que Francisco le aseguró que se trataba de una simple gripe.

En la llamada, Bertha me sigue contando que le reclamó a Francisco, que aún si se tratara de una simple gripe, no debería estar en casa de su madre, ya que el siguiente martes le practicarían una cirugía por un pequeño tumor y que además debería hacerse un examen de Covid de inmediato.

Ese mismo sábado en la tarde, Francisco entró en razón y se practicó el examen, salió positivo y no le informaron nada a Bertha porque según ellos es una persona muy nerviosa y no la quisieron alarmar. Al desconocer el resultado, Bertha decide ir al día siguiente al deportivo a tomar café y participar en el picnic. Carambola.

Después de yo escuchar todo el relato, ya éramos dos las alarmadas y le comenté a Bertha que por fin me quedaba claro por qué Lucía estaba tan rara, pero lo que no lograba entender es qué hacía en el picnic.

A mí lo que más me preocupó fue que al día siguiente me tocaba tercera dosis de la vacuna ¿y si estaba contagiada qué pasaría? Tomé la decisión de sí vacunarme.

Al día siguiente fui a mi sede, me vacunaron casi de inmediato, llenaron unos papeles y no siquiera permanecí en observación.

Decidí caminar hasta mi oficina que se encuentra como a tres kilómetros del lugar y después caminé a mi casa como otros dos kilómetros.

Pasé una noche de perros (pobres perros), dolor de cuerpo, escalofríos. Amanecí con 38 grados de temperatura y fue cuando empezó mi tormento: eran síntomas, eran reacciones a la vacuna.

Fui al centro de salud y me dijeron que era muy pronto para hacerme la prueba, que regresara el viernes. Era miércoles para ese entonces.

Pasé dos días con gran angustia y no hice más que seguir las instrucciones de mi doctora, con un tratamiento que cubría las dos posibilidades. Me medía con frecuencia la oxigenación y la temperatura.

Por fin llegó el día y fui a hacerme el examen. Gracias a Dios salió con resultado negativo, pero la experiencia será inolvidable.

De ahí se desprenden varias lecciones. La primera: debes ser responsable y siempre informar a tus contactos cuando se obtiene un resultado positivo de covid y si una es el factor de contagio, quedarse en casa.

*Amante de las artes, la música, la fotografía y el teatro, y aficionada a la escritura.
Twitter: @BaradonEsther FB: Esther Baradon

Vientos desnudos

Un caleidoscopio de cuentos y prosa poética de la mano de Maya Lorena Pérez Ruiz

«En ‘el escribir literatura’ y ‘el exponerse’ al publicarla se imbrica lo individual con lo colectivo», afirma Maya Lorena Pérez Ruiz. Foto: Cortesía

Por Irene Selser*

Esta temporada de pandemia -¿o habría que decir pandemias, por el muy corpóreo fantasma de los extremismos y las catástrofes humanas que se expanden por el mundo a la sombra del covid?-, nos ha dejado cosas tan espantosas como magníficas, una de estas últimas el más reciente libro de la escritora mexicana por vocación y doctora en Antropología por profesión, Maya Lorena Pérez Ruiz. Un libro, Vientos desnudos (Juan Pablos Editor, México, 2021), que el novelista y poeta Ismael García Marcelino califica de «fundamental» en el marco de la literatura moderna, no solo porque leer los cuentos de Maya Lorena «es una delicia», dice, sino porque suponen «todo un descubrimiento por la calidad artística de sus textos, labrados con un pulso que hacía tiempo no lográbamos encontrar».

En efecto, la escritura de Maya Lorena sorprende doblemente por la solidez de su prosa y la libertad de decir en un entramado de historias, personajes y situaciones que desafían lo mismo a los cánones establecidos que al lector.

Investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel tres, Maya Lorena es a la vez autora de 11 libros y de más de 120 artículos y capítulos de libros relativos a pueblos indígenas, interculturalidad y patrimonio cultural. 

En el campo de la literatura es miembro del colectivo latinoamericano Mujeres que Cuentan -del que me congratulo de ser también parte- que ha publicado cuatro antologías de cuentos bajo el sello editorial Narratio Aspectabilis, bajo la coordinación de la escritora nicaragüense Linda Báez Lacayo: Once Mujeres que Cuentan (2017), Mujeres que Cuentan Erotismo (2018), Mujeres de Miedo que Cuentan (2019), y Mujeres que Cuentan Secretos (2020). Desde el año 2021 es miembro de la Academia Nacional e Internacional de la Poesía, capítulo Michoacán. En la actualidad está en proceso la publicación de su primera novela Punto de golpe

En la introducción de Vientos desnudos, Maya Lorena reivindica el oficio literario como un hecho social, lo cual en su caso no podría ser de otra manera, ya que la otredad multicultural inherente a su trayectoria como antropóloga permea su colección de relatos, «un testimonio de más de veinte años de ese ejercicio de libertad, ni arbitrario ni sumiso, situado firmemente en lo que soy y aspiro», dice la autora. ¿Su registro? «El grito desgarrado de la protesta, la airada necesidad de subvertir el orden, la lúdica expresión de la alegría, y el movimiento, en catarata, de los amores rebeldes o de la simple y liberadora rebeldía».

Antes de compartir con los lectores de Diarios de Covid-19 tres de sus cuentos, dejamos la palabra al escritor y traductor Julio Moguel, prologuista de Vientos desnudos: «Maya Lorena ‘se expone’, como diría Cioran, para presentar un hermoso y bien tejido libro de cuentos que, si se hubiera ‘expuesto’ en otros tiempos, algún alto Tribunal o mando inquisitorial lo hubiera enviado directamente a la hoguera, por ‘faltar a la moral’ e incitar a las personas ‘decentes’ a rebeliones diversas».

Moguel ubica varios de los cuentos de Maya Lorena en el subgénero de la prosa poética, al estilo de Poe y Baudelaire, dado que la autora introduce en el libro algunos cuentos-poemas en prosa, lo que sin duda es «una significativa aportación a la literatura moderna. A buena hora y en el mejor momento, justo cuando se viven transformaciones profundas en la vida y en el lenguaje, en México y en el mundo».

Ilustración del libro: Manuel Pérez Coronado (MAPECO)

Exorcizar el encierro

Diana y Efraín trabajaban en la misma empresa de diseño, uno en el área de Creatividad y la otra en la de Mercados. Se encontraban todos los días laborales en las mañanas, afuera de los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento subterráneo del edificio de siete pisos con paredes de cristal. El saludo entre ellos era breve, con la rígida frialdad de quienes participan en una empresa con más de cien empleados y no tienen la obligación de ser cordiales con todos, y se resisten a tratar con los inoportunos que les quitarán valiosos minutos de su agenda y pueden ser, además, sus competidores por el mejor sitio para estacionarse.

A Diana ese hombre le resultaba desagradable por su prototipo del hípster, con su estilo distraído perfectamente cuidado, su barba ligeramente crecida y su bigote de puntas elevadas en los extremos, como si pretendiese con ello sustituir la sonrisa escasamente regalada al grueso de los empleados. Para Efraín ella representaba el estereotipo pasado de moda de la ejecutiva de tacón alto, cuyo desaliño se descubría en el desgaste sutil de las orillas de su portafolios de piel, casi nunca en armonía con el conjunto que vestía: falda estrecha con saco sastre y algún accesorio visible en el cuello de su blusa, discretamente abierta. 

La situación cambió con la presencia del Covid 19, que arrasó con parte de la población mundial y de paso con las usuales formas de convivencia, incluyendo las del trabajo. Catástrofe que, entre cosas, derivó en la intensificación del home office y en el despido del cincuenta por ciento de los trabajadores de su empresa. Esto, en su caso, los obligó a permanecer encerrados en sus casas, a interactuar laboralmente mediante videoconferencia una vez por semana, y a estar disponibles a cualquier hora del día a través de mensajes por teléfono celular.

Este cambio agravó la incomodidad que sentían el uno por la otra y la otra por el uno, ya que además del rechazo ya existente éste cobró nuevas dimensiones al verse deformados por las cámaras de sus computadoras. Deformidad que se agudizaba conforme pasaban las horas de trabajo, se acercaban demasiado a la cámara, abotagando sus rostros, y relajaban la compostura rígida y formal a que los obligaba la empresa, con sus medidas sonrisas y su estudiada manera de afrontar las disidencias: él después de las primeras dos horas comenzaba a torcerse las orillas del bigote, hasta que su cara se asemejaba a un diablo rojo y bigotón, mientras que a ella podía vérsele rayando de manera insistente una hoja de papel en la que trazaba las líneas de su desesperación y los filos de los desacuerdos. Ambos terminaban la sesión semanal con un malestar acumulado difícil de manejar en la siguiente sesión con falsa cordialidad.

Otra situación muy distinta sucedió con su comunicación por WhatsApp, con la que daban seguimiento a los acuerdos tomados en su videoconferencia semanal. Las iniciaron por las mañanas hasta que, por inercia, las fueron acumulando hacia la noche; posiblemente por el ritmo del día en que el trabajo no tenía límites ni tiempos de descanso.

Sin que fueran conscientes de cómo transcurrían sus conversaciones por teléfono celulares, mediante breves pero abundantes mensajes, poco a poco fueron agregando en ellos estampas de frases saludadoras, caritas sonrientes, manitas blancas, amarillas o morenas con explosivos aplausos, así como signos de ¡Está perfecto! y ¡Bravo!, hasta que llegaron a insertar ositos y gatos bailarines. Stickers que, mediante una conveniente colocación, fueron limando la rispidez y les permitieron expresar sus emociones de contento, admiración o aliento.

Tumbados cada cual en su cama, rodeados de su sagrada intimidad, enfundados en su holgada ropa de dormir, por horas se dedicaban a mandar y contestar mensajes cada vez más fluidos y amigables. Así pasaron los seis primeros meses de encierro, con ríspidas reuniones semanales y mucho mejores sesiones de trabajo por las noches. Entre el octavo y noveno mes la cordialidad cambió de tono sin que se dieran cuenta y sin que dejasen de escribir sobre estrictos temas de la agenda establecida por su empresa.

Pronto, sin embargo, fue inevitable que cada uno sintiera que en esas largas y fragmentarias conversaciones nocturnas había algo pecaminoso; como si al emprenderlas de noche, a media luz y en pijama, ellos fuesen cómplices de algo profundamente íntimo y transgresor, ya que si bien siempre trataban asuntos de diseño y mercadeo y no existía nada que prohibiera trabajar de noche, tampoco parecían ser lógicas de acuerdo con el rígido protocolo laboral. Ese gusto por comunicarse desde el placido sosiego de su refugio invariablemente desaparecía en sus reuniones por videoconferencia.

***

Diana comenzó a inquietarse cuando pasaban de las nueve y media de la noche y no llegaba el mensaje con el consabido “Hola. Aquí de nuevo”, e iniciaba el veloz intercambio de mensajes, siempre estrictamente laborales en forma y contenido, y tremendamente perturbadores en cuanto a la tensión que los iba entrelazando conforme avanzaba el intercambio de mensajes y textos. Ningún recuento de lo que se escribían podría demostrar que hubiese algún indicio de coqueteo o de insinuaciones amorosas y, sin embargo, de poderse medir la atracción con la luz del arcoíris hubiera podido constatarse cómo se pasaba del azul frío a un tono más violeta, y de éste a los colores cálidos amarillos y naranjas para estacionarse, titilante, en los rojos, emblema de la pasión, la abundancia y el peligro.

Ella, incluso con cierta picardía, comenzó a dejar pasar varios minutos antes de contestar y, con cierto placer picante, se imaginaba a su colega inquieto, viendo insistente su celular para corroborar las dos palomitas azules que indicaban que ella ya había visto su mensaje y que por fin le contestaría. Efraín, más concentrado en sí mismo y menos apto para descubrir sus emociones, tardó tiempo en darse cuenta de que algo especial había en esas llamadas nocturnas, que le generaban un frenesí peculiar para el cual siempre encontraba explicaciones perfectamente racionales: su emoción derivaba de la intensidad con que fluía su inteligencia, la sorpresa por la sagacidad que descubría en su compañera, o por la pasión con la que ambos realizaban su trabajo. 

La incógnita radicaba en que tal arrebato no era clasificable como estrictamente profesional, y a veces se descubría con su ropa de cama misteriosamente erguida. Además de que era confuso que tal misterio de atracción sublime sucediera mientras ellos escribían estrategias de mercadotecnia, delineaban el boceto de lo que sería el siguiente cartel de publicidad, o discutían las mejores tácticas de venta.

El encierro continuaba y en ellos fue aumentando el ansia por escuchar la alerta del celular que anunciaba el inicio de su conversación, y con la misma fogosidad aumentó el lazo clandestino de la seducción que emergía con sus mensajes, como si no importara lo dicho fielmente, sino la sensualidad de los trazos redondos de la “a”, la exquisita largura vertical de la “l” y el rotundo y carismático punto de la “i”; además del voluptuoso trazo de la “w” y el no menos misterioso enlace corporal de la “x” y la “y”. Letras sagaces capaces de saltar sobre los significados convencionales para comunicar la creciente atracción del uno por la otra y de la otra por el uno, a través de un medio tecnológico en que no era visible el ridículo bigote de Efraín ni el desaliño del portafolios de Diana. 

Luego de despedirse, bajo la cordialidad de dos compañeros de trabajo que no hacían algo distinto que trabajar mediante mensajes por WhatsApp, cada uno en la penumbra de su habitación, en el estado liminal anterior al dormir, le colocaba a los mensajes de texto, tremendamente erotizados, un emisor con el rostro síntesis de sus deseos, normalmente opacados por su obsesión por el trabajo; haciendo de la escritura un sendero oculto para transitar por intensas emociones, según la forma de las letras, las pausas entre un mensaje y otro, la brevedad o la extensión de cada texto y la figurita seleccionada para cerrar la noche. Y todo ello dentro de un recóndito lenguaje vigoroso aderezado por sus secretas fantasías; un poderoso estallido de pasiones lúdicas, frágil y ciego a la luz del día, al ser incapaz de sobrevivir a los rostros cansados y expuestos en sus videoconferencias semanales.

***

Un fin de semana en que Diana no contestó los mensajes, Efraín se dio cuenta de cuánto la extrañaba y admiraba por su manera inteligente de enfrentar los peores retos; así que, rabioso, se emborrachó para olvidarla, convencido de que el lunes por la mañana, cuando la viera, todas esas inoportunas sensaciones iban a desaparecer. Ella, por su parte, fustigada por el dolor provocado por una torpe caída que lastimó su muñeca derecha, en su incapacidad para escribir en el celular, descubrió las arañas misteriosas que le bullían al leer repetidamente los mensajes. Ya no era sólo una sonrisa, sino un placer sexualizado el que emergía efervescente y la fijaba al celular, vibrando al unísono con él.

El lunes, incapacitada, no asistió a la videoconferencia, y el martes, cuando al fin pudo escribir, fue ella la que por la noche envió el primer mensaje con un elocuente y secreto “Hola”, acompañado de una carita sonriente con un minúsculo corazón rojo en un costado. Y con ese peculiar mensaje Efraín al fin descubrió que no era ni por el trabajo ni por su vaso de whisky con el que se ayudaba a dormir, que se conmocionaba su ropa interior cada vez que se mensajeaba con ella.

Al “Hola” y la carita sonriente con un brevísimo corazón a un costado, él respondió con el enunciado del trabajo que esa noche debían abordar, y lo que siguió fue su acostumbrado intercambio estrictamente laboral. Aunque al concluirlo cada quien se recluyó en su discreta intimidad para saborear el placer, obstinadamente sin rostro, que la presencia del otro provocaba, y disfrutarlo antes de su desvanecimiento con la luminosa racionalidad del día; como si la magia de la seducción letrada necesitara del misterio de la noche para suceder.

El intercambio de mensajes continuó y continuó creciendo en intensidad y lujuria clandestina, que comprendía el irse a dormir con esa voluptuosa presencia del otro en el cuerpo, para juntos habitar templos y laberintos ancestrales, repletos de lumínicos misterios y evocativos placeres que, desde la acumulación sensitiva del pasado, venían al presente a través de la tecnología; como si ellos, con sus cuerpos enlazados, fuesen seres mitológicos infractores del tiempo.

En ese refugio de ensueño acumulado, cada uno construyó para sí la imagen del otro, de la otra, que había añorado como la mejor utopía para su vida; y esos sueños, y sus imágenes transfiguradas, podían leerlos y disfrutarlos en las pequeñas letras tecleadas en el teléfono celular  como portadoras de los mejores sentimientos del amor y la alegría. Diana se abandonó al enamoramiento clandestino, como si fuese el regalo por la perseverancia juiciosa de su encierro; mientras que Efraín, igualmente apasionado, se engolosinó con el amor virtual como premio por los tantos años que tenía de haberlo aderezado. Y todo eso nunca dicho, sino a través del lacónico lenguaje empresarial.

El encierro estricto por la pandemia duró 12 meses, tiempo que ellos vivieron con pasión letrada su peculiar amorío.

                                                ***

Todo aquello desapareció al final del confinamiento, cuando el Home Office se acabó y ellos nuevamente se encontraron, en las mañanas, en los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento del edificio de siete pisos con paredes de cristal; y a ella le pareció ridículo el bigote de Efraín, mientras que a él le molestó el desaliño del portafolios de Diana.

Ilustración del libro: Manuel Pérez Coronado (MAPECO)

Labios de mandarina

Creí cumplir mis expectativas de educación el día que me aceptaron en una prestigiada universidad privada de la Ciudad de México para cursar la carrera de comunicación. Educado por los jesuitas en Puebla, el tránsito me pareció sencillo, aunque pasara de una ciudad de alrededor de seis millones de habitantes a una urbe de más de veinte millones. Y sí lo fue, pues de inmediato me identifiqué con el estilo donde el rigor de la enseñanza con perspectiva cristiana se junta con alumnos, casi clientes, capaces de pagar altas colegiaturas, y en la que se asumen, por principio, valores morales y religiosos. Igual que en mi antigua escuela, hay una vocación de compromiso social con posibilidades de ser ejercida en una amplia gama de proyectos comunitarios.

Mi padre, abogado de profesión y católico de convicción, se encargó de conseguirme una habitación independiente en un departamento compartido con otros dos estudiantes, también de buena familia, estudiantes de derecho, aunque un poco mayores que yo. Lo que para él garantizaba que sabrían acompañarme, orientarme y también, un poco, vigilarme. Los seis primeros meses fueron  predecibles y no tuve tropiezos, así que los viví con la satisfacción de estar fuera de la casa de mis padres y de tomar toda clase de decisiones, lo que, según yo, me hacía maduro.

 En el segundo semestre Lulú se incorporó a mi clase; una guapísima chica  y cuyo rasgo más llamativo eran sus labios, gruesos y golosos, como gajos de mandarina; bulliciosos, además, porque el labio inferior, con una ligera hendidura al centro, lo hacía parecer un corazón. De inmediato me enamoré. Con tal ceguera que fui descubriendo sus cualidades hasta semanas después, lo que me convenció de que ella era la super elegida para enamorarme de verdad.

Hasta hoy recuerdo el impacto primero de verla entrar, con sus ojos asustados y sus sonrientes labios de mandarina. Y no es que fuera la primera o única chica hermosa que contemplara en la universidad, porque si algo hay aquí son chicas esbeltas, bien vestidas y, ¡puf!, arregladas de una forma que ¡waw! Varían tal vez en el color, en la altura, pero todas sanamente cuidadas pasan por los pasillos con sus botellas de agua y comen con precaución en las cafeterías de la Uni: frutas y verduras balanceadas, algo de pescado y pollo, y nada de garnachas. Incluso he llegado a pensar, al compararlas con las chicas que veo transitar por  las calles, que tal vez no es que mis compañeras sean más guapas sino que están mejor alimentadas. En esos casos el dinero se traduce en un buen forro de piel y en una muy pensada forma de vestir, aunque ésta sea casual.

 Pasaron varias semanas en que no hacía más que observarla de lejos, hasta que por fin comencé a acercarme, primero en las aulas y después en las jardineras donde esperábamos el cambio de profesor. Algo debo tener yo, alguna cualidad que no identifico, porque aquí también abundan los jóvenes atractivos y bien vestidos, tallados por las áreas de deporte con que cuentan la Uni: el gimnasio, las canchas deportivas, el salón de yoga, las pistas para el pentatlón; así que si me comparo con ellos, yo, honestamente, me siento en desventaja, con mi pelo lacio y mi cuerpo sin nada por lo cual llamar la atención. Por suerte para mí, el día que le pedí que fuera mi novia Lulú aceptó sin pensarlo demasiado, lo que me provocó la sensación de ser especial, porque ella estaba conmigo; juntos tomábamos las clases y pasábamos el tiempo libre. Como novios nos conectamos de inmediato en gustos y formas de ser, así que todo marchó de maravilla. 

Al final del semestre ya teníamos un grupo, formado por sus amigos y los míos. Una pandilla de seis, con tres y tres: Lulú, Andrea y Joselyn, más Jordi, Mason y yo. A veces estudiábamos juntos, pero lo usual era que nos reuniéramos los viernes por la noche para ir a un antro a beber cerveza, cerca la Uni, o que nos trasladáramos hasta La Condesa a un lugar de shots de tequila donde además podíamos bailar. Así llegamos al cuarto semestre, felices mis padres y yo con mi tierna y bella novia de labios de mandarina. Ella a veces se quedaba a dormir conmigo y yo crecía en volumen al sentirme ¡realizado! ¿Podría haber algo mejor? No me lo imaginaba. Todo iba estupendamente para mí.  

En el quinto semestre, a nuestra clase se unieron dos personas que nos trastornaron: la superguapérrima Jessica y el arrogante y espectacular Ethan. Ella, como salida de un reality show, era extravagante y lucidora en todo: cara, cuerpo, ropa, temperamento, simpatía, cordialidad, ¡puff! Una concentración de bendiciones que la hacía súper-súper ¡waw!  Además, que en las clases no se detenía y agarraba polémica con los profes sobre cualquier tema, nunca desinformada. Nos tenía fascinados y a la expectativa de lo que se le ocurriera. Y él, de buen porte y muy galán, como un Mi Rey del cine actual, y con guardaespaldas y chofer a la orden, era displicente con nosotros; nunca parecía darse cuenta de que estábamos allí y, sin embargo, de todos conocía lo esencial y era generoso para explicar lo que no entendíamos en clase y, sobre todo, para pagar nuestras descomunales cuentas en bares y antros. Varios y varias en clase cayeron fulminados de amor.

Inteligentes, ricos y sagaces, ellos no parecían interesarse en entablar ninguna relación emocional con alguien de la Uni; y aunque los de ese par no se conocían previamente, eran como dos soles dentro de una misma galaxia que nos contenía a todos, y nos hacían girar en torno suyo. Por iniciativa de cualquiera de los dos nuestro pequeño grupo de seis amplió los sitios de diversión y, con uno o con la otra o con los dos juntos, íbamos los fines de semana a sus casas de veraneo en Valle de Bravo, en Tequesquitengo o en Cuernavaca, y alguna vez  fuimos hasta Acapulco. Lulú y yo, al seguir enamorados, teníamos un halo protector frente esos soles; y en cambio sus invitaciones nos permitían salir de la rutina de estudiar y al mismo tiempo mantener en orden todo lo de la escuela. La pasábamos súper. Semanas de pesados estudios y presentaciones en clase, y fines de semana relajados, ¡de lujo!

***

Eso se mantuvo igual hasta que llegó la pandemia; las fiestas se volvieron clandestinas y recibimos la fatídica invitación para asistir a una en el norte de la ciudad. Nos llegó por mail: unos sensuales labios negros sobre un fondo rojo decían: “¡ATENCIÓN! FIESTA PRIVADA”, y, abajo, con letras más pequeñas, la fecha, el horario, el costo, los Dj’s responsable de la música y la dirección electrónica para hacer la reservación. Más abajo se anunciaba: “¡CUPO LIMITADO!, NOS RESERVAMOS EL DERECHO DE ADMISIÓN”. Y por último una carita sonriente con el dedo indicando “¡Silencio!”.

Lulú y yo decidimos ir en auto seguro, de los que se solicitan por teléfono, para poder beber y bailar a gusto, sin preocuparnos por el estacionamiento ni por el alcoholímetro al regreso. 

El lugar era un enorme galpón, que visto por fuera era como de almacén de fábrica y que por dentro daba la impresión de haber sido acondicionado por los buenazos, capaces de hacer inteligente un edificio. Sin casi nada de mobiliario, con luces y sombras demarcaban espacios fáciles de comprender: por aquí el sitio de las bebidas y a un lado, en una plataforma, el área de los Dj’s; a los costados un espacio iluminado con mesas y bancos altos, y otro discretamente oscuro y vacío para dar intimidad a los seducidos momentáneos; al centro la zona de baile y, hasta el fondo, el parpadeante letrero de los baños, en letras rojas; y debajo de éste, el azul indicador de los CoolRooms. Lulú y yo nos miramos divertidos, pero no más que cuando, al entregar nuestros boletos de entrada, nos ofrecieron para escoger entre una colección florida de condones, de todos los tamaños y sabores, colocados en una canastita tipo abuela.

En las mesas altas encontramos ya instalados a los cuates de la pandilla y, girando por allí, vimos a Ethan y a Jessica, súper cool los dos, cada quien en lo suyo, pero, como siempre, rodeados por gente aleteando a su alrededor, atraídos por su luz.

Nos acomodamos y empezamos la chorcha: conversación con los cuates, la bebida y la bailada, y hasta allí ¡todo bien!, ¡súper cool!  Después de la una de la madrugada ya estábamos más que mareados, pero bien. Lulú y yo nos refugiamos en nuestra mesa para descansar un rato, mientras los demás eran ya parte de una extraña masa humana agitada que levantaba los brazos, cantaba, bailaba y se componía y descomponía al ritmo de la música. Nosotros nos metimos en una de nuestras apasionantes y etílicas conversaciones, que nos daba por entablar en la madrugada. En esa estábamos cuando la súper ¡waw! de Jessica se me acercó, alargó la mano para pegar sus exuberantes labios a mi oreja, y con su ardiente aliento decirme:

  —¿Te molestaría si beso a Lulú? ¡No sabes cómo me gustan sus labios!

Y dicho eso se acercó a mi novia, la estrechó por la cintura, le lamió la mejilla, y, como serpiente encantadora, mientras le restregaba su sinuoso cuerpo, le dijo:

—¿Quieres? Se me antojan mucho.

Lulú, sin recházala, me miró para preguntarme qué hacer. Y yo, confundido como nunca, no sabía qué decir. En tanto, Jessica pasaba de la mejilla al cuello, para subir a estacionarse muy cerca de los labios de mandarina de mi novia.

—¡Pues si ella quiere! —dije al fin, con el aire más estúpido que debo haber tenido a lo largo de mi vida.

Lulú no dejaba de mirarme, como si yo fuese el último sitio para resguardarse de esa lujuria, que yo sentía que ya estaba en su cuerpo y podía ver en la ligerísima vibración de sus labios. Miré sus manos, y éstas, que al principio no sabían qué hacer con el lascivo cuerpo de Jessica, ahora parecían alistarse para apresarla también y emprender una excelsa danza sensual.

 —¡Si tú quieres! —dije, con la necia esperanza de que ella empujara a Jessica y derramada en amor regresara a mi lado. Pero eso no sucedió, y para mi sorpresa siguió contemplar cómo se abrían sus labios de mandarina para ofrecerlos a la boca roja y voraz de la mujer más bella del mundo, que parecía succionarla  para llevarla consigo a la órbita más íntima de su universo personal.

 ¡Yo no podía salir del estupor! Su beso fue largo y apasionado, con un abrazo de caricias que ambas disfrutaban, ajenas a los gritos de los hombres que ya las rodeaban para gritar como simios, mientras se golpeaban el pecho como machos en la jungla, excitados por el olor de las hembras en celo.

Yo, mareado por la explosión de testosterona, por el estrepitoso bramido de los machos, seguía inmóvil, observándolas, observándolos; imaginándome con un mono juvenil, despojado de la hembra que sentía mía, pero no por un macho viril de los que gemían, saltaban, rugían, sino por otra mujer, cadenciosa, sublime, arrebatadora en su capacidad de mostrar sus artes más sutiles y eróticas de seducción. 

¡No podía creerlo! ¿Era un sueño? ¿Una pesadilla? ¿Parte y parte?

Entre esa multitud de cuadrúmanos enardecidos de placer apareció Ethan, que amigable me abrazó, en un gesto que yo sentí solidario, hasta que siguió de largo hacia ellas para incorporarse a esa confusión de labios entrecruzados; primero besó los de mandarina y después los rojos de Jessica, en tanto se interponía entre ellas para recibir de ambas las sinuosas caricias del acompañamiento. El rugido de los machos cesó de inmediato, como si con la presencia de otro se hubiese quebrado el flujo de energía que ellas, con sus besos, hacían vibrar hacia ellos. 

Yo seguía perplejo. Era un náufrago que frente a mí tenía la tierra pródiga del placer químicamente puro, neutro en su composición, imposible de forzar dentro de una categoría y que se ejercía en la libertad de la atracción, sin encasillamientos, irrefutable; y al que yo, al situarme en su lejos, me colocaba en el absoluto de la exclusión, de lo incomprensible, de lo ajeno.

Un cambio de música y de luces pudieron al fin sacarme de allí, pero sólo por un momento, porque con esa irrupción lumínico-sónica el trío se descompuso para sumarse a la masividad de quienes bailaban en el centro del lugar; como individuos dispuestos a dejar de serlo para participar de un ente multiforme que se movía al unísono y luego se descomponía en otros varios, formados por dos, por tres, por cuatro seres sin género, sin distinciones, para besarse, acariciarse, dentro de una liturgia incomprensible para mí, excelsa para quienes junto al pudor desechaban sus ropas, para ser cuerpos sin nombres, y entregarse al placer prístino, según la enloquecedora música del momento. Sólo por instantes distinguía a Lulú en fogoso abrazo con uno o dos desconocidos, o con una o dos desconocidas, o siendo arrastrada por un pequeño grupúsculo que se alejaba de la amplia marejada para deslizarse hacia las zonas oscuras y los CoolRooms

No sé cuánto tiempo pasé en ese estado de confusión, observando las figuras de ese caleidoscopio en transición, que se transfiguraba demasiado rápido para que yo pudiese comprenderlo, o tan sólo fijarlo en mi memoria. Tan veloz era el cambio, con tantos colores obscenos, con tan ensordecedora música y con tanto alcohol, que cuando Ethan se me acercó y me jaló para besarme tampoco supe qué hacer. Fue un beso húmedo y fugaz, tal vez porque no pude responderle y en segundos él siguió  un camino más audaz. 

Después de no sé cuántos minutos, entre esa desnuda multitud sin rostros, fue un hombre mayor que yo el que me jaló y yo sin voluntad me dejé llevar hasta la penumbra del corredor del fondo. Sentí sus manos sobre mi virilidad y yo sin fuerzas para resistirme no dije nada;  y él continuaba con la avidez de la seducción anónima… mientras que yo seguía dentro de la pesadilla de sentir su cuerpo pegado al mío y padecer sus manos de gorila peludo que me estrujaban con una fuerza descomunal, mucho mayor a la mía, a mí, pobre macho débil, inferior ante el líder alfa de la manada, que me sujetaba sumiso y ante el cual yo sólo podía salvar mi boca, manteniendo desesperado la cabeza a un lado… Humillado me dejaba hacer como si pagase la culpa de mis prejuicios o de mi falta de apetito en esa bacanal  que se ofertaba.

Entonces el tipo de barba bien cuidada me sujetó del cuello como si quisiera ahogarme, y con fuerza descomunal me arrojó hacia la pared, la cabeza sojuzgada en el muro, mis mejillas sintiendo el frío del cautiverio, mis brazos arañando la pared para no caerme, los labios secos, la confusión de la derrota girando alrededor cual danza tétrica, sus manos desabotonándome el pantalón. Y yo hundido en la ignominia, pasivo como animal en matadero.

Para mi fortuna, antes de que sucediese lo que parecía inevitable, Lulú llegó para salvarme. Me arrancó de aquel funesto abrazo y, tomados de la mano, cruzamos entre esa marabunta enardecidas de bocas y cuerpos codiciosos. 

Afuera nos esperaba el taxi salvador.

Nos subimos a él y durante el trayecto hacia mi departamento nada nos dijimos.

A la mañana siguiente, cuando desperté, ella ya se había ido.

***

Una semana después nos vimos para hablar.

Yo le reiteré mi amor y el compromiso de seguir juntos a pesar del aquelarre, en que yo la había visto transformarse en un ente más de aquella masa ardiente. Con estudiada serenidad le hice saber que para mí no significaban nada los excesos de aquella noche. Después de todo éramos jóvenes y aquellas subversivas escenas no habían sido más que una lección que nos fortalecía como pareja. Me sentí otra vez sabio y maduro.

Ella dulce y tiernamente me miró con un leve toque de nostalgia. Me amaba, era cierto, como cierto era también, me dijo, que aún teníamos mucho por conocer. Y que una probadita de lo que ofrecía la vida la había tenido aquella noche en que pudo adentrarse en otros sabores, distintos a los míos. En fin, que para ella la lección había sido distinta a la mía, porque había descubierto que no estaba en la edad de estacionarse. Entonces, abrió sus deliciosos labios de mandarina, me dio un largo y sentido beso y se marchó.

Yo, dolido, me volví un solitario.

Me alejé de mi grupo, testigo de mis desgracias y, por un poco, de mi deshonra.

Y hasta hoy los veo a todos alrededor de Jessica y Ethan, como si giraran en torno a dos soles incandescentes, dentro de una galaxia inalcanzable para mí, bajo el encierro de mi anacrónico sentido de una masculinidad heterosexual y monógama.  

Volar la noche

Cuando la llamaron bruja le pareció un insulto.
Ahora, mientras se sujeta el pelo para que el
viento no le impida ver,
el apelativo se vuelve un halago compartido.
Son varias las que navegan la noche.
La primera vez los destinatarios de su acoso las
ignoraron,
tan leve era el murmullo de su presencia,
uno más de los que acompañan la nieve al caer.
Ahora aquellos que las escuchan huyen en busca
de refugio.  
Al día siguiente ninguno menciona a las mujeres
que enlutan su virilidad
y los hacen perdedores de su imperio.
Al oscurecer un ahogo insondable se apodera de
ellos.
No reconocen su terror.
Si no se habla de él no existe.
Juegan cartas, se embriagan, cantan, escriben,
hasta que deben irse a dormir.
No logran conciliar el sueño.
Han de permanecer alertas para escudriñar el
silencio
y detectar cuando se acercan las mujeres en
vuelo.
Apenas un susurro.
Un sollozo de ira oculto entre los sonidos de la
noche.
Si fuesen previsibles se facilitaría la espera.
Nunca ocurre así.
Ellas juegan con la veleidad de su acecho.
Disfrutan la sorpresa. Los vuelos ralentí con que
los engañan
y soplan detrás de sus orejas como sollozos
muertos.
“¡Las brujas están aquí!” grita algún horrorizado.
Lo secundan los demás.
Nadie enciende la luz para no delatar el lugar
donde pernoctan.
Se levantan de sus camastros. Los pantalones a
medio poner.
El pelo revuelto. Los ojos ciegos incapaces de
guiarlos en el pavor con que corren.
Los muebles dificultan la huida. Se tropiezan.
Caen. Se arrastran.
Intentan ponerse de pie.
Unos jalan a otros sin solidaridad, con la
ambición de ser ellos quienes han de salvarse.
Atropellan a quienes suplican auxilio.
Los que logran levantarse, liberándose de
aquellos que los sujetan por las piernas, corren a
esconderse.
Los que no pueden, con los pies rotos, las
cabezas sangrantes, se rinden ante el terror, y por
la mañana los delatarán sus cuerpos
destrozados.

***

Katia se viste con la ropa burda y holgada con
que ha de volar.
Mira de nuevo su imagen en el espejo.
Un mechón rubio, rebelde, se asoma por su
frente.
Lo regresa a su sitio y con garbo sacude la
cabeza.
Una vez conforme con su atuendo sale a la noche
y con pasos largos y confiados se monta en su
frágil, leve, casi invisible artefacto.
Lleva la cabeza cubierta por un gorro de piel.
Una bufanda de seda blanca la protege del frío.
El viento fustiga su cara mientras vuela.
Ella lo ignora.
Se concentra en la tenue iluminación de las
estrellas que la guían.
La curvatura del cielo se dibuja azul, casi negro,
en ligero contraste con el horizonte blanquecino
del paisaje nevado.
En algunos sitios observa manchones umbrosos
que delatan a los árboles del bosque.

Faltan dos horas para el amanecer.
Vislumbra la urbe.
La descubre por una lucecilla frágil, un parpadeo
sutil,
perceptible sólo para la mirada diestra.
Nunca falta una luz que traiciona a la ciudad
precavida en su pretensión
de confundirse con otros borrones densos
desperdigados en la noche.
Sonríe.
Aspira el viento frío. 
Contempla el vaporcillo leve de su aliento cálido y
confiado.

***

Ya tiene abajo la ciudad.
La observa.
Se orienta.
Astuta su mano busca en el piso de su biplano de
madera y lona.
Por allí está el rústico mecanismo que le
permitirá soltar las bombas.
Van sujetas con orlas de algodón.
Un proyectil por debajo de cada ala.
Se inclina levemente.
Tantea con la mano derecha.
Con la izquierda controla el equilibrio.
Encuentra el sujetador.
Con agilidad suelta los amarres.
Satisfecha escucha los silbidos.
Sin el lastre se aligera el vuelo.
Siente subir ligeramente su biplano.

Abajo, el resplandor del primer estallido.
De inmediato prorrumpe el segundo.
Ha dado en el blanco.
Quiebra su vuelo para retornar.
Voltea para confirmar el horror del infierno
provocado.

Sonríe otra vez.
Katia está orgullosa de pertenecer al Regimiento
588º de bombardeo nocturno,  
el de las Brujas de la Noche que combate a los
nazis en el sitio de Stalingrado.

*Periodista, editora, escritora y traductora, es editora de Diarios de Covid-19.
Correos: diariosdecovid@gmail.com, iselser@gmail.com, edita@express.yahoo.com.
FB: Irene Selser

De Lectores

Abismo y tolerancia en el Chile de hoy

La segunda vuelta electoral en Chile este 20 de diciembre, arrojó una participación récord en las urnas y el triunfo del candidato izquierdista Gabriel Boric, quien debió moderar su discurso para imponerse ante su rival de ultraderecha José Antonio Kast. Este resultado confirma el análisis del economista y filósofo chileno, autor de este texto, que aboga para que su país avance hacia cambios profundos desde una perspectiva social, con igualdad, justicia y equidad, pero con una propuesta de centro, que deje atrás “la noche oscura de los extremismos”.

Por José Miguel Arteaga*

La noche del 21 de noviembre Chile estuvo al borde del abismo. Dos poderosas fuerzas chocaban amenazando un conflicto que podía conducir a escenarios de catástrofe. ¿Qué había pasado? El conteo final de los votos había llegado a término. Las furias habían sido desatadas durante largos meses anteriores. Se acercaba el plazo fatal del encuentro final en 28 días y sólo quedaban en pie los más fuertes y más extremos contendores. Esa noche era así. Negro profundo, amenaza de lo peor. Quien ganaba por nariz –la extrema derecha– podría ganar la próxima elección presidencial.

¿Qué sería de la democracia conquistada al dictador hace ya tres décadas? ¿Qué de los sueños despertados y la prometedora vigilia que anunció el estallido del 18/O? ¿Qué del funcionamiento de la Convención Constituyente votada por una inmensa mayoritaria? ¿Qué de las esperanzas de millones de chilenos y chilenas de avanzar en cambios profundos para conseguir libertad, justicia, dignidad, igualdad, respeto a la diversidad, soberanía y paz, que podrían frustrar una vez más los poderosos de siempre retrocediendo incluso más atrás a tiempos de pavor?

Ahora por fortuna Chile se va acercando poco a poco al centro de sí mismo. No es que se haya aclarado todo y afirmado la esperanza. Ni mucho menos. Hay todavía una situación de gran incertidumbre, pero ya no estamos en el abismo de aquella noche oscura del alma. Ambos extremos han buscado acercarse a territorios de mayor prudencia y su gravitación va logrando atenuar los fuegos más encendidos sin que la propuesta central en ambos casos abandone su matriz original.

Este movimiento general es favorable. Aquieta las aguas y permite calmar los ánimos. Se abren tiempos de reflexión que hacen posible pensar qué destino final hay en lo profundo a uno y otro lado. Los flujos se restablecen y la gente intercambia pareceres. Esto le hace bien al país y le da un aire a nuestra alicaída democracia. El terror y la mentira que algunos esgrimen todavía como arma de privilegio irán retrocediendo. La paz es indispensable, el mejor terreno para que la verdad se abra paso.

Algunos se preguntan si esto significa tirar por la borda el contenido y las esperanzas de cambios profundos que abrió el estallido. Tal vez dirán que se trata de una claudicación, de una inaceptable transacción que nace en lo más oscuro de la vieja política. Que estaríamos una vez más en la repudiable cocina que traiciona la voluntad popular mayoritaria que ese evento gigante puso en evidencia.

Esta pregunta y esas sospechas tienen una base material indiscutible, pero me parecen un profundo error. Representan juicios apresurados y de superficie que perjudican gravemente la causa popular. Desconocen la necesidad de ajustar el pensamiento, la táctica y la estrategia a partir de los datos obtenidos del nuevo escenario que abrió la reciente votación. Desconocen la necesaria flexibilidad y la pronta respuesta que debe darse para alcanzar mejores oportunidades para la gran decisión que tenemos que tomar en pocos días más. Y desde el punto de vista objetivo desconoce la absoluta necesidad de ampliar el espacio de cobertura de la propuesta programática para convertirla en una que represente con solidez y legitimidad los intereses de las grandes mayorías.

Parece existir completo acuerdo en que el centro político se ha venido hundiendo en los últimos años. Esto tiene sus razones y son en general reconocidas. El estallido de octubre de 2019 le puso una lápida definitiva a mucho de lo que representaban los principales actores de esas posiciones. Sin embargo, esto es muy distinto que afirmar que el centro político debiera en nuestro escenario actual quedar por completo fuera de juego por ética, por decencia política o por una irremediable obsolescencia de los paradigmas que lo identifican.

Existe el riesgo de que su inclusión en el campo gravitatorio de las fuerzas populares distorsione y melle el filo de sus propuestas y el empuje de su lucha en momentos propicios que no se dan todos los días y que ha costado mucho sacrificio ganar. Este riesgo es real y debe ser considerado con gran cuidado. Es mucho lo que está en juego, es posible perder lo ganado y no es fácil ponderar todos los factores claves. Pero hay necesidad de recuperar los valores que debieran encontrarse en el centro político y cultural porque allí se cultivan y arraigan a gran profundidad contenidos valiosos reconocidos por pueblos y maestros antiguos y sabios. Son virtudes que no se desvanecen con facilidad. Son como brasas que quedan ardiendo en latencia entre cenizas y con unos soplos de vida pueden reencender fuegos de gran belleza y utilidad en momentos álgidos como los nuestros actuales.

Esto tiene relación estrecha con lo que ha venido pasando en nuestro país. ¿Por qué se han hundido las posiciones de centro tanto de izquierda como de derecha? ¿Qué ha ocurrido en los últimos 30 años? ¿Qué se pactó o se transó a la caída de Pinochet? Puede que mucho y puede también que de forma explícita y consciente nada de verdad. Difícil averiguarlo, tal vez imposible y quizás innecesario.

Lo que realmente interesa para el hoy que nos apremia son algunas cuestiones distintas y muy principales. La primera, el choque de fuerzas extremas reviste peligros que nadie quiere y nadie debiera propiciar. La segunda es que cualquier posición extrema y aislada en las próximas elecciones es claramente minoritaria, por lo que se hace imprescindible ampliar la gama de intereses que se requiere incorporar. Tercero, en el amplio espacio de la política popular es imprescindible convocar y reunir a las fuerzas de centro, no sólo para obtener una ventaja competitiva sino una mayor riqueza y solidez programática. Esa centroizquierda golpeada y huérfana de propuestas está formada por millones de personas que han seguido liderazgos legítimos por muchos años.

Todo esto está lejos de ser puro humo o nada. Hay ahí una gran riqueza potencial en múltiples aspectos, de gentes sencillas de toda clase y de profesionales, empleados, técnicos y empresarios, hombres y mujeres de todas las edades. Una amplia diversidad de múltiples miradas. La izquierda más radical tiene mucho que ganar con esos contactos. Mucho que aprender de tolerancia, de respeto, de flexibilidad, de habilidades blandas, de sutilezas, de gradualidades. ¡Y qué duda cabe! También la centro izquierda tiene muchísimo que aprender en estos contactos para alcanzar nuevamente vigencia y liderazgo.

Puede que queden algunos que piensen y digan todavía que la unidad de la izquierda más radical con la centroizquierda es solamente táctica. Está bien, que lo piensen y lo digan. Están en su derecho, como todos. Esto no quita que, obligadamente, si esta fuera una maniobra únicamente táctica abre la posibilidad cierta de construir paso a paso, con respeto y cuidado, una alianza sólida y profunda, de largo alcance, de sectores medios y populares, la mejor herramienta y tal vez única base efectiva para construir un camino de realización de los cambios sustantivos y urgentes que Chile necesita y las mayorías reclaman.

Desde la óptica de centroizquierda la invitación a participar con uno de los vencedores de primera vuelta tiene también mucho de positivo. Desde luego no es menor participar de las decisiones, del rumbo, de las formas y del ritmo de los cambios. También recuperar terreno y vigencia en materias y espacios perdidos que tal vez algunos consideran más tardíos o irrecuperables. Por otro lado, resulta también positivo entrar en estrecho contacto con sensibilidades, sentimientos, saberes y experiencias más próximas a lo nuevo y vigentes en un mundo en constante cambio. Por último, no es despreciable recuperar el aliento y la ambición para aspirar más adelante a su propio liderazgo dentro del campo de amplia unidad que podría abrirse en esta etapa.

Necesitamos mantener abierta la puerta al futuro que abrió el 18/O, resolviendo no sólo las cuestiones urgentes e inmediatas. También el largo plazo hay que pensarlo. No está fácil. Lo primero es asegurar lo que viene impidiendo el retroceso a fases ya superadas. La derecha ya no puede gobernar sin violencia. Esto está ya demostrado. Chile no soporta otro gobierno del tipo que está terminando y menos de la misma cepa y aún peor de lo sufrido. Lo segundo es, si se logra mantener abierta la puerta a un futuro mejor, cuidar la unidad en que se fundaría esa victoria e iniciar la construcción del país que deseamos.

*Filósofo y economista chileno, @josemiguelart17

Este artículo fue publicado el 30-11-21 en la revista Quinto poder, y reproducido aquí con la autorización del autor. https://www.elquintopoder.cl/sociedad/abismo-y-tolerancia-en-el-chile-de-hoy

«¡Tacos, tacos!»: así se vivió la Feria de los Tacos en Neza

La flexibilización en las restricciones aplicadas durante la pandemia llevaron a diversas acciones de reactivación económica que incluyeron la reapertura de restaurantes, cines, museos y eventos gastronómicos. Uno de ellos fue la Feria del Taco, en el municipio de Nezahualcóyotl, en el Estado de México.

Por Carlos Santiago*

Inauguración de la 4a. Feria del Taco Neza 2021, donde participaron más dee 90 taquerías, a finales de noviembre de 2021. Foto:Carlos Santiago /Latitudespress.com

En el Palacio Municipal del Ayuntamiento de Nezahualcóyotl, en el Estado de México, impulsan la reactivación económica con la Cuarta Feria del Taco en Neza, con la participación de más de 90 taquerías y alrededor de 50 variedades de este antojito tradicional en la alimentación de los mexicanos y de gran interés para los extranjeros. 

Tocar/ reflexiones sobre los sentidos y la pandemia

Tocar proviene de la palabra en latín, tangere, que significa el acto de alcanzar algo o alguien. Pero la misma palabra se refiere a la posibilidad de ejercer una influencia sobre las cosas y sobre otros seres. Tocas a alguien y algo te toca, te afecta, deja una huella en tu ser independientemente de si tocó físicamente tu piel. Durante la pandemia, cuando dejamos de poder tocar al otro se irrumpe el vaivén del tangere, nos quedamos solo con la posibilidad de afectar nuestro entorno y a los que queremos, sin poder alcanzarlos. Nos transformamos en el humo que atraviesa el muro de adobe y une las celdas del confinamiento solitario. 

Por Mariana Mora*

Foto: Víctor Ruiz

Pocos meses antes de la pandemia, los periódicos publicaron fotos satelitales tomadas por la NASA que a primera vista parecían registrar la ubicación luminosa de los grandes centros urbanos esparcidos por el sur del continente americano. Pero los puntos de luz carecen del tono frío blanco característico de la concentración eléctrica en las ciudades, por el contrario su tono rojizo se aproxima a las brasas de una fogata. Ciertamente evidencian mundos en llamas, regiones enteras de Amazonas que entre agosto y septiembre de 2019 fueron consumidas por incendios, muchos provocados por ganaderos campesinos buscando ampliar sus potreros de la manera menos costosa para ellos. Los mapas son el registro visual de una exacerbación de prácticas que ya tienen tiempo imprimiendo sus huellas en la selva.

Poco después, desde el auto-aislamiento pandémico en su aldea al lado del Río Doce en el estado de Minas Gerais, el filósofo, escritor y ecologista del pueblo Krenak, Ailton Krenak, publica un ensayo titulado, «Amanhã não está à venda» [El mañana no está a la venta]. Señala que la presencia del virus es una profunda llamada de atención que la madre tierra le hace al hijo cuyos actos están provocando un desbalance tan extremo que desde el espacio son evidentes. Escribe que nos damos cuenta de ello porque el virus no está afectando a todos los seres de la tierra. «El melão-de-são-Caetano continúa creciendo al lado de mi casa. La naturaleza sigue. El virus no mata pájaros, ni osos, ni ningún otro ser, solo a los humanos».  Es a nuestra especie que el virus quiere detener quitando nuestro oxígeno, de la misma forma que la humanidad mediante su acelere mecánico está vaciando al planeta del elemento que hace cientos de millones de años liberaron los estromatolitos, lo que a su vez produjo la atmósfera que desde entonces posibilita la vida terrenal. 

Los efectos que detona el virus espejean las acciones de la humanidad, no sólo a partir de su principal afectación en el cuerpo, la respiración, sino también a partir de una esfera menos evidente, el aislamiento social que evita el contagio. Krenak señala que el confinamiento involuntario que pretende contener el virus no es algo novedoso. Su pueblo ha vivido una distancia forzosa y deshumanizada desde que los blancos llegaron, les arrebataron sus territorios, y los apartaron en una reserva de apenas 4 000 hectáreas. Imponer alejamientos para impedir el contacto entre humanos forma parte de las conquistas prolongadas cuyo andamiaje etiqueta como un peligro para la civilización a pueblos catalogados como más próximos a los animales. «Ahora ese organismo o virus parece estar cansado de la gente, parece que quiere separarse de la gente [y separar a la gente] de la misma forma que la humanidad se quiso separar de la naturaleza». En su ensayo, Krenak señala que la atomización de individuos para evitar la propagación del Covid-19 es tanto un efecto como un reflejo de las profundas rupturas de las relaciones entre seres que provocó que la enfermedad circulara por el mundo humano. 

La pandemia vino a resaltar estas rupturas desde lo más minúsculo de lo cotidiano, en la carencia de abrazos, en la ausencia de todo contacto físico entre las personas, salvo en las pequeñas comunidades rurales que se auto-aislaron y en la reducida esfera de la familia nuclear o de pequeñas agrupaciones de individuos que formaron «burbujas» en centros urbanos. El filósofo insiste que la Madre está siendo amable, no nos está ordenando como humanidad, solo nos está pidiendo un poco de silencio, una pausa para reflexionar sobre el camino emprendido y sus consecuencias colectivas. 

¿Si la pandemia generó la imposibilidad de acercarnos con-el-tacto, con qué tacto reestablecemos los vínculos entre nos?  

* * * 


El escritor francés, Jean Genet filma en 1950 su única película, Un chant d’amour [Una canción de amor] cuya trama se centra en el confinamiento solitario que viven distintos presos varones, incluyendo los que provienen de las colonias francesas en el Magreb y en la región subsahariana del continente africano. En cada celda de la prisión desértica los presos están inmersos en fantasías eróticas mientras acarician sus propios cuerpos. Dos de ellos intentan atravesar un muro casi impenetrable para así trascender la imposibilidad de una expresión amorosa al prójimo. El primero, un hombre argelino frota su cuerpo contra la pared que lo separa del objeto de su deseo, su cachete raspa el adobe, su puño golpea el muro para llamarle la atención al que vive del otro lado. El segundo, un joven francés baila solo, marca los pasos de una canción que solo él es capaz de escuchar. Mantiene los ojos cerrados. Por momentos seduce con las yemas de sus dedos una imagen tatuada en el hombro o extiende su brazo por la ventana en búsqueda de un ramo de flores que su amado tras-celdas lanza desde la suya. Después de numerosos intentos fallidos, ambos logran establecer un vínculo (in)directo por medio de un hoyo minúsculo en el muro. El preso argelino inhala el humo de un cigarro, lo sopla a través del pequeño hueco en el adobe. De su lado, el francés introduce una paja vacía alargada para poderlo recibir. Llena sus pulmones con el aire que hace escasos segundos flotaba en otra boca. Sostiene el humo hasta acostarse en su cama, con lentitud lo exhala y observa sus rastros mientras el aire denso se eleva lentamente por encima de su cuerpo, repasa los contornos de su piel como lo haría un amante. 

A pesar de ser censurado por años debido a su contenido explícito homosexual, Un chant d’amour, nos recuerda que en situaciones extremas la búsqueda de formas de tocar al otro y de dejarnos tocar por el otro ha sido muchas veces la única forma de sobrevivir. Es lo que evita temporalmente la muerte y la hace más tolerable. Quizás el impulso se debe a esa misma porosidad que caracteriza el tacto, extiende lo finito más allá de los límites que marca nuestra propia piel. De hecho, sentir ligeramente la presión de otro ser con el que queremos tener contacto emite señales a un nervio cerebral conocido como vago. Cuando este se activa las ondas cerebrales se relajan, e incluso la frecuencia cardíaca y la presión arterial disminuyen. De esa manera los vínculos que establecemos tienen implicaciones directas sobre cómo las enzimas y las hormonas transitan por nuestros cuerpos. Al mismo tiempo, el conjunto de lo que aparece ser una simple respuesta biológica influye en cómo moldeamos el entorno a partir de los movimientos de nuestros cuerpos. Diluye el entendimiento tantas veces repetido en occidente de que el individuo termina donde acaba nuestra piel y nos lleva a comprender que somos el efecto de las pulsiones afectivas que nos traspasan. 

El verbo tocar expresa la misma multi direccionalidad. Tocar proviene de la palabra en latín, tangere, que significa el acto de alcanzar algo o alguien. Pero la misma palabra se refiere a la posibilidad de ejercer una influencia sobre las cosas y sobre otros seres. Tocas a alguien y algo te toca, te afecta, deja una huella en tu ser independientemente de si tocó físicamente tu piel. Como parte de esta doble posibilidad de afectación, el español tiene una versión del latin tactus, que significa proceder con un sentido de prudencia frente a situaciones delicadas, pero que también se refiere al sentido del tacto. Durante la pandemia, cuando dejamos de poder tocar al otro se irrumpe el vaivén del tangere, nos quedamos sólo con la posibilidad de afectar nuestro entorno y a los que queremos, sin poder alcanzarlos. Nos transformamos en el humo que atraviesa el muro de adobe y une las celdas del confinamiento solitario. 

Al mismo tiempo, toda comunicación afectiva queda flotando en un sinsentido cuando el acto de cuidar se encuentra desarraigado del verbo tocar, cuando compartir la palabra con cariño carece de la posibilidad tangible de pasar los dedos por la piel de la otra persona, sentir su pelo, llevar su cabeza al doblez de tu cuello, entrelazar dedos. Aunque no soy médica y no lo podía salvar del virus que atacó sin piedad el tejido de sus pulmones, quería salir corriendo al hospital para tomar a mi tío Pepe de las manos, permitir que sintiera la sangre que corre por las venas de mis brazos, dejar que ese calor sobre su piel le diera algo de tranquilidad, algo de certeza de que no estaba solo, no lo dejaríamos solo. No encontraba otra forma de decirle lo tanto que lo queremos. Mi único recurso fue una serie de mensajes torpes y escuetos por el WhatsApp. Nuestro hijo, Camilo, que aún está aprendiendo a escribir, enviaba a su abuelo Pepe emojis de corazones y de unicornios envueltos en un arcoíris. Ya nunca lo pudimos volver a tocar, pero su partida nos tocó tanto que las lágrimas escurren por mis cachetes mientras escribo esta frase.

Tuvimos que aprender a expresar los afectos alejados del con-tacto y a comprender que actuar con tacto implica evitarlo. Sin embargo, me sentía congelada por dentro. En la pandemia, durante mucho tiempo mis sueños recurrentes han sido de abrazos. En ellos encuentro a un amigo querido en un restaurante. Me dirijo inmediatamente a su mesa para poder envolverlo en mis brazos. O estoy en un coctel al aire libre justo a la hora del crepúsculo, cuando los tonos anaranjados iluminan los rostros de amigas, a quienes abrazo con singular alegría y unas cuantas carcajadas. Después de este tipo de expresiones de descontrol espontánea siempre me siento profundamente culpable. Hasta mis sueños son invadidos por el pavor de que por una necesidad vital mía pude haber contagiado a alguien. Tal ha sido mi temor que cuando vi a mis papás por primera vez en mucho tiempo pasaron semanas sin que yo me atreviera a siquiera tocarlos, mucho menos abrazarlos. 

Después de una serie de ataques de pánico le pedí a mi vecina Marcela que me acompañara a hacer ejercicios de relajamiento. Cada una abrió la puerta de su departamento que da a dos balcones separados por un cubo interior. A través de los tres metros de aire que nos separaban, Marcela dirigió nuestros estiramientos. Yo la seguía con la disciplina que tiene cualquier persona que quiere escapar de una prisión emocional. Poco a poco sentí mi cuerpo suavizarse por dentro, entró en un deshielo pausado, soltó las cuerdas tensadas. Lloré en parte de alivio pero sobre todo porque en realidad lo que necesitaba era su abrazo. 

Durante los peores meses de confinamiento, una anciana de 96 años le pide con urgencia una cita a un terapeuta porque no sabe cómo comunicarle a sus familiares lo que para ella es indispensable. «Necesito que me vengan a visitar, los necesito tocar». Se queja de que no la entienden, ni le hacen caso. Ellos responden que no la pueden ver porque la están cuidando. Lo que no entienden, insiste ella, es que «con estos cuidados me están matando». 

* * * 


El filosofo coreano, Byung-Chul Han argumenta en su libro, La Salvación de lo bello, que el momento contemporáneo se define por una superficie lisa, sin costuras, ni rasguños. El mundo actual no es el muro de adobe rasposo que el preso argelino intentaba atravesar en la prisión desértica de la colonia francesa. Lo nuestro, argumenta Han, es un mundo sin textura, es la pantalla touchless de un Iphone que usamos para interactuar con los demás. En contraste a las cartas escritas sobre papel que tuvieron que pasar por muchas manos para llegar a su destino, desde el celular no tocamos nada que en cadena haya sido tocado por otra persona. Dejarse tocar desde lo touchless, reduce lo sorpresivo a un ¡wow! carente de profundidad. Para recalcar el punto, Han retoma a Roland Barthes cuando escribe que el tacto es el más secular de los sentidos. En contraste a la magia de la vista, el tacto es terrenal, desmitifica la existencia. El tacto es incapaz de asombrarse. Cuando leo sus palabras no puedo dejar de pensar en el deseo masculinizante que se erotiza frente a lo inaccesible, mientras que el acto de tocar lo vincula a los impulsos de poseer y de dominar. Sin duda, desde esta expresión lo terrenal pierde su esencia mística. 

La pandemia nos ha mostrado un sin número de contraejemplos. En respuesta a una petición colectiva urgente de recuperar el tacto, las enfermeras en el asilo de ancianos Viva Ben en São Paulo, Brasil, diseñaron una «cortina de abrazo», una cobertura lisa hecha de bolsas de plástico que envuelve a las personas. Fue la manera en que Rosa, una señora de 85 años, logró sentir un abrazo por primera vez en cinco meses, en este caso, de su enfermera Adriana. La foto de Mads Nissen, ganador del premio World Press foto 2021, capta el momento del encuentro. El fondo, hecho del mismo tipo de bolsa negra que se utiliza en la cortina inventada, resalta en un primer plano las expresiones de ambas. El cuerpo de Rosa se funde en el de Adriana, mientras que el gesto de la enfermera comunica un cariño explosivo. La magia del encuentro es una respuesta a los argumentos que descansan en la secularización del tacto. ¿Qué puede ser más asombroso que comprobar con un abrazo la existencia? 

El encuentro entre Rosa y Adriana insiste en que a pesar del virus, a pesar de una superficie lisa plastificada, es posible reestablecer el contacto. Al mismo tiempo resalta que aún en pandemia los cuidados no se pueden ejercer alejados del acto de tocar, ni mucho menos desvinculados de los afectos. Por eso Silvia Federici nos recordó décadas atrás de la imposibilidad de mecanizar las actividades del cuidado. El trabajador se puede liberar de la obligación laboral de ensamblar un auto en la fábrica cuando él es reemplazado por un robot, pero un robot no puede atender las necesidades de un enfermo, ni limpiarle la herida a la niña que se raspa su rodilla a la hora del recreo. Millones de niñes pasaron por lo menos un año escolar pandémico frente a la computadora, pero ninguna aplicación puede sustituir la enseñanza de una maestra o de un maestro en el aula. 

Los cuidados fueron un tema que por teléfono conversé a fondo con Vicky, una amiga que vive en las afueras del pueblo de Ocosingo en el estado de Chiapas. La busqué para saber cómo estaban viviendo en las comunidades Tseltales la pandemia. Vicky explicó que durante los tiempos de encierro, «algunas mujeres empezaron a criar pollos y así tenían huevos para repartir y nadie tenía que ir al mercado. Otras regalaban comida para la gente que lo necesitaba. Nos dedicamos a sembrar verduras en el solar de la casa. Así podíamos tener algo de alimentos, sin tener que salir a ningún lugar». Me contó que estas medidas se activaron porque fueron los mecanismos que las comunidades implementaron para protegerse de las acciones de contrainsurgencia del ejército mexicano en su guerra contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) después de 1994. En ese entonces, al igual que ahora, recordaron las abuelas que cuidarse empieza con la salud, con el intercambio recíproco de alimentos tan básicos como el huevo y la tortilla, pero también compartiendo plantas medicinales y curaciones en los baños de temazcal. Esas plantas, esos alimentos, junto con la tierra y sus nutrientes que las dan vida enlazan a las personas independientemente de si el vínculo es directo. Sostienen las conexiones más allá del tacto. 

Por mi parte le compartí que los cuidados tuvieron como nodo central nuestro pequeño territorio casero que fue tomando formas inesperadas tras el ir y venir de nuestros pies. Me di cuenta de tanto movimiento por los cambios de textura y temperaturas que sentía al pasar de la duela de la sala al frío del azulejo del baño, regresar a lo templado del piso de madera de las recámaras para después transitar a lo fresco del cuarto de lavado. Dicha circulación por el espacio reflejaba las tareas sin fin de cocinar, lavar platos, comer, lavar la ropa, tenderla, recoger los juguetes y libros esparcidos por el espacio, cocinar de nuevo, lavar trastes de nuevo, y a momentos sentarse frente a la computadora para intentar cumplir con responsabilidades profesionales. A su vez, el ir y venir en pocos metros cuadrados se extendía a redes densificadas que se interconectaban entre sí. Cruzábamos el pasillo para intercambiar con los vecinos verduras, pan, y a veces algún guiso que nos había salido particularmente bien. Caminábamos kilómetros para entregarle alimentos preparados a amigas cuyos bebés nacieron en pandemia. Se los dejábamos en la entrada de sus casas para así mantener la distancia en el gesto de cercanía. 

Los cuidados en casa integraron a las plantas y a los animales. Compramos lo menos posible en el supermercado para ir a los tianguis de agricultores que venden frutas y verduras cultivadas y cosechadas cerca de la ciudad. Luis Felipe contagió a Camilo del gran amor que le tiene a las plantas, a tal grado que hasta la fecha padre e hijo trabajan juntos en podar, trasplantar y regar todo lo verde que vive con nosotros. También le propuso a algunos amigos que Camilo fuera el niñero de sus perritos. Fue así como NdaA tnoA (1) , Nayo y Cali llegaron a quedarse en casa o a pasear con él por la glorieta. Durante días, una tortolita herida vivió entre las macetas del departamento, engordó tanto que por fin salió volando a instalarse en las ramas de una jacaranda. Hasta un gusanito que llegó a nuestra casa enterrado en la cáscara de una toronja se volvió huésped. Durante meses Camilo decía que seguía viviendo entre la basura orgánica. Lo saludaba por las mañanas y me preguntaba cuándo su amigo gusano se iba a convertir en una mariposa para poder acariciarle sus alas.  

Cuidarnos y cuidar-entre-nos emerge de los hilos que tejen lo cotidiano. Las telarañas, más que una evidencia de acumulación de polvo y de desatención del tiempo, son la vitalidad que habita nuestro entorno. Saberse parte de redes minúsculas, muchas de ellas imperceptibles, que en su conjunto balancean la vida-existencia suavemente en el aire es quizás uno de los principales aprendizajes que me ha otorgado la pandemia. Dado que no podía abrazar a los demás estuve muy consciente de todo lo que sí podía tocar, de lo que me tocaba, de todo lo que llegaba a nuestra casa después de haber pasado por una cadena de tierras, de caminos, de manos y de pies. ¿Es posible que estos gestos de tocar lo que nos cuida y cuidar tocando permiten remendar las heridas que nos ha dejado la pandemia? ¿Podrían ser una forma de acariciar y suavizar todo lo que duele?

* * * 

Lo pregunto porque la pandemia también ha tenido su lado B, todo lo que no queremos tocar y sin embargo nos toca enfrentar.

En medio de los peores momentos del encierro recordé una conversación que tuve hace mucho tiempo con un amigo después de que él navegó en un velero alrededor del mundo. Tras semanas de contemplar en un loop sin fin el mismo horizonte que fundía los tonos de azul del cielo con los del agua marina, él empezó a soñar despierto en altamar. La falta de estímulos externos hizo que sus sentidos se volcaran hacia dentro, que tocara sus paisajes interiores. Por supuesto salieron sus fantasmas y demonios. Pero se encontraba en un barco en medio del Atlántico, no había por dónde escapar, ni como salir nadando a tierra firme. Se tuvo que acostumbrar, acomodar y transitar por esas presencias. 

Algo parecido me sucedió entre las cuatro paredes de nuestro departamento. Temores hasta entonces desconocidos se colaron entre el silencio y el aislamiento social. En su momento, intuía que no había otra opción salvo transitar por la caída libre que implicaba la proliferación del virus, la multiplicación de sus afectaciones y el contagio de la incertidumbre absoluta. ¿Pero qué tocar ante el vacío? ¿Cómo dejarnos caer, tomadas de qué manos, agarradas de qué certezas? Experimenté una sensación de fragilidad que en su momento asociaba con la debilidad, con la duda, con el parálisis. El conjunto de miedos tomaron formas de apariciones que se hacían presentes en los momentos menos oportunos. Eran un estorbo que insistía en entrar por nuestra puerta, me sacaban el mal humor que se expresaba en las intolerancias y reacciones cortantes frente a las peticiones cotidianas de Camilo y Luis Felipe. Por meses fui capaz de evadirlas hasta que me enfrenté con ellas en la obra de la pintora, Magali Lara, «Toda historia de amor es una historia de fantasmas», en la Galería 526 del Seminario de Cultura Mexicana en octubre de este año. 

La obra de Magali me interpela sin que el motivo pase por la palabra, quizás se debe a la invitación que nos hace de entrar en contacto con los paisajes interiores propios, no como espacios fijos de contemplación, sino como esferas desdobladas por las alteraciones que emergen de lo efímero, de lo maleable, y poroso. En una entrevista que le hace Carlos E. Palacios admite que a una edad temprana quiso ser escritora pero, «lo que yo quería decir se llenaba de erratas como síntoma de un cuerpo que no controlaba, o no sabía qué decir. De ahí que las imágenes, o la simple visualidad de esos errores, me proporcionaran un lenguaje». Por lo mismo, admiro en sus obras la textura a partir de los intentos por encima de sus resoluciones, de lo que toma forma a pesar del propósito, de lo que emerge entre los roces que provoca la acaricia al lado de la herida, de lo que el tacto rasguña en los pétalos traslúcidos de la amapola.

Las obras en esa exposición resaltan la presencia fantasmal de todo ello que somos aunque lo hemos perdido, de todo ensayo que se imprime sobre la piel y que posibilita la metamorfosis del cuerpo. Son imágenes que ocupan el espacio sin generarle peso. A momentos flotan, respiran el vacío. Se extienden, invaden y al mismo tiempo seducen. 

En otros momentos se expresan en formas de tonalidades tenues que se aproximan entre sí, generan una ligera presión sobre los contornos de otra forma sin diluirse y sin embargo los puntos de contacto modifican el entorno en su conjunto. 

Con Magali conversamos acerca de esos fantasmas que se asoman en la maternidad, en particular los conflictos que mi generación tiene frente a la imagen aún tan potente de la mujer abnegada. Tan peleadas estamos con ella que asumimos más de lo que somos capaces de soportar – en algunos casos no solo la maternidad elegida, sino el involucramiento compulsivo en la crianza, a la par del cumplimiento de las exigencias profesionales y una vida social plena. Por lo mismo acabamos arropadas de nuevo en la fragilidad que buscábamos escapar. Cuidamos tanto que nos descuidamos y esto se agudizó durante la pandemia. En estos casos los fantasmas se asoman como la presencia sombría de las expectativas depositadas sobre nuestros cuerpos, en lo que pudimos haber sido, pero no fuimos, de lo que fuimos y ya no somos, o lo que no soltamos como aspiración de lo que aún podemos llegar a ser. Nos acompañan no sin voluntad propia. De cierta forma estamos atadas a ellos porque difícilmente sabemos vivir sin su compañía, aunque intuimos que eso nos puede llegar a espantar. Están tan presentes que no nos damos cuenta de su existencia, son imperceptibles porque ocupan nuestro espacio, son las huellas que nos siguen tocando a pesar de los intentos de marcar distancia.

Cuando un carpintero pasó por la entrada de la casa colonial en la que yo vivía en el centro de San Cristóbal, Chiapas él anunció de inmediato, «esta casa está llena de vida». Conocía las leyendas que circulan por el pueblo y por lo mismo di por hecho que se refería a espíritus perdidos y desolados. Pero su comentario no provenía de un sentido esotérico, sino, como buen carpintero, de un sentido estrictamente matérico. 

«Esta casa está hecha de adobe, es un material maravilloso porque cada ladrillo es tierra, y toda tierra contiene material orgánico. Durante mucho tiempo, incluso siglos, aunque el ladrillo se mantenga aparentemente quieto, por dentro se sigue acomodando, se sigue moviendo. Sigue viviendo. Lo mismo ocurre con la madera, se expande con las lluvias, se retrae en épocas secas. La casa tiene un movimiento interno, se sacude, se ajusta. Las casas respiran.» 

Ese día me quedé dormida imaginando mi propia respiración dentro de las inhalaciones y exhalaciones de mi hogar. Me preguntaba si al acompañarnos llegábamos en algún momento a entrar en una especie de sincronía, si llegaríamos a habitar las respiraciones del otro y cómo nos transformaría a lo largo de la noche. ¿Puede la presencia de los fantasmas ser la sombra vital que se aloja en un hogar? ¿En algún momento seré capaz de encontrar una simbiosis con los fantasmas que se asoman, se transforman y me transforman en pandemia? ¿Formarán parte del restablecimiento de los contactos perdidos? 

* * *

Los fantasmas también nos recuerdan, no solo lo que habita en los muros de una casa, sino todo lo que habita por debajo de la superficie y de todo lo que se toca sin que seamos capaces de verlo. Desde hace décadas la bióloga Suzanne Simard empezó a indagar sobre las conexiones que se gestan entre las plantas, los árboles y los hongos en el bosque. Su curiosidad surgió al notar que cuando otras especies de árboles eran talados, morían o se enfermaban las especies de árboles que permanecían, aun cuando tenían más que suficiente luz y agua para sí mismos. Descubrió que bajo la tierra se dan conexiones complejas mediante una telaraña densa tejida por medio de los hilos de los hongos que se fusionan con las raíces de los árboles y las cubren. Forman una red de micorrizas que puede llegar a ser tan extensa que conecta a casi todos los árboles en un bosque. Por medio de esta red se establece un intercambio constante, los hongos le ayudan a los árboles extraer agua, fósforo y nitrógeno, y los árboles le dan azúcares ricos en carbono que generan a través de la fotosíntesis. Los árboles más viejos y que tienen más acceso a luz pasan el carbono que producen a los árboles más jóvenes que habitan en sus sombras. Son intercambios recíprocos que no se reducen al flujo de nutrientes, sino también permiten comunicar peligros, como una plaga, mediante alarmas químicas. Por medio de estas cadenas de contactos se establece un cuidado mutuo que posibilita la vida en su conjunto y rompe con el imaginario establecido por Darwin de la competencia individual entre los árboles. 

Quizás debajo de la tierra del bosque es donde encontramos algunas claves para remedar la tela vital deshilada que, como nos sugiere Ailton Krenak desde su casa al lado del Río Doce, posibilitó la propagación del virus. Quizás los hongos y las plantas son los que nos pueden enseñar a recuperar el impulso de tocar al otro y de dejarnos tocar por el otro como única forma de supervivencia colectiva. Y nos pueden mostrar cómo restablecer el vaivén del tangere para no solo alcanzar, sino afectar todo lo que vive en nuestro entorno. Así es la mística de la simple existencia.

*Profesora investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Doctora en Antropología y Maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Stanford.

*Agradecemos a http://campoderelampagos.org/ por la reproducción de este texto, publicado originalmente en el portal el 21 de noviembre de 2021.

Cuerpos simulados con cabeza de amaranto

En una crónica llena de descripciones de olores, sabores, lugares y ambientes, el autor recrea la celebración del Día de Muertos en el municipio de Ocotepec, Morelos, donde se recordó no solo a las personas vecinas de la comunidad sino también a los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

Por Ricardo López Villa*

Ofrenda del finado Juan Rosales, apodado “el Canelas”.  Ocotepec, Morelos, 30 de octubre de 2021. Foto: Ricardo L. Villa

Al mismo tiempo en que los aromas a mole, pan de fiesta fresco, ponche cargado de guayaba y copal en el viento que corre asaltan tus sentidos, se está gestando algo grande en cuanto pones un pie debajo de la Ruta 7 que atraviesa la celebración cúspide en el Cerro de los Ocotes. A escasos dos cuartos de hora del centro y capital colonial del estado de Morelos, Cuernavaca, los habitantes de esta comunidad se preparan para la celebración del Día de Muertos.

Es de noche y el sonido de las campanadas de la Iglesia de Santa Cruz se hacen presentes con sus primos, los cohetones, entrando a destiempo, evocando la conglomeración respetuosa de los visitantes, el deleite pispireto de la pupila inocente, que se llena de vida y color al presenciar las ofrendas de los deudos, atentos e impacientes ante la llegada de sus finados, además de las multitudes que los acompañarán en esta tradición sagrada.

Senderos de flores y decoraciones colocados con dulzura y delicadeza indican el camino a los hogares donde se reúnen niñas y comadres, tías y suegras, amigos y primos, madres y hermanos y amantes no correspondidos, para festejar gozosos las vidas que los convocan a seguir luchando, seguir compartiendo, soltar lágrimas por cada recuerdo bello que en la línea insoportable del tiempo parece lejana, pero en los aconteceres del alma revive en instantes.

–Parece hace un rato lo que fue hace unos meses –dijo don Javier, el séptimo hermano de once, sobre el deceso de su hermano Juan, hace poco más de un mes, apodado desde pequeño por su padre “El canelas”, por alguna razón no tan descabellada que se guardó para él, con una sonrisa mesurada.

–Ese cabrón era muy querido, era desmadroso como el solo de joven, pero después ayudó a mucha gente del pueblo y veía a mi madre Chabela que anda por allá en aquella silla, írala –me dijo.

Su cuerpo y espíritu recordaba con sentimiento, mientras su quijada temblorosa no sabe si reír o endurecerse para dar paso al llanto de la memoria insistente de su hermano mayor mientras observo, a su lado derecho, la ofrenda que –montada al detalle– deslumbra el interior de la casa. A la salida ofrecen tamales y café sin distinción, en algunos casos pan de muerto rebanado.

Ocotepec se viste de hospitalidad, cariño y celebración.  Se escuchan a unas calles de distancia distintos grupos de música que hacen lo propio para entrar en calor en una noche que, parece, será fría. Recorro sus calles empedradas donde árboles frondosos de guayaba, vainas, nísperos, aguacates y flores como el tulipán, floripondio, el anís, buganvilla desparraman su belleza decorando algunas casas, habitadas por familias grandes e históricamente resistentes a ocupaciones de empresas depredadoras de lo local dentro del pueblo, para recibir las festividades de Día de Muertos como ha sido la costumbre, durante décadas.

Colas numerosas de visitantes entusiasmados aguardan su turno con la cera en la mano para observar, dentro de las casas, por unos quince o tal vez veinte segundos las «ofrendas nuevas» tradicionales en primerísima fila, como le llaman en Ocotepec a los altares que anuncian las muertes ocurridas en el último año. Los recintos aglutinan banquetes inmóviles en cada caso, repletos de dulce de calabaza, pozole, vainas, nísperos, pan de muerto, su jarra de pulque, cazuelas de barro escurriendo mole con bastante pollo, tamales, uvas, tlaxcales, tortitas de huevo en salsa verde, frijoles de la olla, chilacayotes, manzanas, cacahuates, alegrías, mandarinas, aguacates, chicharrón, lo dulce y lo salado se reúnen sin discreción, custodiados por la luz de las velas y ramos de flor de terciopelo con elegancia púrpura que caracteriza las ofrendas, acampando a cada centímetro desocupado del oasis gastronómico.

Ese fue el escenario que antecedía el siguiente y más relevante podio, repleto de flores de cempasúchil, cual rockstars a la mexicana, que acompañaban los cuerpos simulados de madres, hermanes o hijes finades, representados vívidamente con sus prendas, fueran blusas o chazarillas de tonos claros, faldas o mallones oscuros, pantalones vaqueros o  de vestir elegantes, chamarras favoritas o suéteres incómodos que dan sensación de quitarse la comezón, sus calzados desgastados de la horma y las suelas, amuletos personales y una amarantada o azucarada calavera por cabeza.

Ofrenda en memoria y exigencia de justicia por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Foto: Ricardo L. Villa

En la esquina de la calle Juan Aldama y Galeana, a una calle de la Parroquia El Divino Salvador, se observan tal vez treinta o cuarenta personas en un flujo constante, madres y padres que sujetan a sus hijos de la mano o los llevan en hombros, impactados al mirar la ofrenda emblemática que retrata la historia reciente del país, seguida de las preguntas de los infantes que interpelaban a toda persona que las escuchaba, llenas de humanidad sensible.

–¿De quiénes son esas fotos mamá? –preguntó una pequeña de unos cinco años.

La madre respondió: «Son estudiantes…».

–¿Qué les pasó papá? –preguntó otro pequeño de siete años aproximadamente.

–Murieron, hijo… –contestaba otro de ellos.

–¿Por qué se murieron? –preguntaban unos hermanos jalando el abrigo de sus padres.

El silencio se apoderó del espacio y varios padres observaban impotentes si sus semejantes tenían un puño de ligas atorado en la garganta al igual que ellos, metafóricamente hablando.

Como un lugar con memoria, en el Cerro de los Ocotes contemplan el lugar que ocupan aquellos que fueron arrebatados injustamente en vida por situaciones lamentables y dolorosas, tan lamentables que terminaron en la muerte atroz de 43 estudiantes normalistas por un crimen de Estado, un capítulo muy oscuro en la historia de millones que es recordado como el «caso Ayotzinapa».

El bucle de la memoria los aprisionaba por igual, en su búsqueda de recuerdos sensatos de lo ocurrido, en una búsqueda de palabras que parecía eterna en sus rostros insólitos, como recién sumergidos en una tina con hielos. Pareció no existir, esa noche, capacidad de respuesta de los adultos en aquella esquina, llena de fotografías en blanco y negro colocadas en la pared empedrada con acabado de adobe, pegadas en soporte de pellón blanco cada una, un tapete de papel crepé con una silueta de catrina color blanco que decía en la parte inferior «Vivos los 43», iluminados por la luna y por ceras prendidas iluminando la escena que, en el centro, contenía lúcidamente los números cuatro y tres pintados consecutivos con flores de cempasúchil.  Esa imagen sin respuesta fue la única explicación de lo sucedido a curiosos insaciables de respuestas lógicas a los acontecimientos plagados de todo lo inhumano, menos de claridad.

Poco a poco avanzó la noche, el frío comenzó a invitar a esas multitudes a guardar reposo unas horas. Pasada la media noche, la calma se apoderó del lugar, no hubo ningún altercado, la paz era evidente, parecía no haber más remedio que aguardar al día siguiente. La celebración a los cuerpos simulados no había terminado.

Celebración de Muertos en Ocotepec. Foto: Ricardo L. Villa

*Estudiante de la Licenciatura de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).

Caminando entre calacas

Después de un año de pandemia, el desfile de las Catrinas en la Ciudad de México fue uno de los eventos más esperando de noviembre, aunque para algunos no resultó lo que se esperaba.

Por Yaisa Simbawe Martínez Jacobo*

Foto: Aracely Martínez

Con la sensación de que la mañana ya había avanzado demasiado sin mí, miré el reloj que marcaba las 6:47 am, el sol se asomaba ya por las ventanas de la casa presionando para levantarme en domingo a las siete. -¿Quién comienza su día de descanso tan temprano?-. Toda la familia comenzó a aparecer poco a poco en el comedor, igual de desconcertados, ya que se había atrasado el reloj una hora la noche anterior, en lo que llamamos el “horario de invierno” con la finalidad de ahorrar energía. El cambio de horario nos tomó a todos por sorpresa. Sin más, las actividades habituales de un domingo comenzaron en la cocina, preparamos y servimos chilaquiles y café. Más tarde, todos nos alistamos para salir a disfrutar de la ajetreada Ciudad de México y su multitud de chilangos, extranjeros, foráneos. Acudimos al Desfile de Día de Muertos.

El desfile se realizaría en Paseo de la Reforma, catalogada como la avenida más bella de la ciudad de México. Ahí, había cientos de personas esperando ansiosas: los niños ya estaban montados en los hombros de sus padres, en bancos, en estatuas y árboles, para lograr ver a las calacas desfilando. Los reporteros corrían a ocupar un buen lugar para captar las mejores imágenes. En carritos empujados por bicicletas, ya se encontraban desde muy temprano los comerciantes; hilos de azúcar volaban entre la  muchedumbre jugando a esquivar las manos de quienes querían llevarse algo dulce a la boca. Los cráneos de barro desplegados en el piso, esperando a ser comprados, se confundían por las caras pintadas que deambulaban de un lado a otro.

Las 13:25 pm y aún no pasaba la tradicional representación de José Guadalupe Posada con sus esqueletos de mujeres elegantes y que el rebelde muralista Diego Rivera nombró Catrinas. El desfile de Día de Muertos es la bella tradición que registró James Bond en 2015 durante la grabación de la película Spectre. La misión, en ese día, fue abrirse paso entre la gente para lograr ver el desfile y no contagiarse de covid, una misión digna de un 007.

Pasadas las dos de la tarde comenzó a escucharse la música alegre proveniente de los coches alegóricos, «¡Ya vienen!», gritaban las señoras, mientras que los niños se abrían paso entre los pies de los adultos para tratar de alcanzar un puesto en primera fila. Una camioneta de MVS Noticias, con un cráneo y un penacho abrieron el desfile. Tuvimos que esperar más de 15 minutos para ver el resto, los danzantes que resisten el paso del tiempo y preservan la danza prehispánica en la Ciudad de México desfilaron ya un poco cansados, seguidos del emblemático dios azteca Quetzalcóatl. Por alguna razón, desfiló también el Ángel de la Independencia, una alegoría representada por Niké, la diosa alada de la victoria en la mitología griega y también de la Torre Latinoamericana que, cuando se inauguró en 1972, era el edificio más alto de la Ciudad de México; actualmente, se ha ganado prestigio por su innovación y resistencia ante los peores sismos.

La calaca de los tamales intentaba animar a la audiencia: «¡Viva México!», gritaba. Esqueletos de todos los oficios populares comenzaron a aparecer: panaderos, basureros, el carrito de plátanos y camotes cocidos, el barbero, que de seguro no gozaron del privilegio del homeoffice en esta pandemia. Dulcerías, restaurantes, pulquerías y otros comercios desfilaron también, quizá en honor de todos aquellos comercios que tuvieron que cerrar definitivamente. También pasaron bailando colibríes, bomberos y carros alegóricos de las marcas Nescafé, Chocolate Abuelita, Smart Fit… el capitalismo presente en todos lados, como siempre. La poca contribución de la Unión Europea al desfile decepcionó a un güerito que estaba detrás de mí: «Yo opino que mejor lo veamos en una transmisión y vayamos a comer tacos ¡ya!», dijo el mismo güero con acento probablemente alemán.

El sol era abrasador y la multitud exasperante. Una señora luchaba por cargar a su perro de raza Chihuahua y filmar el desfile al mismo tiempo, sin éxito, mientras que su pareja la regañaba por haber llevado al perro. Entre las conversaciones de las personas alrededor y los gritos -un tanto forzados- de ánimo, sin darme cuenta el desfile terminó, los camiones de la basura cerraron el recorrido y todos comenzamos a desplazarnos hacia otro lugar. Mis expectativas del desfile después del Covid-19 eran más altas en comparación con lo que presenciamos.

Los coches comenzaron a pasar, las calles se abrieron enseguida como una manera sutil de corrernos de la apreciada Reforma. Entretuve mi hambre con unos esquites, ya que todos los restaurantes y puestos de comida cercanos estaban llenos. Después de la odisea en busca de un lugar donde sentarnos a comer, por fin encontramos un puesto de tacos al pastor donde pudimos calmar el mal humor por el hambre. Mientras esperaba mi orden podía observar las oleadas de gente entrando una tras otra vez a la estación del metro y sentí una sensación extraña al ver los rostros pintados y sin cubrebocas; parecía, por un momento, que nada del año anterior había ocurrido para ellos tras meses de confinamiento por una enfermedad altamente contagiosa y mortal, mientras yo me preguntaba por cuánto tiempo más podríamos disfrutar del ajetreo citadino antes de que nos vuelvan a enjaular entre las paredes que nosotros mismos construimos, amando y odiando la convivencia diaria con las mismas personas una y otra vez, en un plano donde ya casi no se encuentra la diferencia entre los cuerpos y los muebles de la casa y donde parece que no pasa el tiempo.

El mal viaje terminó cuando mi añorado plato con tacos se posó frente a mí y bajé mi cubrebocas para comer. El sabor de la carne, con la mezcla perfecta entre condimentos, piña dulce, limón y salsa envuelto en un manto de maíz se mezcló en mi boca. Todo el malestar se borró al instante. Fue cuando me di cuenta: solo tenemos este instante.

*Estudiante de Licenciatura en Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).

Ser mujer indígena es un acto de rebeldía: Andrea Ixchíu.

En un sistema de dominación y opresión como en el que vivimos, encontrar prácticas colectivas que inviten a la reflexión de nuestro cuerpo-territorio para buscar alternativas a la crisis actual es un escenario esperanzador y a la vez un acto de amor entre mujeres, señala Andre Ixchiú, defensora de derechos humanos y comunicadora indígena de Guatemala, quien ofreció una entrevista colectiva a estudiantes de Periodismo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

Por Martha Patricia Olvera Salazar*

Foto: Tomada de Twitter @Andreakomio.

En medio de esta crisis climática cada vez más profunda, Andrea Ixchíu, mujer K’iche de Totonicapán, comunidad indígena en Guatemala, nos comparte la importancia de curar nuestros cuerpos, territorios y espíritus y crear soluciones colectivas entre mujeres, un ejercicio que ella sostiene en lo cotidiano a través de su experiencia como defensora de derechos humanos, defensora de las mujeres y del territorio y gestora cultural comunicadora comunitaria.

En entrevista colectiva para el Taller de periodismo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Andrea Ixchuí nos habló del recorrido que hizo junto con otras mujeres. Explicó que, desde niña, se acercó a la comunicación y teniendo como ejemplo a su madre y su padre decidió luchar por su territorio, su comunidad y su identidad como mujer K’iche. Dijo que nunca se ha sentido sola a pesar de que ser defensora es poner tu vida en riesgo, ya que se siente acompañada de la Madre tierra, de otras mujeres, de su familia y de sus abuelos y abuelas que, aunque ya no están en esta dimensión, la cuidan desde otros planos existenciales.

Su recorrido no ha sido fácil, cuenta Andrea, porque le ha tocado ver injusticias que queman el alma, pero junto con otras mujeres ha podido ir “creando resistencia, como actor de rebeldía y de amor”, afirma. Uno de los sucesos que la marcaron en este proceso fue que en Guatemala, como en otros países del mundo, se vive mucha violencia contra las mujeres. Al respecto, habló de una masacre ocurrida en 2018 en contra de 41 niñas en un hogar de protección estatal llamado Hogar seguro. Reconoció que fue muy duro para ella ser testigo de esos hechos, ver la crueldad con que las niñas fueron tratadas, incluyendo las denuncias de violencia sexual en un lugar donde, se supone, debían cuidarlas. Andrea fue testigo de la injusticia, la impunidad y la desesperación de las madres de esas menores, porque las autoridades no les creyeron, no reaccionaron.

«Una es porque otras son»

Las mujeres constantemente pedimos respeto en nuestros hogares, en nuestra comunidad y al Estado, y al ver tanta impunidad queda acuerparnos entre nosotras, buscar alternativas juntas, crear redes colectivas. «Una es porque otras son», afirma Andrea, y agrega que para una mujer indígena existir es un acto de rebeldía en el marco de un sistema opresor. También lo es reconocer que somos diversas, porque algo que ha intentado ese sistema, añadió, es homogeneizar a las culturas y comunidades indígenas y negar  a las mujeres que sobreviven y resisten a la violencia del sistema patriarcal contra nuestros cuerpos y nuestros territorios.

Hay que reconocer y comprender que las mujeres de cada comunidad indígena tienen su propia lucha, su propio proceso y sus propias formas de organizarse. No se trata de competir, sino de compartir y aprender unas de otras, aseguró. En este sentido, nos platicó del proyecto «Cura da Terra», que surgió de la acción de curar «por parte de nuestras hermanas indígenas del bioma cerrado y pantanal de Brasil, […] se habla de Cura da Terra porque quienes tenemos un territorio, tenemos cura porque la tierra nos cura y nos curamos con la tierra», explicó la activista.

De acuerdo con la comunicadora guatemalteca, este proyecto realizado por y para mujeres en búsqueda de un lugar seguro y colectivo, invita a las mujeres de diferentes partes del mundo a realizar ejercicios de reflexión y a que compartan cómo están buscando curar sus cuerpos, sus territorios y sus espíritus de la violencia del patriarcado, del capitalismo y el extractivismo. También invitó a preguntarnos qué nos vino a enseñar el Covid-19 en estos tiempos de pandemia.

Sobre el covid, la comunicadora agregó que «la enfermedad es una consecuencia y un síntoma de algo más, para las mujeres tiene que ver con la desconexión de la tierra y la destrucción de los ecosistemas. Estamos teniendo un crecimiento infinito de población y cada vez más nos acercamos al hábitat de ciertas especies, lo que nos hace ser más vulnerables. Esta puede ser una razón por lo cual enfermedades que solo se encontraban en determinadas especies están mudando a los seres humanos. Hay que entender que los recursos naturales son finitos y que no se pueden sostener con el nivel de vida, con los hábitos que tenemos. «Si seguimos así el problema seguirá creciendo y la vida será insostenible», advirtió.

El proyecto Cura de Terra fue la plataforma para crear documentales que se pueden observar en https://curadaterra.org/, donde se ve «cómo hay muchas mujeres haciendo cosas muy valientes y necesarias para curar nuestros cuerpos y territorios […], que son mujeres que en medio de toda esta violencia están luchando y curando, es rendir tributo a estas mujeres que han sostenido nuestra vida», afirmó Andrea

El proyecto Cura de Terra fue la plataforma para crear documentales que se pueden observar en https://curadaterra.org/, donde se ve «cómo hay muchas mujeres haciendo cosas muy valientes y necesarias para curar nuestros cuerpos y territorios […], que son mujeres que en medio de toda esta violencia están luchando y curando, es rendir tributo a estas mujeres que han sostenido nuestra vida», afirmó Andrea.

«Este espacio es una posibilidad de conectarnos entre hermanas de distintos territorios y este año se aprovechó la presencia de líderes indígenas en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático COP26», realizada en Glasgow, Escocia, en noviembre anterior, señaló Ixchiú. A la cita asistieron delegaciones oficiales de casi 200 países y las mujeres indígenas organizaron una contracumbre en la que se encontraron con mujeres que habían participado en Cura de Terra en 2020 y otras que estaban ahí, para demandar justicia climática para sus territorios.

Como observadora de la COP26, Andrea dice que se llevó una gran decepción. Ella fue, para que «no faltaran nuestras voces en este espacio donde grandes empresas y gobiernos se iban a juntar a decidir sobre nuestra vida y futuro, no puede haber nada de los pueblos sin la presencia y participación de ellos, aunque no hay comunidades indígenas que estén sentadas tomando decisiones y es triste ver cómo a los gobiernos les importa más el dinero que la vida». Agregó que la «solución» que ofrecen estas empresas y gobiernos para combatir la crisis climática es hacer mega proyectos utilizando el territorio de las comunidades indígenas y sobre todo de la biodiversidad.

Si es así, advirtió, no se ha entendido el problema y, además, no se está cuestionando el modelo de consumo insostenible que hay. Por ello, añade, es importante trabajar desde nuestras comunidades y colectivas, conectarse con muchas otras mujeres, compartir su conocimiento y tomar conciencia de que existen soluciones y alternativas a esta crisis. «Hay esperanza», dijo y concluyó: «La crisis climática no se va a resolver con una COP26».

Foto: Andrea en la COP26. Tomada de Twitter.

*Estudiante de Periodismo de Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).