Eduardo Alt y su esposa Claudia en Machu Picchu. Foto: Axel Alt
Hace 38 años vivimos en Perú, hermoso país que nos abrió sus brazos y nos acogió cálidamente permitiéndonos desarrollar nuestra vida y nuestra familia.
Hemos pasado por infinidad de experiencias, no todas gratas. Haber vivido la nefasta época del terrorismo y de la hiperinflación del primer gobierno del hoy suicidado Alan García, es, tal vez, de lo más destacable entre esas experiencias que no quisiéramos volver a vivir.
La que estamos viviendo desde el 14 de marzo, cuando se decretó el Estado de Emergencia en Perú y que se vio acrecentada desde el día 16 -a la postre, cumpleaños de Claudia, mi esposa- con el inicio de una cuarentena que, con suerte, terminará, no sin haber sido ya prorrogada, el 26 del presente mes, es un caso aparte. No puedo decir único, ya que todo el mundo está sufriendo experiencias similares.
Trabajamos en turismo, el primer y posiblemente más afectado negocio en el mundo: sin aviones, sin cruceros, sin transporte terrestre, con las fronteras del mundo cerradas… el turismo murió, al menos por ahora. Es posible que, también, sea uno de los últimos eslabones en ponerse en movimiento.
Si bien ver la usualmente caótica Lima sin tráfico es casi un milagro, así como lo es ver cómo la naturaleza está rápidamente recuperándose de tantos años de “pandemia” humana, la realidad en la que vivimos, viendo cómo muchísimas personas han quedado virtualmente sin ingresos, cómo la idiotez y la falta de conciencia social de muchos pone en peligro la vida de todos al no respetar la cuarentena y/o los mínimos requerimientos necesarios como mantener distancia social al hacer las compras… es, tal vez, una de las peores experiencias.
Volviendo al turismo, nuestra empresa se dedica tanto al turismo emisivo (“exportamos” temporalmente peruanos) como al receptivo (“importamos” temporalmente extranjeros). Hoy, ambas ramas de nuestra profesión están en crisis a nivel mundial. Tal vez una de las consecuencias más importantes de esta realidad es que el turismo es, probablemente, una de las actividades más integradoras que existan. No solo involucra a medios de transporte (aerolíneas, cruceros, trenes, buses…), agencias y operadores de turismo, hoteles y atracciones, sino que abarca también a restaurantes, guías, artesanos, productores de alimentos… un sinfín de actividades conexas que involucran a millones de personas en Perú y en el mundo.
Perú es, probablemente y según informes de diversos medios internacionales, el país sudamericano que mejor está manejando el apoyo económico a la población, buscando minimizar, en lo posible, el impacto negativo que una cuarentena como la que vivimos, sin prácticamente ninguna actividad económica, significa para la mayoría de la población. No hay que olvidar que la informalidad laboral es, hoy, uno de los motores de la economía peruana (o lo era).
No sabemos (nadie lo sabe) cómo ni cuándo terminará esta suerte de “película de ciencia ficción” en la que todos estamos sumergidos. De lo que sí estamos seguros es ya nunca la normalidad volverá a ser lo que fue. Deberemos reaprender a vivir.
*Lima, Perú. Agencia de viajes Inbound Peru, Marketing & Sales Director, www.inboundperu.com
Poco a poco la ciudad va apagando sus ruidos el bullicio quedan solo ambulancias sirenas de canto lúgubre cuando apenas ayer la vida estaba ahí hijas padres amores almuerzo con abuelos en domingo. Y de pronto este encierro ahogo tras la máscara imposible el espanto como si recién hoy supiéramos del miedo.
Afuera sencillos ataúdes se apilan en columnas de tres madera blanca húmeda hasta un cartón puede servir para albergar el alma sin tiempo ya para las despedidas.
Pero nada de esto es nuevo para el zorro el murciélago o el dulce pangolín el osezno cautivo que gime por su madre perros y gatos enjaulados en los mercados chinos. Miradas vidriosas de terror los ojos anhelantes olvidados de dios como los viejos entre batas blancas. La punción de la daga en el pescuezo vísceras ahogadas en sangre el fin de una existencia en manos inhumanas.
*Irene Selser es periodista argentina mexicana, poeta y miembro de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli). Es editora de Diarios de COVID-19. e-Mail: iselser@yahoo.com, Facebook: Irene Selser
Ya alcanzamos el mar, cariño Las luces en la orilla se extinguen Los hipocampos soplan sus flautas las melodías ondean en el aire Ya llegamos a la orilla Abro tu caja para esparcirte y tú, desmenuzado tan lento, más lento aún que el polvo rocías la superficie de soslayo Acabo de esparcirte por completo Haces que el agua se ruborice Haces que se calme la marea A medianoche, la nieve cae sobre mi mano abierta igual que cuando aún vivías Te di el firmamento Te di también el piélago Ya te di todo todo te lo di Guardo la caja en que moraste entre mi ropa, cerca del pecho Me guardo dentro de tu caja Ya estoy en tu sueño
*Poeta, escritor, periodista y fotógrafo. Nació en 1962 en Shanghái donde radica. Entre sus obras traducidas a múltiples idiomas se destacan las laureadas Diario de fotógrafo (2012 según Sina Book) y la antología Limelight (2015). Página del poeta: http://www.wangyinstudio.com/enabout.aspx
**Sinóloga y experta en literatura china clásica, labora en México como traductora, intérprete y docente en la ENALLT (UNAM), Anáhuac-Norte. Sus traducciones se han publicado en China, América Latina y Europa. e-Mail: radina.dimitrova@gmail.com
Pintor: Luis Jiménez Aranda, 1845-1928. Escuela española. Título: “La visita al hospital ”. 1889. Museo del Prado, Madrid
¿Qué? ¿No entendió? El niño se lo acaba de decir bien clarito, con todas sus letras. No queremos tortiabonos ni otra tarjeta de la leche”. “¡Pero doña Benita! No sea así. No ve que si no les llevamos estas firmas, esos cabrones del gobierno otra vez van a dejar a nuestra sección sin nada”. “¡Pura chingada galleta de animalitos y la mierda esa del chavo del ocho!” “Los del partido van a hacer un fiestón loco acá en el municipio, por lo de su fundación o no sé qué. El cuatro del próximo mes. ¡Hay que aprovechar! ¿Quién cree que paga la educación y los almuerzos de sus chamacos en la escuela? ¿Por quién cree que tenemos seguro?.. ¡A ver!”… “Hey, tú, ¡súbete a tu cuarto!” “¡Pero, mamááá!” “Súbete y enciérrate a estudiar eso de los artistas y lo la bandera que me dijiste. Te lo dejaron de tarea, ¿no? Pos, ¡ándale! ¡Quítate ya esas plumas del cuello y enciérrate en tu cuarto!”
Como siempre ante esa orden, me subí y me encerré en mi cuarto, en mi eterna celda. Pero antes de ponerme a estudiar, junté una pila de periódicos, me asomé por la ventana. Lo último que recuerdo de esa discusión era aquella señora diciendo que no estaba bien que nos pusiéramos en contra del partido, que pensáramos en el futuro, y a mi madre vociferando algo sobre que aquello no era ninguna dádiva, que todas esas migajas, todo ese dinero era de los mismos trabajadores, del pueblo, pues, que no le quisiera ver la cara… o algo así.
¡Qué vista tan linda! Mejor lugar no me pudo haber tocado. ¡Qué hermosa bandera tricolor! Todos los días la veo desde esta cerrada ventana en medio de esos maravillosos y excelsos edificios. Y todos los días siento cómo se hincha mi pecho de orgullo. La verdad, no sé por qué últimamente me pongo a pensar así, en un sinfín de cosas, tan largo y tendido, por qué me sucede así, últimamente tan seguido. Verde, blanco y rojo. Con esas arrugas bailando eternamente al son de un curioso viento, poderoso e imparable, soplo y aliento. ¡Qué hermosa es! ¡De verdad!
Recuerdo que aquella tarde, una vez que la señora de las firmas se fue con su enorme cara de enojo, y luego de haber estudiado, me puse a ver y a leer unas monografías. Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Caravaggio, Modigliani, Puccini, Tintoretto, Dante Alighieri. ¡Qué gran privilegio siendo pequeño haber entrado en contacto con esos gigantes, con esos artistas! Quizás por eso, desde entonces, siempre quise conocer el mundo y su belleza, estar fuera, largarme de casa, desprenderme cual hoja de esta rama, de este árbol… siempre quise viajar.
Pero… ¿por qué me estoy acordando yo de todas estas cosas? ¿Y a qué vendrá eso de estar soñado días enteros con pestes, plagas… con pandemias? ¡Qué sé yo! Será por los impresionantes cuadros que vi el otro día en el museo. Esa gente siempre fue, siempre ha sido, una adelantada a su época, a su tiempo. Artistas. ¡Esos visionarios!
¡Ah, pues, mira! Creo que ya sé porque estoy una y otra vez dándole todo el tiempo con lo mismo, desde que amanece hasta que anochece, como perro persiguiéndose la cola. Varios artistas e intelectuales, mucho antes de que el gobierno pudiera reaccionar a tiempo siquiera ante lo que ya se veía venir, la propagación de la pandemia por el virus Covid-19 en nuestro país, comenzamos a convocar desde las redes al confinamiento social, eso lo recuerdo perfectamente, eso sí pasó, es un hecho, eso sí lo puedo asegurar.
Me pongo, pues, a pensar en el confinamiento y sus serios retos, la repetición de ideas, la obsesión con cosas y con temas, las imágenes y las frases que vuelven una y otra vez mientras uno va de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, del círculo perverso a otros círculos que, ahora más que nunca, nos obligan a estar con uno mismo y a reflexionar, encerrados en estas cuatro paredes, tanto en lo simple como en lo complejo, lo extraordinario, lo sorprendente, aquello que damos todo el tiempo por seguro y que se nos puede ir así, sin más, si acaso eso es posible.
Hablando de cosas no extraordinarias pero tampoco simples, hace muchos años viví en la pobreza. No en la pobreza extrema, pero sí en la pobreza a secas, cosa no menos brutal. Mis padres, padres de siete hijos, yo el último, eran migrantes muy pobres que llegaron a la capital del país en los años 50’ del siglo pasado desde el estado de Zacatecas, desde Sombrerete, para mayores señas. Ya en el entonces Distrito Federal, siempre tuvieron que vivir rentando en cuartos, con otros familiares o en vecindades. No obstante, mi padre, ya obrero de la industria papelera en los 70’, al que le gustaba especializarse y obtener oportunidades dentro de su empresa de origen extranjero, finalmente vio un poco de luz allograr ascensos y mejoría en su salario. Manantial de agua fresca.
Fue así que dejamos de rentar en cuartos para irnos a vivir a una casa mucho más grande y, cosa genial, propia, en un fraccionamiento progre en el estado de México que prometía catapultarnos a la clase media educada. La casa era de dos pisos y tenía ambientes espaciosos para cada función, tres recámaras grandes, con baño compartido, en el segundo piso, y otros cuatro en el primero, en donde se ubicaban perfectamente la cocina, el comedor, la sala y otro baño. Todo, incluyendo, además, dos patios, uno pequeño en la parte trasera y otro grande en la delantera, conectados por un pasillo lateral. Es en esa casa en donde yo recuerdo las primeras etapas de mi vida, hace siglos, claro está.
Obviaré el contexto de enorme violencia familiar en esos, los años de progreso económico familiar, para concentrarme en un hecho parteaguas, la muerte del padre, en 1981, luego de un infarto en el baño de abajo, sudando copiosamente frío. Fue a partir de esa muerte que se desataron una serie de acontecimientos irreversibles, incluyendo la perra crisis que sufriría el país luego del declive mundial de los precios del petróleo. Nos quedaríamos sin abundancia. El país y nosotros… pero mucho más nosotros.
Sin yo saberlo aún, fue a partir de ese instante que el progreso y ascenso social hasta entonces logrados por mi padre, para su familia, mismos que sólo pudo ver, gozar o experimentar unos cinco… seis años, si acaso, comenzaron a ver sus primeras grietas de posterior deterioro total, de catastrófico desplome absoluto.
Mi familia, pues, fue una de las típicas familias en épocas del PRI-gobierno, del Partido de Estado, en donde lo que hacía y decía el padre en casa era la ley, la ley suprema, la familia promedio y jodida con problemas de alcoholismo, drogadicción, violencia intrafamiliar, pandillerismo, atraso y todas las características horrendas que siempre aparecen en las estadísticas de “los especialistas” sobre los horrendos problemas nacionales ligados a lo más horrendo de la sociedad, sobre todo en aquellas épocas, los barrios bravos de las periferias.
Contrario al resto de las otras familias del fraccionamiento, de la ya colonia clasemediera, la mía fue a menos, siempre a menos. Supongo que la impresión que dábamos, como familia, era justamente eso que no se tenía que ser ni hacer. Un desagradable y feo bicho al que el sistema tenía que expulsar para seguir funcionando. Fue triste, pues, como niño, ver cómo el bienestar y la estabilidad se escapaban, finado el alcohólico padre, como puño de arena sobre una palma abriéndose lento. Nuevamente, de las violencias, tanto de casa como fuera de ella, mejor ni hablemos.
Conclusión, era un niño pobre, jodido. Y uno que, encima, muy metido en su propio e imaginario mundo, muy en su castillo, su cuarto compartido, su propia casa, aún desconocía todo lo que eso le acarrearía.
Y, no obstante, fue en medio de aquella dura realidad, ahora de adulto lo veo con mayor claridad, que mi madre, con toda su zacatecana frialdad, se convirtió, con algunas frases brutales y algunos hechos aleccionadores, en mi Margaret Thatcher personal, poco antes de que llegara para quedarse el británico liberalismo económico de perros. Es decir, mi madre se convirtió, a su manera, en un personaje de hierro, en su momento, al que me aferré con todas mis fuerzas para sobrevivir, esa es la verdad. Ese sería mi único y “amoroso” legado, el abrazo cual regalo de mi madre para mí, ese que no recibió nadie más.
Aquellas frases y aquellas palabras aún me siguen abriendo los ojos. Soy un privilegiado al haber tenido largas y largas charlas con ella, al haber descubierto y exprimido (ya libre del peso del esposo opresor) a la Máquina Maquiavelo que mi madre llevaba dentro, esa que no conoció ninguno de mis hermanos.
Para acabar pronto, fue de boca de mi madre la primera vez que escuché lo difícil, terrible y pesado que yacía implícito en la bonita y esperanzadora palabra llamada “libertad”. Fue de mi madre de quien recibí, por primera vez en la vida, una mirada gélida, fulminante, de esas que lo pulverizan a uno, luego de una frase, luego de un “¿me entendiste?”
Me explico.
Gran parte de mi infancia me la pasé sin ver televisión. Desde la escuela pública, los pequeños clubs de fomento a la lectura eran un hecho. Pero, en ocasiones, íbamos a la casa de unos tíos que vivían relativamente cerca, una vez a la semana (la restricción provenía de mi padre), a mirar por un par de horas la famosa caja idiota. La dictadura perfecta. Un horror.
En una de esas ocasiones, no recuerdo qué programa estábamos viendo, pero, una vez que se acabó, mi madre le preguntó algo a un par de hermanos que, para entonces, ya iban a la secundaria. Ella tenía una duda. Los hermanos contestaron algo, supongo que cualquier cosa. De pronto, mi madre se incorporó y dijo alzando la voz más de lo acostumbrado, indignada, algo más o menos así “soy una mujer que trabajó toda su vida, hice de todo, vendí tunas, nopales, fui ama de llaves, barrí, limpié, apenas si terminé la primaria, aunque siempre tuve el sueño de ser doctora, su padre me tranqueó, bien tranqueada, me dio una vida de perros, he pasado de todo, pues. ¡Me chingué bien chingada! Se supone que esa chinga de la vida, toda esa chinga ha sido para que ustedes, cabrones, vayan a la escuela, para que ustedes aprovechen todo lo que una no pudo, no tuvo. ¿Se dan cuenta de la grandísima pendejada que me acaban de contestar? Si van a abrir el hocico sólo para decir mierda y media, ¡mejor no digan nada y quédense callados! ¡Eso hasta yo lo contesto! ¡Eso cualquier móndrigo teporocho lo dice! Se supone que ustedes nos tienen que sacar a nosotros de la pinche ignorancia. Los hijos tienen que ser mejores que los padres, nunca al revés. ¡No me vuelvan a tratar como si yo fuera una reverenda pendeja!”
Yo estaba en la orilla del cuarto aquel. Fue cuando mi madre volteó enfurecida a verme, como intuyendo mis desorbitados ojos, sin que yo supiera por qué, echándome aquella mirada y diciéndome “Es por demás. Estos están más pendejos y burros que yo”. Vino hacia mí. Recuerdo que me tomó con ambas manos de los hombros, sacudiéndome para mi ya evidente sorpresa con vehemente fuerza. “Tú nunca permitas, ¿me oyes?, nunca permitas que por ser jodido, por ser lo que eres, la gente te haga mierda, te maneje a su antojo, te trate como ignorante, te diga que nunca vas a poder, que nunca vas a viajar, que no podrás ser alguien en esta maldita vida; tú vas a hacer de tu vida lo que únicamente tú quieras hacer de tu vida, tú y nadie más que tú vas a ser lo que tú quieras ser, ¿me entendiste?”
Aquella escena me marcó, así de sencillo. A su manera, con su peculiar gramática, mi madre me transmitía en su lengua su crucial mensaje. Sin saberlo, a través de su laissez-faire, mi madre provocaría los primeros pasos de mi savoir-faire.
Sin saberlo, se esforzó en volverme un niño intuitivo, me permitió ser curioso, propició (con su eterno “súbete a tu cuarto y enciérrate a estudiar”) mi entrada a universos antes impensables, se aseguró de que nadie coartara mi sensibilidad, vigiló que no repitiera lo mismo que mis hermanos o los demás, me dejó a su lado bailar, música escuchar, reírme de la nada, caracterizarme de algún personaje, hacer ejercicio a su lado casi desnudo, abrir libros, periódicos, viejas revistas y leerle, pintarme la cara, compartirle lo que ya escribía, dejó que la alimentara, me abofeteó y me pegó ahí en donde quise verle la cara o saltarme su autoridad.
De cómo la manipularon el resto de mis hermanos, de cómo hicieron de todo para al respeto faltarle y nunca ayudarla, de cómo usaron dinero de la pensión del padre (que era para todos) o de cómo la decepcionaron en vida algunos (sus hijos del alma), de eso no voy a hablar. Supongo, acaso, que al ser yo un hijo en aquel entonces tímido, obediente y “estudioso”, mi madre pudo ser conmigo, a su vez, una mujer dura y fría en general, pero madre de esa forma al fin y al cabo, aunque a mí no me amara con el amor que sí les brindó a los demás, una guía a la que siempre, así me lo impuse, yo tenía y tuve que respetar. La señora autoridad. Eso le complació mucho al final, así no haya sido yo, pues, nunca, obvio, su hijo preferido. En esto de familias de origen miserable pero, eso sí, en algún punto “europeo”, dispersas y frías, la vida es así, cada quien sabe a la perfección, por más que se engañe, las deudas que cargará hasta el final de sus días. Siendo el más chico, me convertí, pues, en el niño siempre bueno, aunque invisible, de aquella familia.
Murió el alcohólico padre, les decía, y mientras mi familia se daba a conocer por sus miembros sin rumbo y su nueva guía irresponsable, con los años, varios vecinos de la colonia aquella se me fueron acercando, cosa rara.
Tendría ya unos trece, catorce años. Fue increíble descubrir la cantidad de personas que quisieron “rescatarme” de mi propia familia, de mi jodida familia. Hubo de todo. Apareció el señor riquillo del barrio, el líder de los scouts, jóvenes del pentatlón, un influyente elder mormón, acomedidas señoras, un par de sacerdotes católicos, tres pastores cristianos, iluminados y mafiosos pandilleros, vecinos líderes del PRI, maestros normalistas, varios testigos de Jehová, el dueño de un anexo para alcohólicos y drogadictos, catequistas jovencillos y señores con negocios (hoy les dirían “emprendedores”).
Así, lo que en un principio fue curioso y hasta, por momentos, chusco o atractivo, luego de cierto tiempo se tornó pesado, triste, desolador y hasta un tanto peligroso. Palabras más, palabras menos, ¡todos eran expertos en pobreza! Todos tenían clara una visión, una misión y un discurso ligados a los pobres y a los jodidos. Los pobres por aquí, los pobres por allá, los jodidos, los pobres. Los pobres, los jodidos. Y es que, ante tanta violencia, ante tanta muerte, tantos secuestros y tantos asesinatos en la calle de aquellos años, algo se tenía que hacer con ellos, con los jodidos, algo se tenía que hacer con el desvalido, con el desgraciado, con el desafortunado… conmigo.
Se me pone la piel de gallina. Fue increíble y atemorizante, ¡ellos lo sabían todo! Era evidente que por mi madre y por mis hermanos ya nada se podía hacer. El sistema, el diablo, el demonio, belcebú, el maligno y demás fauna ya había hecho lo suyo con ellos. Ahora de lo que se trataba era de rescatarme a mí. Yo era un ignorante e inocente que, por lo demás, había dado muestras de ser un buen y comprometido ser humano, así que el socialismo, Marx, dios, diosito, el grandísimo, el todopoderoso, el altísimo, cristo resucitado, el pueblo organizado y demás fauna tenía algo muy especial para mí y sólo ellos, cada uno desde su influencia y posibilidades, me ofrecían el camino, eso sí, hacia la verdad, hacia el paraíso, hacia la genuina igualdad, hacia la luz, hacia el cielo. La mismísima escalera de Led Zeppelin.
Aquello, claro, terminó por espantarme en serio. Sentía que, en algún punto, y sin cansarse nunca, me colocaban en un predicamento que, sencillamente, yo no contemplaba. En lo que a mí se refería, yo no quería que ellos ni nadie me rescataran de nada. En todas las ocasiones que me ofrecían su totalitario “paraíso” yo siempre respondí, muy amable, pero seco, que no, que muchas gracias, que yo no era creyente, de nada, que ya sabía qué quería hacer de mi vida y que, deseaba, algún día, dibujar, pintar, moldear, pensar mucho más y escribir. “¡¿Pero cómo que pensar mucho más… cómo que no crees en dios?! ¿Cómo un muchachito como tú puede decir semejante barbaridad? ¡No sabes lo que dices! Es tu familia. Esos hermanos y esa madre que tienes… ¡es que en serio! ¡Ya te están echando también a perder a ti! Si no tienes cuidado, vas a caer en la perdición. ¡Tu destino será oscuro! ¡Tu alma se hará negra! ¡Vas a ser como todos ellos… igual de peste!” Sí, también recuerdo eso, fue la primera vez que escuché esa palabra, “peste”.
No tardaron mucho en aparecer. Triste y desconcertado, experimenté mis primeros aislamientos sociales, esos confinamientos brutales, aquellos terribles señalamientos. Se acabaron las invitaciones a comer, vinieron las prohibiciones de acercarme a amigos, se terminaron de golpe las clases de regularización para otros niños, niñas y jóvenes del barrio, haciendo crecer mi pobreza, se esparció el silencio, se fue endureciendo el hielo, vinieron los comentarios, rumores que nunca antes había escuchado en mi vida, la construcción de variados personajes. “Va a terminar como su madre”, “te estoy ofreciendo la salvación y tú prefieres seguir en el pecado, en el fango, al lado de esos drogadictos buenos para nada que tienes por hermanos”, “es un matadito presumido”, “nomás estás perdiendo el tiempo con tus cuadernos y tus libros, tus pinches mamaditas esas, mejor ponte a trabajar”, “eres Rueda, ¿verdad?, cuídate, ¡ya ves cómo amanece tanto descuartizado por ái!”, “se la pasa con pura niña, inventando juegos e historias”, “dibuja un chingo de globos en sus cuadernos esos… yo creo que es un pinche jotito”, “es una vil niña, un putito maricón sidoso, ja ja ja. Sí, sidoso”.
Cuando no tienes nada o muy poco, demasiado poco, es así como la casa, la gente, la colonia, el barrio, la sociedad, el pueblo, te transforma (o te quiere transformar o se arroga el derecho a transformarte) y, una vez cristalizado, no hay forma de que uno deje de ser, a partir de ese forzado travestismo, el personaje que han construido para ti, ese que tu circulo inmediato te ha asignado ya, a pesar de ti mismo. Letra escarlata. Apestado agote. Gigante fogata. Edad Media. Épocas crueles.
La desesperación y el temor ante la ignominia es tanta que a veces acaricia la locura. Cosa que nunca antes había experimentado. La sensación de que estás en una habitación perfectamente redonda, en una burbuja, caminando, a su vez, en círculos, postrado, en una especie de corral o cárcel sin estarlo, es demoledora, te quiebra, hace que todo el tiempo dudes de la realidad, que vayas pero que vuelvas a regresar, te hace explotar.
En algún confinado espacio de esa peculiar y oscura prisión, apenas si logro a veces, en medio de pesadillas, distinguir el rostro de muchachos que, una vez más, me corretean por calles y pasillos, me dan alcance, me tumban al piso, me patean, me escupen, me agreden y me rompen los pantalones a tijeretazos para dejarme, según esto, en faldas. Años de secundaria. “Diles a tus carnales que se cuiden, que se cuiden, los hijos de su pinche madre, ¡pinche putito maricón sidoso!”
“Pinche putito maricón sidoso”… en aquel mi mundo, mi casa, mi cuarto, mi encierro, del sida ni yo ni nadie sabe nada, pero tiempo después hasta por el radio anuncian que lo provoca un nuevo, extraño y letal virus. Meses después, se escucha por todos lados que no hay nada de qué preocuparse, que han descubierto que es un bicho sólo de maricones. Así que, aquí en el barrio que nadie se espante, todos a seguir cogiendo como siempre, como dios manda, ese bicho no es para nosotros, todo bien, nosotros somos fuertes, tenemos valores y siempre estaremos bien. Unos científicos hasta lo denominan “la peste rosa”. Es obvio que este nuevo castigo es sólo para los desviados. Así que, todo amanerado, niño o jovencito sensible, poco afecto al futbol, que le gusten los escritores o los poetas, los pintores o la gente de teatro, que ande más con niñas que con niños, jóvenes pulcros y con ademanes “delicaditos”, en fin, hombres que se depilen las cejas y que usen arete “finito” en alguna de las orejas, sobre todo si es la izquierda, serán de ahí en adelante “los sidosos”, esos seres aberrantes y anormales que merecen morir ardiendo en leña verde, literalmente.
No es que yo lo quiera, pero se los juro, no sé por qué últimamente me pongo a pensar en todas estas horrendas cosas que creí haber olvidado, haber enterrado ya hace muchos años, muchísimos años, de hecho. Me está pasando de manera recurrente estas últimas semanas, casi siempre a la misma hora, una cercana a las 7 de la noche, haciendo yoga, intentando controlar en medio de mi confinamiento el estrés lo mejor que puedo, luego de haber tenido mis largas horas de trabajo sentado frente a la Mac.
En medio de esta forzada rutina, lo único bueno es que uno ya sabe que, luego de estas intensas evocaciones y de la pesada angustia, viene el baño y después la preparación de la cena. Supongo entonces que, luego de muchas semanas con lo mismo, emergencia sanitaria en pleno, esto es normal. Lo han dicho no pocos psicoterapeutas, psiquiatras y psicólogos de prestigio en el radio y por internet. Así que, sí, esto tiene que ser normal, supongo. Todo normal, pues.
En los días siguientes, desde las noticias nos repiten, una vez más, que la clave contra el Covid-19 está en la higiene, que hay que lavarnos las manos minuciosa y repetidamente, y de manera prolongada. Que hay que echar mano en todo momento del gel antibacterial, que no hay que saludar (ni de mano ni de beso), ni abrazar a nadie, que hay que salir lo menos posible de casa y que si uno sale, al volver hay que dejar la muda de ropa cerca de la puerta e ir a desinfectarse por completo, sin tocar nada. En fin, que hay que aislarnos lo más que podamos porque ya hay muchos muertos en el mundo, incluyendo México, aunque sigamos teniendo muchas dudas sobre las cifras. Y es que nuestro territorio, hasta en ese sentido, sigue siendo un mundo raro. Que el nuevo virus mata a personas vulnerables, a saber, niños, ancianos y personas con enfermedades crónicas. Que si llega a los pulmones, puede causar extrañas sensaciones, tos seca, dificultades para respirar, astillas encajándose, cosas horrendas, muy dolorosas y graves, la muerte incluida. ¿Cuántas llevamos de verdad?
Le digo al dispositivo Alexa (al paso que vamos, pronto estos aparatos serán nuestra única familia impuesta) que se calle, que guarde silencio. Es la enésima vez que escucho la misma información en voz de algún especialista (¿de verdad será especialista?), al lavar los trastes, luego de haber hecho lo propio con la cena. El circulo obedece. Le ordeno que me ponga Spotify.
Más tarde, después de haber vuelto a escribir, a traducir, a leer y a investigar, y de ver capítulos de alguna serie en la Tablet, me preparo para ir a la cama. Otra vez, un tanto atemorizado, me quedo pensando por largo rato (viendo el celular a irregulares intervalos) antes de dormir.
Caigo en cuenta de que hasta ahora, luego de algunos reportajes en la RAI, que yo recuerde, nadie ha hecho ninguna reflexión de esta nueva pandemia desde una perspectiva global (desde hace algunas décadas, somos una aldea global, ¿o no?). Nos informan de muertos, de cantidad de muertos, de porcentajes, de curvas, de picos, de posturas y acciones de diversos países ante la proliferación mortal del virus y, sobre todo, de los efectos devastadores sobre la economía de dichos países. Al final, típicas y clásicas montañas rusas. ¿Lección final? El mareo. La confusión.
¿Por qué abordar un reto de salud global sólo desde las mismas parcelas llamadas “naciones”? ¿No tendría que estar preocupada Alemania por lo terrible y criminal que está sucediendo en Nicaragua? ¿No tendría derecho Marruecos o Guatemala a llamarle la atención a Francia por su criminal tardanza en relación con la pandemia? ¿Este sistema-mundo capitalista no tendría que estar reflexionando sobre sus enormes y cíclicas fallas y comenzar a plantearse seriamente penalizar, así, dicho con todas sus letras, a todo aquel país que intente siquiera volver a privatizar su sistema de salud (cerebro y corazón de todo)? ¿Comenzar a replantear el tortuoso asunto de que, ahora más que nunca, estamos metidos hasta las manitas en una época en la que todo es negocio, que todo es dinero, que todos estamos a la compra y a la venta, en un mundo que ha perdido la brújula ante la conciencia de lo que es la ética en el ámbito público, la conciencia ante lo comunal, ante el otro, ante lo humano, cualquier cosa que eso signifique en estos días y estas noches de interminable bochorno?
Es de madrugada, me levanto al baño. La cama es una sopa. El calor a veces se pone sencillamente insoportable (¿Por qué demonios no hay ventiladores?). Y me vuelve a pasar. Otra vez, casi me pierdo, pero logro regresar a la cama. En el camino me doy cuenta de que ya casi no hay papel ni gel.
Mi mente me atormenta.
Vuelvo a sentir molestia al recordar cómo este sistema-mundo capitalista es el mismo que, ni tardo ni perezoso, no ha dudado nunca en señalar a África y a América Latina cuando dichas regiones sufren todo tipo de males, ya sean sanitarios o económicos o de lo que sea. Al Tercer Mundo, es normal, sí que le puede pasar todo tipo de cosas, a esos países-peste, por corruptos, por atrasados, por insalubres, por ser democráticamente endebles, en fin, por desviados, por estar alejados de la luz, eso sí es normal, supongo. ¿Y las reflexiones, con esa misma rigurosidad y lupa, ahora que los estragos del Covid-19 se han dejado sentir particularmente en las potencias contemporáneas, dónde están? ¿Hasta dónde llega la insensibilidad y la miopía de sistema-mundo capitalista que sigue sin arrojarnos ningún análisis, ninguna seria reflexión, hasta el momento, sobre el tercermundismo real de varias potencias, como Estados Unidos, por dar un ejemplar ejemplo, ante esta pandemia? ¿Cuándo sabremos qué pasó exactamente en China? ¿Nunca más, en algún punto de la historia, volveremos a hablar en esencia de naciones soberanas sino sólo de esas nebulosas, amorfas y descaradas nubes sin nombre llamadas tajantemente mercados?
Y una vez más, como en tantas otras epidemias, pandemias y pestes a lo largo de su triste y fugaz historia, la humanidad sigue aquí, adelantada y atrasada al mismo tiempo. Miope. Una humanidad, un mundo en donde, a veces, pareciera que hay más expertos en salvar a los pobres que pobres en sí. Una en donde los mismos paradigmas van y regresan, pero la hambrienta, perenne y eterna búsqueda de una sola y única fuerza imbatible, esa, permanece. Ante tanta caótica democracia, seguimos anhelando, pues, la mano guía, gigante, aplacadora y firme. Una que grite “en esta casa, en este mundo, se hace lo que yo digo y sanseacabó. ¡A joderse todos!”.
Somos un pueblo festivo, dicen. Nos gusta la fiesta y la máscara. Quizás por eso, seguimos viviendo en un mundo en donde formas conocidas de gobierno vuelven, una y otra vez, como si nada, regresan. Uno en donde, al final, los mismos personajes, transformados, siempre se quedan. Uno en donde persisten añejos valores que se extrañan, quizás porque se enseñan a golpe de cachetadas y sacudidas. Y eso siempre se agradece. Autoritarismo otoñal. Un mundo en donde peste y virus siempre ha habido. Cosas de lo humano y lo viral.
Estamos en un nuevo planeta, en el mejor planeta posible en siglos, se supone y, no obstante, sigue siendo uno en donde los jodidos proliferan, siguen proliferando, sin voz o casi. Un mundo que, eso sí, por ende, tampoco deja de producir los mismos y peculiares travestidos de toda la vida, unos especialistas que hablan por ellos. Uno en donde la vida de los desconocidos, inventada o no, siempre será mucho más interesante que la propia. Y yo me pregunto, ¿qué hemos hecho para, generación tras generación, ser mejores? ¿Somos mejores que nuestros abuelos? ¿Nuestro chip es mucho más moderno que el de nuestros padres? ¿Qué ha cambiado verdaderamente?
“¡Alexa… Spotify!”
Seguimos oliendo a atraso. Da coraje, la verdad. Ahora que lo pienso, por ejemplo, México pudo haber aportado mucho al mundo en esta emergencia sanitaria con una experiencia no tan lejana en términos virales. El H1N1 (y sí, aunque el Covid-19, ahora lo sabemos, sea ocho veces más letal y por su grasa pesado) hizo reaccionar a una gran parte de la población (desconocíamos todo del virus en ese entonces), sin caer en el pánico y utilizando en todo momento lo necesario para protegerse. El responsable mexicano que encabezó la estrategia de lucha contra el H1N1, por cierto, declaró a la londinense BBC que utilizar el método centinela sirve para todo, menos para situaciones sanitarias límite como una pandemia viral. La población cooperó y se comportó a la altura. ¿Qué? ¿No pudimos elaborar ni un protocolo sanitario a raíz de aquella fuerte experiencia? ¿Acaso se nos olvidó esa experiencia? ¿A los mexicanos no nos sirven, entonces, por ser un mundo raro, ni las catastróficas ni las pandémicas experiencias? ¿Para jalar parejo como nación siempre necesitaremos por los siglos de los siglos de un arrasador sismo?
Últimamente nos estamos olvidando de todo, nada es importante, dejamos ir todo, todo se nos escapa, se nos va. ¿Ya no soñamos con niños calcinados? ¿Alguien se acuerda de los damnificados? Seguiremos amando, pues, Nosotros los pobres por encima de Los olvidados. Los especialistas de estas cosas, los contemporáneos gurús de hoy, nos dicen que lo importante es el aquí y el ahora. Somos y tenemos que ser ahistóricos. Luego entonces, nada de lo que sucede a nuestro alrededor, importa en realidad.
La burbuja es lo que importa. La nuestra. Aléjate de la gente tóxica. No pierdas la esperanza. No dejes de mirar tu celular. Convive con tus amiguitos. Bájate la aplicación y vuélvete el chistoso influencer del momento.
Porque ahora todo tiene que ser reducido, chistoso, infantil, cortito, juvenil, adolescente, chistoso, concreto, gracioso, relajado, divertido, rápido, chistoso. La vida que deseas, pues, está justo ahí, al alcance de un click. Los sueños de nuestra vida ahora son parte del ocio. El sueño de la gente ya es así, vertiginoso. Acéptalo y ya. No tienes por qué lidiar con nada más. No escuches ni leas ni veas ni sientas ni observes ni comas ni votes ni pienses ni analices ni intentes ni digas ni escribas cosas diferentes. Rodéate de gente como tú. De tu grupo. Mantente en tu circulo. Defiende tu muro cibernético o real. No te compliques. La vida es muy simple, es sencilla. Enciérrate en tu casa. Ahí no entra este virus. Este virus viene de fuera. Este virus no es para nosotros. ¿Qué… no has aprendido nada? Los virus siempre vienen de fuera, de lejos. De China. Los virus siempre son para otros. Desde siempre y para siempre es y ha sido así. Enciérrate en tu mundo, ahí no entran bichos.
¡Allá en el rancho grande!
Sonríe. Todo el tiempo. Es una orden. Sé la mejor versión de ti mismo. Sonríe.
La música y el video, sin más, desaparecen. Golpes al dispositivo. Negra pantalla.
“¡Esperen! ¡Qué chingados! ¡Ya no me abre nada! ¿Qué es ese escarabajo? ¿Eso es un escarabajo? ¿Alguien de aquí me puede recomendar un antivirus?”
Me quedo sin batería. Fastidio total. Estoy que ardo, bañado en sudor, desnudo debajo de esta horrenda bata, en hora y media amanecerá. No puedo dejar de pensar, pues, en este mundo como esa aldea global de la cual nos hemos olvidado. En algún momento, en algún punto, y a pesar de estar plenamente conectados, nos estamos alejando en realidad, nos estamos dejando de conectar.
Y una vez más, regresamos al mismo puto, los países son latifundios, las naciones pueblitos, las empresas exitosas tiendas de raya. Cuando hayamos superado todo esto, porque lo vamos a superar (sonríe), ¿seremos, de verdad, capaces de entendernos como aldea? ¿Volveremos a tener algún atisbo de sentido comunitario? ¿Esta vez sí nos pondremos en los zapatos del otro? ¿Comprenderemos que la hija de una es hija de todas? ¿Esta vez nuestros abrazos serán sinceros? ¿Nuestras miradas más francas? Somos burbujas.
Se me viene a la mente la imagen y la nota de aquel post que todavía alcancé a leer. Trasladaron a unos reos, a unas reas, a otro reclusorio, algunos, según sus familiares, tenían síntomas de coronavirus. ¿A dónde se las llevaron? ¿Por qué justo ahora? Hubo una gran concentración de personas afuera del penal. Cosa mortal. Otra vez groseras aglomeraciones, como esas que se dieron hace tiempo en no pocos mercados de pescados y mariscos, dizque por tradiciones dictadas por diosito, por el grandísimo, por la muerte de su único hijo. Y sin saber por qué, se me viene al mismo tiempo la imagen de miles de chinos echándose su caldito de murciélago en medio de la misma social promiscuidad, todos sentaditos en cientos de destartalados e insalubres puestos.
De golpe, se hace presente. Dejo de evocar, de reflexionar. Es en este justo instante que siento un peculiar sofoco, diferente a todos los demás, esta vez sí que se está prolongando la falta de aire. Lo muerdo con todas mis fuerzas. El plástico tubo me estorba, mi mirada realiza estrambóticos recorridos en círculos, y por fin caigo en cuenta, lo tengo que aceptar, que este triste piso de hospital ha sido mi mundo. Mi casa. Mi cuarto. Mi exilio. Mi prisión. Mi burbuja. Veo sombras blancas abalanzándose. Esto no había pasado, esto lo vi pasar muchas veces, pero en otro lado, esta vez apenas si logro escuchar mi respiración. Un raquítico eco de destartaladas cañerías apenas audible. Esta vez sí siento cómo las espinas del nopal van encajándose poco a poco en mis debilitados pulmones.
He perdido toda dirección, sentimiento, conciencia y rumbo. Ya no sé si llevo meses, semanas, cinco… seis años, aquí. No me gusta este mugroso hospital. Nos segregaron. No entiendo muy bien del todo, pero sí vi cómo nos señalaban una y otra vez, y nos gritaban algo así como “parias”, “bananeros”, “sarnosos migrantes”, “apestados”, “extranjeros”.
En este sitio soy el tipo del chistoso sombrero imaginario, el del cactus, el atrasado, el panzón prieto, el mexicano, el sidoso otra vez.
Da igual. Nos han hacinado en este tétrico lugar. Nunca pensé que llegaría a decir esto, pero… No me gusta Italia. ¡La detesto! ¡Odio Lombardía! ¡La ooodiooo! ¡Maldita la hora en que quise maravillarme y vine a visitar! Quiero que se acabe esta eterna oscuridad. Quiero que amanezca. Que amanezca ya. Quiero volver a ver el mundo. Juro que esta vez no me quejaré de encierro ninguno. Vuelvo a mirar por la cerrada ventana. La veo ahí, a la desgraciada, muy quitada de la pena, orgullosa, ondeando. ¡Maldita y mil veces maldita bandera! Si tan sólo tuviera el águila Real.
Mi mente añora, vuela hasta el mero Centro Histórico de la gran Tenochtitlán y me veo sin más otra vez en casa, yendo de nuevo de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina.
“¡Alexa… Spotify!”
Es por demás, vuelvo a aterrizar aquí. “Doctor, doctora… por favor, por favor, una cosita… que digan que estoy dormido, por favor, que digan que estoy dormidooo… es lo único que le pido”. El italiano rostro embozado detrás de la mica se queda suspendido en una siniestra mueca que intuyo. Non capisco. Non capisco. Qualcuno puó parlare spagnolo, per favore?.. per favore?
En medio de tanto griterío, en medio de todo este enorme caos que parece no tener fin, lo sé, no me van a creer, pero daría todo por volver una vez más a recordar mi oscura niñez, a la familia de mis primeros años, ¡no me importa!, a ese atemorizante y perturbador mundo, con toda su injusticia, su ignorancia, su maldad, su oscurantismo y su estupidez. Volver a escuchar esas noticias de enfermeras y de doctores siendo escupidos, bañados en cloro, agredidos por la turba. Olvidar de golpe lo que se viene con la crisis del petróleo. Daría todo por estar otra vez en el atraso, en aquella gélida y tétrica casa de dos pisos venida a menos, en aquellas ruinas, humildes y en absoluto históricas, y no aquí, tan lejísimos, en medio de otras, acostado, postrado, al lado de tantísima gente aislada con estos putos tendederos de plástico, postrada en este claustrofóbico espacio en donde, ahora que miro bien, el virus y sus réplicas son hermosos globos de pueblo que comienzan a crecer y a flotar. Heme aquí, cual ofrenda, ante la ferocidad.
Ni los más sanguinarios virus asesinan ni son encarnizadamente tan despiadados como esa atroz, implacable y oscura pandemia llamada humanidad.
Estoy ardiendo como nunca había ardido, de verdad. Sudando frío. Desorientado. Alucinando. Esta vez ya no tengo mi mundo salvador, mi pantallita, hacia donde agachar la cabeza y enfocar mi mirada, y perderme. Mi pecho ahora se infla y se desinfla a pasos demasiado acelerados sin que yo se lo ordene.
¡Chingada madre! Esta vez sí que me duele. Ridículo, me veo abriendo extraordinariamente la boca de más, como pez en atascado acuario. Mi cuerpo comienza a hincharse de un modo macabro. Ya puedo verme. Insisto, frenético, en llevarme las manos al mismo lugar. Con razón no vi la serpiente. La tengo enredada, haciéndome un fuerte y apretado nudo en el cuello. Cascabel, sonido de sonaja. Me estoy ahogando. ¡No mames! ¡Mi pecho no para de hincharse! ¡No aguanto el dolor! ¡No aguanto la asfixia!
Como puedo, giro un poco la cabeza, pez arrogante. Pegando una y otra vez en el plástico, el gafete de la doctora aquella parece crecer, enorme, a la altura de mis desorbitados ojos. Benita no sé qué. No sé de dónde, pero me invade por completo el sentimiento.
Yazco aquí, mientras el mundo ha vuelto a inundarse de venados, de osos, de zorros, de canguros, de puercos, de lechuzas, de hormigas y de mariquitas, me repito. Justo cuando se ha puesto a pintar cielos más azules y turquesas semejantes al milenario espejo de Xcacelito, su mar y su cenote de oro. Ballenas jorobadas y orcas yacen saltando de alegría, celebrando la lejanía del verdugo y el regreso de su planeta, su mundo, su burbuja, su tesoro.
Benita. Ahora lo sé. Agárrame, soy esa hoja al viento. Quiero aferrarme a la alta y fornida negra aquella. Fundirme entre lágrimas con ella en mil abrazos.
Soy soplo y aliento. ¡Ábranse, cabrones! Grité ya sin gritar. Creo que voy a explotar en mil pedazos.
¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel? Marguerite Yourcenar
Mi casa es mi nido no mi jaula Mi espacio vital no mi encierro Jamás será prisión reclusión ni cárcel Mi casa tiene las puertas abiertas para la esperanza En sus ventanas no hay barrotes sino racimos de luz y tiene el alma llena de poemas y canciones.
Mi casa es mi planeta y mi encuentro cotidiano con los míos la conversación alrededor de la mesa servida Cálido abrazo que enfrenta las pandemias y las mentiras.
Mi casa es un árbol preñado de luceros y tiene un techo coronado de mariposas Un trozo de cielo azul hay en su patio de trinitarias y sacuanjoches.
Mi casa es la única trinchera para vencer el miedo A pesar del exilio es mi pequeña patria mi corazón-coraza.
Cuando el 17 de marzo inició la cuarentena en la mayoría de las escuelas y colegios, nuestras dudas y miedos eran: ¿nos enviarán a trabajar a casa?, ¿habrá desabasto de alimentos?, ¿se justifican las compras de pánico?
Pero después mi principal preocupación fue: tener una hermana embarazada, a punto de dar a luz y que no estuviera en Torreón, sino en Monterrey; surgieron las preguntas ¿quién va a asistirla? ¿cuándo podremos visitarla?
Las embarazadas se convirtieron en un grupo de riesgo muy pronto, aun cuando se habló de que la mayoría de los menores de edad no eran inmunes al coronavirus, pero presentaban menores contratiempos. Es decir: eran, tal vez, el grupo más protegido y, a la vez, al que más había que cuidar.
Los hospitales eran ya los sitios más encapsulados, más temidos. Se crearon especies de búnkers, carpas para atender a los enfermos de Covid-19, se aislaron del resto de las áreas de atención general, en el mejor de los casos. Porque también hubo clínicas que recibieron a todos los pacientes por igual y ya sabemos los resultados.
Las imágenes que llegaban nos remontaban a episodios de guerra, experimentos científicos, Chernobyl, confinamientos en tiempos de violencia. Poca luz, muchos túneles, mucho encierro. Qué desolador panorama.
Las embarazadas se convirtieron en un grupo de riesgo muy pronto
Pero en mi familia había que mantener la calma. Todas las madres sabemos que, en un parto o cesárea, nadie mejor que tu mamá para asistirte. Pero eso ya no podría ser. Mi mamá tiene más de 60. Al final decidimos ir con extremos cuidados mi madre y yo. Era la primera vez que conduciría yo sola a Monterrey.
El nacimiento de Emma, mi segunda sobrina, se adelantó al 2 de abril. Estaba programado para el día 8. Con nervios, un café en el estómago, otro más para el camino, salimos a carretera. El automóvil lleno de papel, cubrebocas, gel antibacterial, guantes y miedo, en verdad. Miedo de infectarse en las casetas, en los baños, en el Oxxo.
Llegamos a Monterrey con calles amables, despejadas, un panorama distinto y un clima inmejorable: ni frío ni calor, un cielo nublado. La vegetación, pocos autos, poco ruido y menos contaminación nos dieron la bienvenida.
No nos permitieron la entrada al hospital a ningún familiar de mi hermana excepto a su esposo, que pudo acompañarla en los días de recuperación. A ella día antes la cambiaron de hospital a uno más seguro, por el aumento de casos que registraba Nuevo León. (Al día de hoy Coahuila con 211 casos se ha emparejado a su vecino estado donde se registran 216.)
Aunque esperamos pacientemente su llegada en su casa, no dejamos a un lado la preocupación. ¿Cómo una madre que acaba de dar a luz puede estar segura en tiempos de coronavirus, cuando el personal de salud hoy en día es el que más ha padecido este contagio?
Mi papá y el resto de mi familia en Torreón aún no pueden conocer a mi sobrina, afortunadamente ella y mi hermana están bien. Yo pude regresar sin contratiempos a Torreón, porque días después los gobiernos de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas decidieron prohibir la entrada y salida a ciudadanos de otra entidad, a menos que se comprobara una situación especial o de emergencia.
Es difícil acostumbrarse a que mi papá solo conozca a su nieta vía las fotos del celular, que no pueda visitar a su otro nieto en su propia ciudad. No sé cuándo podremos reunirnos toda la familia. El panorama es cada vez más complicado. Así le dio la bienvenida el 2020 a Emma, así nos tiene, a la espera.
¿El recuerdo de todo esto? Tal vez sean esas calles limpias, ese clima amable, ese sentimiento de angustia acompañado de esperanza en la carretera.
*Periodista cultural en Torreón, Coahuila. Dirige el portal www.lavereda.com.mx Twitter: @Lavargasadri
Calles de Brooklin, Nueva York. Fotografía de Heriberto Paredes
Soy periodista y fotógrafo mexicano. Vivo, desde enero de 2020, en un departamento de Morningside Heights, en el lado noroeste de Manhattan, en la ciudad de Nueva York. He pasado todo lo relacionado con Covid-19 aquí y esto es lo que puedo contarles.
Lo primero fue la negación. Inconscientemente mi comportamiento no aceptaba, en los hechos, la posibilidad de una crisis sanitaria justo en esta ciudad. No podía pasar en Nueva York. No contemplé que esto podía pasar precisamente aquí: un lugar tan cosmopolita y tan diverso, pero con profundas desigualdades sociales y económicas es el mejor escenario para convertirse en el epicentro mundial de un virus.
A comienzos de marzo las alertas de la propagación del Covid-19 iban en aumento, a la entrada de las bibliotecas públicas, en el metro, en los titulares de los periódicos, en los anuncios del elevador que día con día tomaba para bajar los siete pisos que me separan de la calle. Pero no hacía caso, seguía nadando en la alberca de la universidad de Columbia, motivaba a mi compañera a ir al cine, a salir a cenar de vez en cuando, seguía caminando por las calles para conocerlas de día y de noche. Una intranquilidad se iba anidando en nuestras mentes sin que le prestáramos mucha atención.
La última semana de la vida sin distanciamiento social fuimos a la noche de música en el tradicional teatro Apolo, donde Ella Fitzgerald y James Brown comenzaron sus carreras; otro día fuimos a una boda a Brooklyn, estuvimos en un par de museos en Chelsea y en el Bowery, yo incursionaba las salas de lectura de las bibliotecas públicas y los dinners para avanzar en un libro que sigo escribiendo, incluso estuvimos en algunas cenas con amistades. A mi compañera le daba pánico que yo siguiera nadando, pero a mí me anclaba en la rutina cotidiana, era como tener un piso firme que me permitía sentir tranquilidad.
Habíamos regresado de un breve viaje a México en donde estuvimos en una brigada de búsqueda de desaparecidos, trabajamos en estos contextos y para nosotros el hablar de dolor es una reflexión constante. Necesitábamos, sin embargo, un espacio para poder trabajar en otro ritmo y en otro tiempo. El hoyo negro en el que caeríamos, a pesar de todo, estaba ya ahí. Sin darnos cuenta, las cifras de casos confirmados aumentaban y las muertes comenzaron a ser un indicador de la tragedia.
La negación de lo que pasaba era un mecanismo de defensa, pero también nos causó tensión, angustia y miedo. Como no podíamos simplemente salir huyendo, empezamos a prevenirnos: una despensa que no tocamos pero que vamos alimentando por si hay desabasto, la búsqueda de gel sanitizante adecuado, líquidos desinfectantes para superficies, la planificación para la cuarentena.
Aun así, todavía hicimos un viaje a Brooklyn para tomar unas fotografías a un grupo de danza de migrantes de origen mexicano. Antes de regresar a casa dimos un paseo por Sunset Park y comimos algo que nos gustaba, disfrutamos las calles cada día más vacías, nos hicimos la promesa de venir cuando todo esto acabe para leer tirados en el pasto. Poco después nos dimos cuenta de que este punto sería una de las zonas con mayores índices de propagación y contagio del virus, y que muchas personas morirían ahí.
En algún testimonio que leímos en Internet nos dimos cuenta de que una buena forma de imaginar el Covid-19 era verlo como diamantina
Hoy, una vez cumplido el periodo estricto de 40 días, hacemos cuentas en la casa, ubicamos estos momentos como indicadores de un posible contagio. Sin embargo, el tiempo pasó y no presentamos síntomas. Cada mañana, durante el desayuno revisamos las libretas y confirmamos que el último día que fuimos a Brooklyn no nos contagiamos, que la siguiente gran salida tampoco nos llevó a enfermar, y así con cada vez que caminamos más de tres cuadras por alguna razón específica. Seguimos sanos, o tal vez con el virus dentro, pero sin presentar síntomas.
En algún testimonio que leímos en Internet nos dimos cuenta de que una buena forma de imaginar el Covid-19 era verlo como diamantina: de pronto tocamos algo y nos llenamos las manos de diamantina invisible, luego tocamos la puerta, la mesa, los zapatos, la ropa, la cara, todo empieza a llenarse de diamantina. El miedo al contagio se ha mantenido como una sombra, algo que aparece en cuanto interactuamos con algún ser humano.
Médicos en Nueva York. Fotografías de Heriberto Paredes
Conforme pasó el tiempo, a la dinámica de lavarse las manos para salir y regresar a casa se sumó llevar tapabocas, guantes, gel sanitizante en la bolsa, limpiar los zapatos, la ropa, las bolsas del supermercado, la comida, los paquetes, los sobres, las llaves, el dinero, la cartera y el teléfono, los libros, el cuidado de tener metro y medio de distancia con cada persona en la calle, no tocar nada, salir solo a lo indispensable, asumir que comprar comida era un foco de contagio casi seguro. Nuestra casa se volvió una especie de nave espacial donde nos podemos sentir seguros, mucho más ahora, que seguimos bajo medidas restrictivas.
Al interior de nuestro refugio desarrollamos dinámicas para mantenernos informados, anotamos las actualizaciones de las cifras de casos confirmados de contagios y de muertes. Es en esta zona de confort que empezamos a experimentar miedos, incertidumbres, frustraciones. Nos han hecho reflexionar mucho sobre el valor de lo que tenemos, sobre lo muy afortunados que somos de estar juntos y de que nuestras familias en México estén bien, de tener amistades que han estado comunicándose y que han pasado a ser parte de nuestra red de apoyo mutuo.
Hemos sorteado un par de batallas de encierro, la más importante de ellas ha sido sin duda alguna, asegurar un techo donde permanecer sin temor a tener que irnos. Originalmente teníamos que dejar nuestro departamento a comienzos de mayo, nuestro plan era ir a México y pasar algunos meses ahí, ahorrando y trabajando, pero con esta situación las cosas cambiaron. Marina, mi compañera, libró la batalla por asegurarnos este lugar y logró que nos renovaran el contrato, es así que no tenemos que mudarnos en medio de la pandemia y no tenemos que ponernos en riesgo. Sus artes de negociación son muchas y tal vez sin que se dé cuenta, voy aprendiendo algunas de ellas.
No hablaré por Marina, pero, en mi caso, lo más frustrante ha sido el trabajo y las maneras de desarrollarlo. Soy periodista y fotógrafo, lo he sido principalmente en México, estoy mal acostumbrado a sobrevivir entre muchas dificultades, a sortear amenazas, ninguneos, escenarios violentos, contextos de dolor y de crisis. Pero el periodismo es mi pasión, amo lo que hago y tardé mucho en dedicarme por completo a esto que le da –a mi parecer– la sal a la vida. Estando encerrado es tremendamente frustrante no poder salir al epicentro del epicentro, no poder acercarme a las personas para escucharles y preguntarles, el ejercicio básico del periodismo crítico.
Sí puedo ponerme trajes especiales para protegerme, pero el riesgo es aún muy grande. Hace algunos años enfermé de tuberculosis y estuve en una cuarentena médica que dejó como herencia mi condición de riesgo. Ir a un hospital para hablar con el personal médico de primera línea era arriesgar la salud que conseguí con mucha dificultad durante casi cuatro años de cuidar mi sistema inmunológico. Ir a las funerarias colapsadas por el manejo de tantos cuerpos es un contagio seguro, tal y como se sabe que pasó con algunas de las empresas dedicadas a esto, que empiezan a cerrar porque todo su personal enfermó.
He tenido que reorganizar mi dinámica de trabajo, hacer muchas llamadas e intentar ganar la confianza de las personas con las que hablo, construir espacios de comunicación seguros para escuchar sus historias. Hasta ahí todo bien, es comprensible que la actividad periodística se transforme al mismo tiempo que lo hace la sociedad.
Marina, sensible a esta situación de reacomodo, me propuso que en los momentos en que la comida o la necesidad de aire nos llevara al exterior, llevara mi cámara para hacer retratos de las personas que viven como nosotros esta situación. Muchos tapabocas hechos en casa comenzaron a ser el nuevo rostro y esto es buena excusa para la fotografía: Nueva York tiene el rostro de todos los tipos y confecciones de tapabocas. Sin perder la distancia necesaria, que aquí se mide en pies, pedimos permiso para hacer las fotos y todo dura muy poco. En otras circunstancias, sería normal entablar una conversación, conocer las historias detrás de los rostros, pero ahora la gente evita conversar y el intercambio de palabras es breve. Gracias al proyecto 6 feet away un poco de frescura ha mantenido a flote el barco.
Encerrado en esta situación de aislamiento, se multiplica la dificultad de desarrollar proyectos y vivir dignamente del trabajo que hago
Lo más complicado –en todo esto de ser periodista y fotógrafo– ha sido lidiar con editores y ciertos medios de comunicación que no tienen un respeto con el trabajo que he hecho con las dificultades que plantea el distanciamiento social estricto; hay quienes ni siquiera una respuesta automática envían. De igual forma que hay medios en donde uno puede confiar, hay otros en donde se pierde el respeto y se dificulta aún más el trabajo. En en el tema del pago por el trabajo, la situación es mucho más triste: hay grandes empresas de comunicación que no pagan, que una vez amarrada alguna publicación luego la desechan. No hago acusaciones personales, señalo algunos de los hechos que en el contexto del Covid-19 se han acentuado y subrayo que hay proyectos periodísticos que me han abierto las puertas con mucha generosidad y respeto.
Encerrado en esta situación de aislamiento, se multiplica la dificultad de desarrollar proyectos y vivir dignamente del trabajo que hago. Esta precarización es también un efecto de esta pandemia y siendo freelance no hay sindicato, no hay seguro. Es, en la medida de las posibilidades, los vínculos de amistad entre colegas los que hacen posible la circulación de opciones de trabajo y de espacios para publicar las historias que merecen ser contadas.
En mi carrera aprendí a no trabajar por dinero sino por la pasión que ciertas historias generan, por lo intrigante que resulta investigar lo que ocurre en procesos sociales. Hace más de 20 años que aprendí en Chiapas, en comunidades tojolabales, que hay dos tipos de trabajo: el a’tel o el trabajo para la vida y el ganaretik, es decir, el trabajo asalariado. Navegando a contracorriente he tratado de mantenerme en la primera idea, que no está peleada con el recibir un pago por este trabajo y así no tener que depender del segundo grupo, el que explota sin más.
Pienso que las y los periodistas tenemos derecho a desarrollar un trabajo para la vida y que esto nos permita vivir dignamente, tenemos derecho a recibir la respuesta de un correo, tenemos derecho a entablar una relación respetuosa y honesta con editores y con todas las personas con las que nos relacionamos. Como me dijo un tapicero poblano en una entrevista telefónica: no han cambiado mucho las cosas en esta crisis, las cuentas y la renta llegan sin falta y hay que pagarlas. ¿De dónde vamos a sacar el dinero para esto y para la comida?
Cierro con un agradecimiento profundo por lo aprendido en esta cuarentena (que se alarga indefinidamente): he tenido las mejores lecciones de mujeres, quienes, de una manera u otra, a veces sin querer, han significado un apoyo enorme. Por supuesto, la ensayista Marina Azahua, mi compañera de vida y encierro, y mis colegas Laura Castellanos, Daniela Rea y Lydiette Carrión. Rodrigo Caballero y Arthur Debruyne, colegas y maestros en esta larga carrera del periodismo son fundamentales. Me gustaría hacer una fiesta en alguna azotea de Manhattan –sin tapabocas, líquidos desinfectantes y guantes– para recuperarnos colectivamente de esta situación, como se hace en los pueblos: con música, comida y baile.
Colofón
En medio de la incertidumbre, una situación nos dio consuelo y mucha fuerza: el momento diario en que la gente le agradece al personal médico su esfuerzo y trabajo por estar salvando vidas en las primeras líneas de combate contra este virus. El intercambio de miradas y emociones es como un shock de electricidad, de estos momentos son las fotografías que acompañan este testimonio.
“Homenaje fúnebre a Tiziano, muerto en Venecia durante la peste de 1576”, 1832, Alexandre Jean-Baptiste Hesse (1806-1879). Museo del Louvre, París.
Por Eduardo García Aguilar*
Como todo en el mundo, pandemias, guerras o catástrofes llegan a su fin, por lo que es hora de prepararse para lo que venga después de estos excepcionales acontecimientos que sacudieron al mundo en el 2020. Todo volverá a su rutina de antes con unos breves cambios de matices, de la misma forma como sucedió en todas las épocas afectadas por pestes que fueron contadas por Tucídides, Heródoto, Dante, Boccaccio, Stevenson, Thomas Mann, Albert Camus y tantos otros.
Nada de nuevo hay bajo el sol, salvo que ahora los contemporáneos vimos acontecimientos impensables en nuestras vidas, como que las avenidas, autopistas y carreteras estuvieran vacías de automóviles y el cielo general del planeta libre de aviones. Desde nuestras escotillas los urbanos vimos todo eso con estupor y a veces con alivio, ya que las circunstancias nos obligaron a cesar el acelere permanente en el que vivíamos.
Todo volverá para la mayoría de la población al mismo ritmo, pero al menos habremos sido testigos de lo que la vida puede ser sin esa necesidad de viaje y consumo permanentes, esa condena de salir y penar en las grandes urbes que nos consumen día a día. En avenidas tan famosas como la de la Ópera vimos patos deambulando tranquilos como si hubieran recobrado espacios antes vedados para ellos y por los aires aves de otros hábitats cruzan los cielos y celebran el vacío prehistórico.
Cada quien en su camarote mira las calles vacías y celebra el diáfano firmamento libre de contaminación, mientras las plantas resurgen en la primavera. Como casi todo está cerrado, el consumo se ha reducido a lo necesario cotidiano para ricos y pobres, los alimentos y los líquidos requeridos para seguir en vida. Y adentro de las viviendas recobramos el tiempo para escuchar con calma la música tanto tiempo aplazada y los libros ocultos. Y volvimos a compartir el tiempo con los más cercanos que en muchos casos se habían vuelto extraños, aunque compartieran con nosotros el mismo techo, el edificio y el barrio.
Los millones de trabajadores de todos los niveles que tuvieron que cesar sus obligaciones debido a las circunstancias se han reencontrado con ellos mismos y exploran en los largos días de confinamiento las historias personales, logros y fracasos y las posibilidades que aún restan con miras al fin de este episodio que tal vez no vuelva a repetirse en sus vidas.
Muchos habrán resistido la prueba, otros en el camino habrán vivido la angustia del desempleo, las cuentas sin pagar, la perspectiva de la quiebra de sus negocios, la incertidumbre de las deudas, el desorden académico, la violencia conyugal, la muerte súbita de amigos y familiares, la soledad agravada o el repentino desorden mental.
El gran escritor y dramaturgo francés Antonin Artaud, quien vivió parte de su vida en los manicomios y dejó una obra fenomenal, escribió un revelador ensayo que me ha impresionado en estos días de asueto obligado. En el Teatro y la peste, que se incluye en su libro El Teatro y su doble, relata varias pestes ocurridas en tiempos medievales y renacentistas, en especial aquellas que sacudieron a Venecia, Florencia y Marsella y otras ciudades italianas o francesas que vivían en la prosperidad delirante de los inicios del capitalismo moderno.
Como ocurrió en esta pandemia nuestra proveniente de Wuhan, en China, los microbios y los virus llegaron aquella vez en los barcos desde el Lejano Oriente y se reprodujeron de manera exponencial una vez tocaron tierra en los prósperos puertos del Adriático o el Mediterráneo. Esas ciudades que aún hoy nos asombran eran las grandes metrópolis de entonces, comandadas por poderosas familias de comerciantes y banqueros inmensamente ricos que obtenían las ganancias con el tráfico mundial de mercancías, esclavos y dinero.
De repente llegaba la peste y todo entraba en un delirio que cobraba una velocidad incontrolable marcada por el pánico
Dice Artaud que a esas ciudades y puertos llegaban en barcos habitantes de todo el planeta en un cruce vertiginoso de humores y males que corroían esquinas, rincones, tabernas, burdeles y posadas. La prosperidad general no tenía límites. Reinaban entonces como hoy el arte, la comedia, la música, la maldad, la mentira, la delincuencia, la corrupción y el vicio. Los palacios y los teatros proliferaban en las orillas de los canales venecianos o alrededor de las plazoletas florentinas. Las fiestas más impensables se sucedían según las fechas emblemáticas de las estaciones o los cultos religiosos.
Pero de repente llegaba la peste y todo entraba en un delirio que cobraba una velocidad incontrolable marcada por el pánico. Se imponía la cuarentena, pero los cadáveres insepultos se acumulaban en las calles ante el horror general. Ante la inminencia de la muerte los avaros lanzaban sus monedas y tesoros por las ventanas de sus palacios y los depravados cometían los peores horrores a sabiendas de que morirían y no serían juzgados. Los ladrones nocturnos robaban y se embriagaban, aunque sabían sus horas contadas. Las ciudades se volvieron escenarios de un teatro del pánico, que solo puede ser fruto de una época de cataclismos.
Vagabundos y magnates se pudrían juntos en las atarjeas y las alcantarillas. Grandes prelados, gobernantes, comerciantes, aristócratas corrían aterrorizados por las calles sin poder respirar y se cubrían de llagas al lado de los más miserables o los reos escapados de las cárceles. Enmascarados corrían montados en zancos cubiertos de máscaras con la esperanza de escapar a un virus que los atrapaba finalmente en la próxima esquina. Plebe y nobleza se abrazaban en medio de la desgracia generalizada.
Artaud nos invita, pues, a los sobrevivientes a vivir después del percance una vida más auténtica, a dejar expresar lo más profundo y libre en nosotros. Que cada instante sea vivido como si fuera el último, porque todo lo que poseemos, talento, destreza o dinero, belleza o salud son asuntos en préstamo. El objetivo es ser mejores con nosotros mismos y con los otros. Volver a mirarnos, escucharnos, porque puede ser la última vez. Actuar entonces como si estuviéramos en medio del pánico más atroz, aunque con la serenidad de quienes seguiremos tal vez poblando la tierra por un rato más si nos es concedida la suerte.
*Periodista, poeta y escritor (Manizales, Colombia, 1953), ha vivido la mayor parte de su vida en México, EU y Francia, donde reside actualmente. Ha publicado entre otras las novelas Tierra de leones (1986), Bulevar de los héroes (1987), El viaje triunfal (1993), Tequila Coxis (2003) y Las rutas de Ifigenia (2019). En 2016 publicó en Madrid París exprés. Crónicas parisinas del siglo XXI.
Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte, ¡desdicha fuerte! ¿Qué hay quien intente reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de la muerte? Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
(Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, Segundo monólogo de Segismundo, primer acto.)
El martes 7 nos tocó testificar el plenilunio del mes de abril, que tuvo efecto a las 22:35 horas (UT), estando la Luna en el signo de Libra, a 18°44’, mientras que el Sol transcurre en el signo opuesto, Aries, que es el lugar de exaltación del Sol. Este puede ser un excelente momento para mentalizar las emociones, resumirlas y enfocarlas hacia objetivos más amplios, especialmente en todo aquello que trata con el mundo del arte y la belleza, de las políticas gubernamentales, del mundo de las modas aparentemente banales, pero que siempre llevan un trasfondo social; siendo de extrema importancia destacar el valor de la cultura, el compromiso social y la capacidad de encontrar formas rescatables en todo aquello que ha sido desechado o pasado por alto. Es un momento para revisar nuestras emociones y también para tomar decisiones importantes, de gran trascendencia en relación al tiempo que estamos viviendo. Bajo la acción del Sol en oposición a la Luna, al ser el primero dominante y dada su posición, se nos facilita refinar nuestras emociones, llegando a conclusiones extraordinarias respecto de la realidad que nos circunda. El discurso de la Luna en Libra puede estar cargado de complacencia, de formas verbales elegantes, de modismos estudiados cuidadosamente, pero que, a su vez, revelan un plan, un proyecto calculado, o sea una dirección previamente estudiada. Uno de los temas más destacables de Libra es la justicia y la manera adecuada de obtenerla sin necesidad de violentar los valores fundamentales en que se asienta la convivencia humana. Y para ello, el grado sabiano 18° de Libra nos presenta la imagen simbólica de “dos hombres que están bajo arresto”, queriendo significar una actitud “consecuente” respecto de nuestros actos: todo aquello que hemos actuado previamente tendrá repercusiones inmediatas en la realidad. Aquí se trata de que nuestros valores y potencialidades lleguen a un punto de definición inmediata y efectiva, pero basadas en el principio de responsabilidad, tanto personal como hacia los demás. Quizá por esto, alternativamente sea un momento para muchos de sentir que estamos llegando a una encrucijada en la que habrá que decidir en qué temas invertir y con quiénes queremos compartir nuestro tiempo, el que nos resta por vivir, pasando a un nuevo ciclo en la espiral de la evolución. Debemos tener en cuenta que a pocas horas de empezado este plenilunio, la Luna y el Sol, ambos en oposición, formarán una “T” Cuadrada de naturaleza cardinal con la conjunción activa Plutón-Júpiter en Capricornio; siendo estos últimos el punto focal, también llamado “ápex”, que excita a ambas luminarias a expresarse de un modo separatista y conflictivo, en vez de complementarse para intercambiar opciones. Por ello, estos dos planetas Júpiter y Plutón, que este año tendrán dos conjunciones más, debido al proceso de retrogradación de ambos planetas serán la norma en los procesos sociales y generacionales a lo largo de todo este periodo. La primera ya ocurrió el pasado 4 de abril, la segunda será a finales del mes de junio, y la última, cuando vuelvan a adelantar, hacia mediados de noviembre, y hasta el plenilunio de ese mes, que tendrá efecto en el eje Sagitario-Géminis, el día 30. Este aspecto repetido entre ambos planetas a lo largo de casi todo el año liberará una energía cósmica de enorme transformación en el tejido humano, conectada con la virulencia que estamos viviendo, y que es una de las formas más activas que tiene Plutón de expresarse para transformar todo aquello que es conveniente transformar; pero además aumentada, debido al proceso expansivo propio de Júpiter, que está en su signo de caída, que es Capricornio, donde nada queda librado al azar. Por todo ello, el tema y las consecuencias de esta expansión viral continuarán siendo noticia a lo largo de casi ocho meses más. La lucha de las potencialidades propias de estos planetas será profunda, y más estando involucradas las dos luminarias en esta figura geométrica sagrada. Las repercusiones impactarán en todos los ámbitos: personales, sociales, económicos, científicos, holísticos, humanitarios, políticos y estéticos, creando una sinergia novedosa y desarrollando una resiliencia que nos permita superar esta situación traumática que traemos encima. Podemos imaginar que finalmente la luz prevalecerá sobre la oscuridad, dadas las dignidades que sugieren por su ubicación, tanto las luminarias como los planetas y aspectos involucrados. Pero no podemos evitar que lo que queda de este año sea un proceso difícil de vivir, de elucidar, lleno de pruebas, de batallas campales, y en donde solo tendremos presente la meta, el fin, y no exactamente los medios en que se desarrolla esta batalla cósmica. Por otra parte, habrá a lo largo del año mucha inconformidad y la necesidad de protestar frecuentemente por todo, buscando soluciones futuras, pues tenemos además el aspecto de trígono que hacen Júpiter y Plutón al planeta Urano, situado en Tauro, su lugar de caída, por lo que se cuestionarán todos los valores del entramado social y económico que han demostrado ser un fracaso hasta hoy. Los ánimos y las discusiones respecto al rumbo que debemos seguir serán frecuentes, habiendo dos facciones en pugna constante, sin poder generar los acuerdos pertinentes a lo largo de los próximos meses. Los tiempos difíciles ya comenzaron, y ese final feliz que todos esperamos, llevará su tiempo. De todos modos, amigos, nunca hemos dejado de admirar y compenetrarnos con el brillo de una Luna libriana que siempre nos brinda un espectáculo encantador y pleno de armonía, en medio de la crisis.
¡Feliz plenilunio para todos ustedes!
*Ayub Estephan es astrólogo y tarotista, vivie en Ciudad de México. Lectura de Tarot y Cartas españolas. Facebook: Ayub Estephan
“…lo saben, la sociedad no existe. Hay hombres y mujeres individuales y hay familias… la gente debe en primer lugar ocuparse de sí misma”. Margaret Thatcher, 1987.
Si este punto de vista, transformado en dogma, tuvo un impacto en nuestro mundo, la crisis actual de Covid-19 pone aún más en evidencia las palabras de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher (1979-1990), uno de los apóstoles de la privatización y el achicamiento del Estado. Ella predicó igualmente con el ejemplo e innumerables políticos la siguieron. El Estado retrocedió en la mayoría de los países occidentales y, algunos años después de que la también llamada Dama de Hierro pronunciara sus palabras, el dogma encontró conversos entusiastas en los antiguos países del bloque socialista en Europa. De uno y otro lado del demolido muro de Berlín, se asistió a transferencias masivas de riquezas del sector público al sector privado. Las reducciones de impuestos y las privatizaciones supusieron un debilitamiento considerable del Estado y de sus servicios. Algunas sociedades privadas disponen de un presupuesto más importante que numerosos Estados.
Cuando los incendios forestales se desencadenaron alrededor de Moscú durante el verano de 2020, causando miles de muertos por asfixia, algunos recordaron que un servicio forestal federal especializado había sido disuelto por el ex presidente Boris Yeltsin. Dicho servicio empleaba a 70.000 guardias forestales que identificaban y extinguían los incendios. En Estados Unidos, el equipo de seguridad sanitaria mundial y de biodefensa del personal del Consejo Nacional de Seguridad también fue disuelto por Donald Trump.
Contrariamente al dogma de Thatcher, las personas no pueden arreglárselas solas cuando el Covid-19 golpea
Pero el problema es más grave que las personalidades implicadas. En el pasado, el Estado protegía al ciudadano contra los abusos del sector privado. Es así que nació la legislación antitrust hace más de un siglo. Le siguieron el derecho al trabajo, la seguridad laboral y la protección de los consumidores. Estos derechos sociales, más fuertes en Europa, más débiles en Estados Unidos, fueron parte de la defensa del capitalismo en el contexto de la guerra fría (1947-1991) entre Washington y la entonces Unión Soviética (URSS). Cuando la URSS comenzó a marchitarse, poderosos intereses privados entendieron que ya no tenían necesidad de un “capitalismo con rostro humano”. Entonces, se lanzaron al desmantelamiento de los derechos sociales en los países capitalistas.
Uno de esos derechos es la salud. Un vistazo rápido al número de camas por habitante (https://data.oecd.org/healtheqt/hospital-beds.htm) revela cuatro cabezas principales: Japón, Corea del Sur, Rusia y Alemania. Italia es el número 25, España el 27, Estados Unidos el 31. Esto está en correlación ominosa con la dinámica de la pandemia actual. Los cuatro países punteros tienen no solamente más camas, sino que rápidamente reconocieron el peligro que se perfilaba y actuaron en consecuencia.
Contrariamente al dogma de Thatcher, las personas no pueden arreglárselas solas cuando el Covid-19 golpea. Se vuelven hacia el Estado para protegerse contra la pandemia. Algunos Estados se han mostrado a la altura de la tarea, otros han fracasado claramente. Poco importa que el Estado sea democrático o autoritario, lo que cuenta es su capacidad de proteger a sus ciudadanos en caso de urgencia.
*Yakov Rabkin es doctor en Historia, escritor y profesor emérito de la Universidad de Montreal, Canadá. Página web: www.yakovrabkin.ca/english