El último viaje de Luis Sepúlveda

Por J.F. Rivas Alvarado*

El jueves 16, el escritor Luis Sepúlveda falleció en la ciudad española de Oviedo, ciudad donde a finales de febrero fue el primer paciente registrado en Asturias contagiado por el terrible nuevo coronavirus. Nacido en Chile (Ovalle,1949), radicaba desde hace años en Europa después de haber recorrido un intenso territorio geográfico y político.
Me topé, a mediados de la década de 1990, con su novela Un viejo que leía novelas de amor. El libro era un boleto que me extendía para acompañarlo en sus viajes. Porque Sepúlveda era, ante todo, un viajero, cuyo punto de salida (y de eterno retorno) era Chile.  Curiosamente, nació en un hotel mientras sus progenitores se escondían de la familia materna, quienes reprobaban la unión. Su padre era del Partido Comunista y su madre tenía sangre mapuche. A los 17 años escribió su primera novela. Todavía muy joven, durante la experiencia de la Unidad Popular, estuvo cerca del Presidente Salvador Allende en el Grupo de Amigos del Presidente (GAP), cuerpo de seguridad formado por militantes, que resistió el ataque al Palacio de La Moneda el 11 de septiembre de 1973 durante el golpe de Estado del general Augusto Pinochet. Fue detenido y torturado, y luego de unos años de prisión sobrevino el destierro.
Al salir de Chile, empezó una travesía cuyas vivencias estarán dibujadas en sus relatos. Pasó por Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Perú y Ecuador. Luego de ese recorrido por Sudamérica, terminó en Nicaragua, combatiendo en la revolución sandinista. Antes de esa experiencia histórica, había recibido entrenamiento como combatiente. Los guerrilleros que lo conocieron en esa época reconocen su capacidad como cuadro político. Cuando llegó el momento de dejar la lucha armada, Sepúlveda cambió el fusil por una escritura comprometida con América Latina.  
El tiempo que estuvo en Ecuador convivió con los shuar. La cosmogonía de este pueblo originario impregnó, junto con el compromiso ecológico, el escenario de Un viejo que leía novelas de amor, novela con la que logra en 1989 un premio literario, y  que, a principios de 1990 bajo el sello editorial Tusquets, recorre la superficie planetaria al convertirse en un éxito editorial, traducida en diversos idiomas y leída por millones.
En su juventud estudió para dirección de teatro y fue además guionista y director de cortometrajes. Publicó una amplia obra donde destacan Mundo del fin del mundoNombre de torero, novela donde crea a un personaje, Juan Belmonte, que resultó ser su alter ego y Patagonia Express, bitácora donde nos lleva de nuevo al sur del sur. También una serie de relatos, DesencuentrosDiario de un killer sentimental seguido de Yacaré y La lámpara de Aladino.
Especial mención requiere su cuento Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, que cautivó a los lectores jóvenes y de edad escolar. La relación entre el hombre y la naturaleza es tratada en forma recurrente donde se plantea cómo la acción humana amenaza la naturaleza y a su misma especie. En la internet se consiguen versiones de animaciones de este bellísimo relato de hermandad, igualdad y amor. 
Una de las últimas lecturas que hice de Sepúlveda, después de más de 20 años de haberlo descubierto, fue Historia de un perro llamado Leal y El Fin de la Historia. La primera forma parte de sus otras fábulas con animales, como Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud y la Historia de una ballena blanca.  
En cambio, la segunda es una especie de corolario de su experiencia política. No soy un crítico literario, soy un simple lector de un autor que se incorporó en el equipaje de mi viaje personal, que influyó y nutrió mi militancia política.
Su última novela, El Fin de la Historia,está basada en un hecho real. En 2005, una delegación de cosacos llega a Chile y su circulación por las calles de Santiago causa revuelo por la vestimenta. Se dirigieron a las autoridades gubernamentales e intentaron negociar la liberación de Miguel Krassnoff, ex brigadier del ejército de Chile, uno de mayores criminales de la dictadura de Pinochet, con 11 condenas de por vida por violación de derechos humanos, tortura y desaparición de detenidos políticos. Resulta que Krassnoff era nieto de uno de los últimos atamán, Piotr Nikoláyevich Krasnov, un jefe cosaco criminal de guerra cuya vida fue perdonada por León Trotsky en 1917.
El Fin de la Historia también testimonia la amargura del autor por aquellos que participaron, y tuvieron posiciones dirigentes, en luchas revolucionarias y que luego no solo reniegan de sus ideas sino que terminan vendiéndose por cualquier precio. Quizás esa es una de las dimensiones que más agradecía de las lecturas de Sepúlveda, el mantenerse coherente, irreductible y consecuente con los principios que te acercaban a las luchas de los oprimidos y por una relación armónica con la naturaleza.
Definitivamente, es uno de los relatos que más me impactó por cómo Sepúlveda logra reivindicar que la lucha por una sociedad más justa, bajo las formas de lucha que sea, nunca deben alejarnos de los principios y los valores que nos motivan, y que la venganza personal será solo efectiva si se logra luchar contra el olvido. La amargura, la indignación y el odio generado por las infernales modalidades represivas que es capaz de alcanzar el autoritarismo neoliberal, no deben llevarte a parecerte a los dominadores.
Sepúlveda se casa con la poeta chilena Carmen Yánez a principios de 1970, al calor de la militancia. Se separan para luego reencontrarse, 20 años después, en Hamburgo. Ella también fue detenida y torturada en el infierno de Villa Grimaldi, uno de los más terribles campos de detención, tortura y extermino establecidos por la clase social y política que gobernó Chile a través de Pinochet.
Luego se vuelven a casar en Oviedo, en 2014. En febrero, la escritora lo acompañó al festival literario Correntes d’Escritas en Póyoa de Varzim, Portugal, viaje donde se supone fue contagiado por el Covid-19. Apenas llega a Oviedo y el virus lo lleva inmediatamente a terapia intensiva en el Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA).  Fue el primer caso de contagio registrado en Asturias y el segundo chileno a nivel mundial. Ella también se contagió, pero pudo escapar del acecho de la pandemia.
Hace más de 20 años, me conmovieron estas palabras que encontré en Un viejo que leía novelas de amor:

“Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos. Nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los cielos del otro en el momento del abandono.”

Un hasta siempre para el viajero que nos enseñó a volar.

*J.F. Rivas Alvarado es economista y profesor. Caracas, Venezuela.
Instagram: @jfrivasalvarado
Twitter: @endesenrollo

“El virus causa terror, pero mi mamá de 92 años y yo lo vencimos”

Entrevista a Norma Castillo, sobreviviente en Nueva York del Covid-19

Por Irene Selser*

Norma Castillo es ciudadana estadunidense originaria de Nicaragua. Egresada del City Collegue of New York, donde estudió cine, tiene 59 años y desde 1991 vive en “El Barrio” de Manhattan, conocido también como “Spanish Harlem” en compañía de su gato Dido y de su madre, Antonia Mendieta, que cumplirá 92 años en junio. Antonia emigró a Estados Unidos en 1971 buscando cómo sacar a su familia de la paupérrima situación económica que vivían en su país, entonces bajo la dictadura de Anastasio Somoza. También ciudadana de EU, estudió diseño de moda y trabajó por años haciendo patrones de ropa para diseñadores muy conocidos. Antonia vive de su pensión lo mismo que Norma, quien desde tiempo subsiste con trabajos informales y una pequeña pensión por discapacidad médica.
En entrevista exclusiva con diariosdecovid19.com.mx, Norma Castillo nos comparte su experiencia frente al Covid-19 y cómo su padecimiento podría haber tenido una incidencia positiva en su respuesta: un problema del sistema autoinmune que le produce una polineuropatía, por la que está en tratamiento con infusiones subcutáneas de inmunoglobulinas una vez por semana.
Ambas se recuperan ahora del letal virus, aunque “más bien yo diría que los tres, pues hasta el Dido anduvo estornudando y decaído por unos días”, señala Norma con un tono de alegría en la voz después de la experiencia vivida.

Norma y su madre durante la cuarentena. Fotos de Norma Castillo

¿Cuándo comenzaron los síntomas?
Fue a finales de marzo. Empecé a tener escalofríos, un pequeño malestar de garganta, mucha resequedad en la boca y febrículas que en ese momento pasaron desapercibidas, pues con excepción de la resequedad en la boca, los otros síntomas se fueron en un par de días. Pero el 20 de marzo, que fue mi última salida hasta el día de hoy, encontré a mi madre decaída y con un fuerte dolor muscular. Le tomé la temperatura y vi que tenía medio grado. Me preocupé un poco, pues no tenía tos ni dificultad para respirar, que eran supuestamente los principales síntomas a observar con el Covid-19.
Sin embargo, a esas alturas la situación en la ciudad era muy preocupante. Ya empezaba a transformarse en una ciudad fantasmagórica. Los metros vacíos, las calles solitarias y las pocas personas que vi en esos últimos días antes del encierro por orden médica, andaban ya con guantes y mascarillas. Daba miedo, mucho miedo. Así que, aunque aún en negación, decidí observar a mi madre más de cerca.
El sábado 21 continuó en cama, muy decaída y empezó con una diarrea ligera, además del dolor muscular. No temperatura durante el día y en la noche medio grado. 22 de marzo, diarrea y decaimiento. Quiero dejar claro que, a pesar de su edad, mi madre es una mujer muy activa.  Vivimos en un edificio de seis pisos sin elevador. Y ella sube y baja las escaleras sin mayor dificultad. Va al supermercado, hace compritas de vez en cuando, cocina, lava su ropa y se mete a la bañera por su propia cuenta sin la asistencia de nadie. Así que verla caída, sin fuerzas, sin ganas de nada es algo muy inusual en ella.

¿Llamaste a un médico?
Sí, el lunes 23 siguió con los mismos síntomas y llamé a su doctor, quien hacía poco la había visto y por dicha le había puesto la versión más completa de la vacuna contra la influenza. Ese doctor estaba fuera, ya infectado con el virus. Así que conseguí hablar con otra doctora, quien sin mayor preámbulo me dijo: “Creo que tu mama está contagiada con el virus, vamos a observarla unos días más… y si ella lo tiene, lamento decirte que vos también”. Acto seguido me preguntó si estaba dispuesta a rehusar al ventilador para ella en caso de ser necesario. Fue tanta la rabia que me produjeron sus palabras, que el susto de sabernos infectadas se me pasó rápidamente y le respondí que no, que a mi madre no la iba a asesinar. Se disculpó y colgó.
Martes 24 y miércoles 25, no diarrea, no fiebre, así que pensé que la doctora muerte se había equivocado. Pero el jueves y viernes otra vez diarrea, escalofríos, dolor de cuerpo, decaimiento total y tos. Una tos leve y seca y por la noche fiebre. Así que volví a llamar a la tal doctora y me reiteró sus sospechas. Me dijo que podíamos ir a hacernos la prueba, la cual no la hacen sin autorización médica. Me aclaró además que los problemas respiratorios empiezan una semana después de los primeros síntomas y era lo que estaba pasando con mi mamá. También me dijo que, por los leves síntomas presentados, ella pensaba que mi madre iba a superar el virus sin ningún problema.

NY visto desde la soledad. Fotos de Norma Castillo

¿Le prescribió algún medicamento?
Sí, por cinco días. Azitromicina de 500 mg. el primer día y 250 mg. los cuatro días restantes. Me preguntó si yo tenía algún síntoma y le dije que no. A esas alturas había olvidado mis síntomas anteriores pues estaba muy preocupada por mi mamá. Decidimos no hacernos la prueba, ya que mi madre estaba muy débil para bajar seis pisos y ni pensar en subirlos. Pero, además, las filas en los hospitales eran interminables, yo no estaba presentando síntomas y francamente tenía horror de ir al hospital. Las noticias en la tele eran de espanto, de horror, de desolación. Así que no fuimos y empecé a suministrarle el tratamiento. Tres días más tarde empezó a tener mejoría.

¿Cómo hacías con la “distancia” en la casa al momento de atenderla?
Pues, por sentido común y recomendación médica traté de mantenerla, pero fue una misión imposible, además de que el apartamento es pequeño. Una de esas noches, antes de empezar a sentir mejoría, mi madre tuvo una fiebre muy alta, tomó acetaminofén, lo que la hizo sudar hasta deshidratarse. En la madrugada se levantó a apagar la luz de la cocina. Por dicha yo estaba aún despierta, me levanté a preguntarle qué le pasaba y la vi agarrada del marco de la puerta, me dijo que se sentía mareada y acto seguido se desvaneció. Logré agarrarla en el aire y la senté en una silla que estaba al lado. Ahí recuperó el sentido, pero estaba sudando a mares y helada de cuerpo entero. Se había deshidratado y descompensado totalmente. Le di agua y la llevé a su cama. ¿Cómo mantener el distanciamiento “social” con mi madre en esas circunstancias? ¡Imposible!

¿Qué siguió después?
Luego de ese incidente, empezó a mostrar mejoría. Yo en cambio ya empezaba a sentir presión en el pecho y una leve dificultad para respirar, sin tos, sin fiebre, sin ningún otro síntoma que me levantara la guardia. Pensé más bien que era ansiedad, una ansiedad muy válida, dada la situación tanto dentro de mi casa como en el mundo exterior. La televisión encendida todo el día, viendo las imágenes dantescas de la ciudad de Nueva York que caía rendida ante un enemigo invisible, microscópico, sin vida propia, que necesita de nuestra existencia, de nuestro aire, de nuestro oxígeno para vivir y matar y matarnos. No, no era nada más que una gran ansiedad, pensé. Una noche me tomé unas copas de vino y me dormí. Amanecí mejor, pero a medida que pasaba el día, empezaba a sentir la opresión en el pecho y la falta de aire. Sin embargo, seguía en negación y esa noche me tomé un ansiolítico. Dormí toda la noche y amanecí mejor.

¿Creíste que no estabas contagiada?
Sí, esa mañana me dije con cierto alivio, casi felicidad, ‘es ansiedad’. Pero el ciclo se repetía, llegaba la tarde ya cansada, con dolor en el pecho y haciendo esfuerzos cada vez más grandes para respirar. Así que decidí escribirles a mis dos doctoras, la de atención primaria y la neuróloga. Ambas me contestaron inmediatamente.
La neuróloga me escribió diciéndome que el tratamiento de inmunoglobulinas que me aplico semanalmente eran anticuerpos obtenidos del plasma de un montón de donantes y que en teoría podían tener anticuerpos contra el Covid-19, lo que podía ser muy beneficioso para mí. Esto me produjo un gran alivio y una inmensa alegría. Pero el pecho seguía apretado y la respiración era cada vez más difícil. Mi otra doctora me llamó por teléfono y se puso a la orden.
Me empezó a monitorear los síntomas y me pidió que le avisara si había cambios pero que por el momento y dado que no presentaba fiebre, ni tos, lo mejor era seguir en casa, guardar reposo y tomar té y otras bebidas calientes. Fue exactamente lo que hice. Para entonces, acepté la realidad y me casé de velo y “corona” con el virus.

¿Cómo fue convivir con la enfermedad?
Muy difícil. Días llenos de terror, de desesperanza, de rabia y de aceptación incluso de la posibilidad cercana e inexorable de la muerte. Ver inmensos contenedores convertidos en morgues temporales, escuchar los testimonios de los trabajadores de la salud en una lucha desigual contra el virus, y llorar de miedo y tristeza para luego secarme las lágrimas con la rabia después de oír las estupideces de Donald Trump o escuchar con una inmensa ira que en Nicaragua los directores de los hospitales han obligado a los médicos a quitarse las mascarillas “para no alarmar a la población”. Que desde su escondite el dictador Daniel Ortega silenciosamente asesinaba una vez más al pueblo, esta vez sin balas, sin fuego, sin paramilitares, sino más bien ofreciendo almíbar en las calles y promoviendo marchas multitudinarias.
Mi único bastión fueron mis amigos y amigas, las de Nicaragua y las de acá, que amorosamente me daban ánimo y estaban atentas a nuestro estado de salud. Y mi asidero fundamental fue el de mi compañera, que noche tras noche y a través del FaceTime vivió conmigo el terror, el pánico y la angustia de mi asfixia. Me ayudaba a encontrar un poco de paz y alivio en medio del mareo que me provocaba la falta de oxígeno. Con su amor y paciencia me lograba rescatar los pedazos de ese ser fragmentado en el que me había convertido.

¿Cuánto se prolongó la enfermedad?
Fueron diez días de cansancio que duraron una eternidad. Pasé varios días en cama, levantándome solo para ir al baño. Y procuré reservar el poco oxígeno que tenía para mis “pequeñas hazañas”, como les decía a mis amigas. Por ejemplo, abrir la ventana a las 7 de la noche y unirme en una sola voz con los habitantes de esta ciudad para celebrar al personal de salud y a todos aquellos trabajadores esenciales que están afuera luchando por nosotros. Los choferes, los que recogen la basura, los que hacen la limpieza, bomberos, policías, los que trabajan en los supermercados, los que hacen el delivery; en fin, toda esa fuerza laboral que sale a diario a exponerse, a pesar del miedo, que estoy segura llevan por dentro. Todos en su mayoría hispanos y negros. No es casual que sean ellos donde se registra el mayor porcentaje de contagio.
Qué feliz me sentí cuando tuve la fuerza suficiente para abrir la ventana y sacar la bandera azul y blanco de mi país para extender ese grito de reconocimiento y solidaridad a los trabajadores de la salud en Estados Unidos y en Nicaragua, y al pueblo nicaragüense en general, que, a pesar del intento genocida, ha sabido tomar las medidas necesarias para protegerse.

¿Cómo se sienten ahora?
Estamos mucho mejor, pero la batalla fue dura y lenta. Todo era difícil. Pero a todo le encontramos solución. Había que hacer compras, abastecernos de todo, comida para las dos, la comida del Dido, su arena, papel higiénico, todo. ¿Cómo? ¿Cómo hacerlo? Confinadas por orden médica y por incapacidad corporal. Algunas cosas las pedí por internet, otras, las de mayor premura, nos las traía y aún sigue trayendo un muchacho que vive en nuestro edificio. Le di mi tarjeta del banco, confié en él, no lo conozco muy bien, pero no me quedaba de otra. Y se ha portado de lo más lindo. Nos baja la basura, sube los envíos que compro por internet, nos hace las compras del supermercado. Encima de todo, no quería aceptar ni un centavo a pesar de estar desempleado. Lo obligué prácticamente a aceptar un poco de dinero. Así que, dentro de toda esta tragedia humana, he aprendido a saborear lo hermoso que llevamos por dentro. En el aislamiento de mi apartamento en un barrio latino de Manhattan he rescatado ese sentido de pertenencia que se pierde tanto en estas grandes ciudades.
La cuarentena en la ciudad se ha extendido hasta el 15 de mayo y aunque nosotras ya estamos bien, todavía no sabemos cuándo se termina oficialmente nuestro aislamiento. Así que aún no podemos salir. Tampoco tenemos prisa. Hay un caos afuera.

*Irene Selser es periodista, poeta, editora, autora de varios libros y miembro de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli).

Los higos de la abuela

A Lila

Por Pablo Antonio Alvarado Moya*

Abuela amaba los higos. Antes de morir, en un hálito de lucidez secó mis lágrimas y susurró: “¡Cómo ha crecido mi ángel de Dios!”. Yo, reacio a dogmas, sonreí, abracé, besé. Al siguiente día, velorio. Luego, funeral. Desde entonces nada fue lo mismo. No salió más el sol ni la luna. El silencio ahorcó mis palabras. Una vez tuve un sueño, paradoja divina: el paraíso la tierra y la tierra el paraíso, los mortales, ahora inmortales bajo advertencia de ser desterrados del Edén. Desperté exaltado. Parpadeé tres veces. Salí del cuarto y mi abuela en el jardín comía higos junto a los ángeles.

*Poeta y promotor cultural, Chinandega, Nicaragua (2000). Miembro de la Sociedad de Escritores y Artistas “Ramón Romero”, del Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica (INCH) y de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna (ANML). Cursa cuarto año de Derecho en la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua.
Email: pablo.292@hotmail.com
Facebook: Pablo Antonio Alvarado Moya

Al desconocido que desapareció de nuestro lado

Autor: Yang Lian*

Traducción: Radina Dimitrova**

Dedicado a Wuhan

un cielo más azul que el de Auschwitz          como una botella de desinfectante
para manos          a quemarropa          balcones guardan el campo abierto
escucha como los disparos llenan una cama de mil plagas
allí se hundió tu silueta          bordeada de vidrio esmerilado
retienes tu último aliento          no crees en la despedida terminal
te despides poco a poco de ti mismo          testamento de ornamentos exquisitos
triplemente blanqueado          con tos          con estupor          con ignorancia

interrogante de asfixia          congelada en el fondo de los ojos saqueados
la piel se torna cristalina          asume la gélida transparencia del aire
coagula en un firme cinturón de aislamiento, omnipresente e intocable
tu vida está allá          tu cámara de gas está aquí
pero ¿dónde estás tú?          ¿dónde queda este día perfectamente ordinario?
una pulgada de separación          aísla el llanto que resuena entre dos
[reencarnaciones
todo sucede ante tus ojos          todo es invisible

se cierra la desconocida puerta esmerilada de una estufa          lenguas de fuego
encerradas          en tu carne          desconocido fuego en las fisuras óseas
escupe          incandescente como el Día de San Valentín          una rosa ilusoria
amor          una mentira          vives          un chisme
¿y quién está hablando?          los que se fueron de una vez sin últimas palabras
junto con la historia de desaparición no reconciliada          desde el fuego
dan la vuelta y se sientan          un fantasma          reacio a partir

partir es la única opción          cerrar en un fotograma las cuantiosas traiciones que
[te escoltan
un San Valentín destruido          ¿quién te desapareció?
aislado en cenizas          coronado con antenas de colores radiantes
diminuto como un argumento desgastado          ingrávido como un destino
el hogar es una silueta          el hombre es una silueta          aullante oscuridad
nada puede ser llamado de vuelta          mente estoica sumida en sordera
completamente desconocido          ahora por fin no más nostalgia

*Yang Lian (1955-) es un reconocido poeta chino contemporáneo. Nació en Berna, Suiza y creció en Pekín. Empezó a escribir poesía desde muy joven. En los años 80 del siglo pasado formó parte de la corriente de la Poesía brumosa (en chino, Menglong shipai). Es autor de numerosos poemarios y acreedor de muchos importantes premios de poesía en Europa y China. Ha sido nominado varias veces para el Premio Nobel de Literatura. Su obra ha sido traducida a más de diez idiomas. Hoy vive entre Londres y Berlín; además de su intensa y versátil carrera en el ámbito literario, es también académico visitante en diversas universidades chinas y europeas.
Página del poeta: http://yanglian.net/yanglian_en/

**Radina Dimitrova es sinóloga y experta en literatura china clásica. Desde unos 10 años reside y trabaja en México como docente, traductora e intérprete. Imparte clases de chino, traducción chino-español, arte e historia de China en la ENALLT (UNAM), Anáhuac-Norte, etc. Sus traducciones se han publicado en China, América Latina y Europa.
Email: radina.dimitrova@gmail.com

La distancia de las comodidades

Por Miguel Santos*

El tiempo no detiene su marcha
Prosigue
Inexorable
Allá tras la ventana
Tras de la puerta

Desde casa puedo recorrer
El patiecito de mis in – seguridades
El jardín de mis des – ocupaciones
Recorrer de este a oeste
el parque de las provisiones
con que puedo sostener
la alacena de mis bolsillos
Andar hacia el pequeño bosque
donde aúlla la ropa sucia
y dejarla para el rato

Desde la sala puedo salir
e internarme bajo la selva
de las sábanas y cerrar los ojos
Mientras imagino
que todo esto no es cierto
Y entre bostezos
dirigirme a la montaña del sueño
Entregarme a su encanto
y ascender hasta la cumbre
Tomar un descanso
para contemplar el paisaje
y hacerme la selfie
Después, invariablemente, bajar
Descender
Descender
hasta que el ruido del mar me despierte
El mar de maullidos
con que los gatos exigen su comida
y a pesar de la fiaca
atravesar el océano de la voluntad adversa
hasta alcanzar alimento
anclar y mitigar los territorios del hambre

Entonces, al fin
vuelvo a poner los pies sobre la tierra
pienso, otra vez
en el tiempo tras la ventana
tras de la puerta
y siento que el día
ha sido un largo recorrido
que todavía no se termina

Entonces pienso
O debo pensarlo
Si yo en este rectángulo
de 40 metros cuadrados
recorro una larga distancia
entre las once y la una
qué será de la gente
que está encerrada allá afuera
y por más que lo desee
no puede salir de la calle.

*Escribidor y librero, Ciudad de México (1978).
Email: elmaildemiguelsantos@gmail.com
Facebook: Miguel Santos Siempre a Deshoras

Melissa y la pandemia

Por Gioconda Belli*

Vestida con el traje protector azul
en la cara la visera transparente
la mascarilla en la boca y la nariz
mi hija Melissa
doctora, especialista en medicina familiar
en medicina natural e integrativa
muchacha que desde niña lloraba por los mendigos
y en el primer año de medicina
por los perros que operaba
y los conejillos de indias,
me manda la foto donde parece una astronauta
lista para abrir la puerta y salir al espacio.
“Aquí voy” escribe en el pie de foto
y allá va, mi niña, al frío planeta de la pandemia
en misión de rescate.

De un día al otro, sigiloso y mortal
el virus se hizo carne y habitó entre nosotros.
De cuerpo a cuerpo extendió sus puentes:
puntas de los dedos, saliva, el beso, la mano, la cercanía
fueron el inicio de su desaforado, inconsciente viaje
transmutándose, transportándose
trastornando la existencia
amenazándola.

Mi hija Melissa tiene dulce voz de soprano.
La quieren los pacientes.
Ella los quiere. Hará sus rondas enfundada en ese traje
oculto su rostro, sus manos.
El paciente desconsolado respirando con dificultad
y ella tranquilizándolo, afirmando la vida.

De un día al otro el mundo se ha inundado de enfermos
fiebres, tos y la ingrata asfixia
cuando no llega el oxígeno.
Se detienen las ciudades sitiadas
por el enemigo microscópico.
Los aviones en sus hangares.
El cielo despejado, los aeropuertos vacíos.
El silencio en las calles.
El retorno de los jabalíes y venados.
En la noche salen de los balcones
cantos y aplausos.
Salen de los hospitales médicos y enfermeras
agotados.
Los presidentes callan y hablan los científicos.
El mundo cibernético
es un mundo de espejos parlanchines.
Allá mi hijo en Londres.
Allá mis otras hijas en Los Ángeles.
Los nietos encerrados en las casas
recibiendo clases a distancia.
Separados todos.
Prohibido salir de las casas.
Sálvese quien pueda en este cataclismo inesperado.
Cataclismo del cuerpo y del capitalismo.
Cerrá la puerta, que nadie pase
al sancto sanctorum de tu casa.
Tus manos limpias
frotadas con jabón una y otra vez.
El día largo,
las horas haciendo remolinos en la moqueta del piso.
Envidias al gato que no se aburre
de mirar por la ventana.

Pero los escritores leen libros en sus móviles.
Los museos abren sus galerías virtuales.
La ópera se transmite gratis.
Los músicos hacen conciertos sin auditorio.
Jóvenes llevan comida a los viejos.
Vivimos pendientes de Italia, de España,
de los que viven y mueren.

Mi hija Melissa
doctora, especialista en medicina familiar
en medicina natural e integrativa
se viste como astronauta.
Deja sus niños en casa.
Deja su miedo guardado.
Y va a plantar la batalla
porque mientras quede uno
dispuesto a salvar a otro
no se rendirá la vida
la ciudad
la humanidad
y bajo un cielo lavado
habrá que recomenzar.


*Poeta, novelista y activista nicaragüense, autora, entre muchos otros libros multipremiados y traducidos a distintos idiomas, de La mujer habitada, El infinito en la palma de la mano, El país bajo mi piel y Las fiebres de la memoria.

De Disney a un geriátrico en Madrid

Por Carels Tovar, Madrid. Periodista venezolana inmigrante en España

Buenas noches, disculpe la hora, llamo para decirle que Margarita acaba de morir». Esa es la frase que impactó a Gabriela García, una enfermera venezolana en su primer día de trabajo en el geriátrico en Madrid. «Esa abuela había fallecido aproximadamente a las 21 horas, y nos dimos cuenta de su cadáver hasta las doce de la noche, cuando nos toca otra ronda en el área de aislamiento».

Han pasado tres horas desde que Gaby acabó su turno, pero aún no deja de llorar por el asombro de lo ocurrido. Oriunda de Valencia, Venezuela, llegó a España hace cuatro meses, con la intención de homologar su título universitario y ejercer su profesion después de un año, que es lo que tarda el proceso. Pero el coronavirus no le dio tregua y la tiró al ruedo.

Hasta hace un mes su único dolor de cabeza era no quemarse con una plancha haciendo arepas en una franquicia en Plaza Mayor. Antes trabajó en Disneylandia, en Estados Unidos, sirviendo tragos.

Su propósito era trabajar en el área de hotelería durante un año para ahorrar e irse a Las Palmas a vivir, y allí desarrollar su carrera y recorrer un poco los pasos de su abuela, quien es oriunda de la isla.

Pero una llamada el primer martes de abril cambió sus planes. Debido a la emergencia por el Covid-19, los geriátricos necesitan cada vez más personal que pueda sustituir a los trabajadores que se enferman, y es así como los contratan por tres meses.

Ese mismo día, a las 22 horas, comienza su trabajo. La enfermera muestra el lugar y enseña las labores, y le cuenta que éste era un trabajo muy tranquilo, pero ahora es un poco más movido de lo normal.

La capacidad del centro es de 190 abuelos. Hoy sólo hay 143, de los cuales 20 están apartados en un área restringida con oxígeno, aspiradores y respiradores artificiales. Su compañera de turno la tranquiliza cuando entran en el área restringida, pero también le advierte que varios pueden morir cada día. Su labor incluye la atención de tres pisos con decenas de habitaciones, más el área especial. Ya no existen áreas comunes o de esparcimiento para evitar contagios.

Los centros para personas mayores son los más castigados por la pandemia: de allí salen a diario varios cadáveres. El personal clínico clama, desde hace un mes, ayuda y más protección para los abuelos, el blanco más débil.

Y fue así como en la noche del martes 7 y miércoles 8 de abril, Gabriela conoció de cerca lo que las televisoras, medios y gobierno dicen en rueda de prensa todos los días. García contabilizó tres cadáveres en una sola noche, que se suman a unas cifras que no dejan de crecer. «Bajé al sanatorio. Había cinco cadáveres. Llevan por lo menos dos días allí. Improvisaron cuatro camillas para colocar más cuerpos. Cuando llamas a SAMUR (protección civil) o a la funeraria sólo te dicen que aguantes, que están colapsados».

Gabriela, en medio de una noche larga, donde no comió ni durmió ni una hora recordó a sus guardias en los hospitales de su país, agradeció internamente haber conocido a esas enfermeras que define con un calor humano incalculable. Con pasión y entrega. Se ríe al recordar cómo extraían muestras de sangre a sus pacientes y cómo esa noche le tocó hacerlo con equipamiento y procedimientos más sofisticados. Son unas guerreras, así define a sus maestras de profesión.

Además, me dice, a sus 25 años calmó a un auxiliar que lloraba ante la pérdida de dos pacientes, un joven que deberá asistir a terapia luego de ver tan seguida la muerte.

En medio de la llamada telefónica donde escucho todo este relato, le pido que vaya a dormir. Que le toca seguir en la primera fila de lucha. Que no se martirice por lo que sucede. Y le pido que me siga llamando para que drene sus lágrimas. Ella sólo piensa en su mamá y abuela que se encuentran en Valencia con su gato y promete seguir trabajando para ayudar en medio de este caos.

Guayaquil, la ira de dios

Por Cristian Avecillas. Guayaquil. Poeta y escritor ecuatoriano.

Hermanos míos.

Me escriben, me llaman, preocupados por mí. Agradezco y honro respondiendo así, contándoles esto: el Apocalipsis no da tregua. Guayaquil de mis pavores. Recién ahora puedo escribir algo porque desde hace cinco horas no tengo más muertos, desde hace cinco horas no me he enterado que alguno de mis amigos, de mis conocidos, de mi entorno, haya muerto. Aunque a lo largo de este día supe que Juan está llorando a su madre, Webster a su hermana, Jorge a su primo, James… todos ellos, hoy. Y ayer, y antes de ayer, y todos los días, se apilan los muertos en la fúnebre lista de amigos que no han sobrevivido a esta pandemia. En la calle donde vivo ya murieron Hermán y Carlo. En la calle de atrás ya murieron Víctor y Juana. Y en el parque Byron, y más allá Fabricio. 

La calamidad en Guayaquil es innombrable: el cielo cubierto de aves carroñeras, los barrios llenos de insepultos, las farmacias desabastecidas, los precios desorbitados. Eso en la ciudad. 

Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios

Pero hacia adentro, en los hogares, la calamidad es hecatombe; por ejemplo Juan, mi querido amigo Juan, poeta, ciego, líder, tiene «en el cuarto de atrás» al cuerpo de su madre, Angery, desde hace tres días, cubierta de hielo y con dos ventiladores a toda potencia para intentar paliar la putrefacción, esperando, esperando; hoy me dijo: «nicho ya tenemos y por fin conseguimos todos los documentos, pero ya no hay ataúdes, ya no hay ataúdes».

Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios; por ejemplo Zoila, sola en casa, diabética, sencilla, todos los días se levanta de sus lágrimas para buscar a su padre, Armengol López, y llega hasta las puertas del hospital Abel Gilbert y pregunta, llora, grita, reclama, ruega, y no le dicen nada. Hace un mes, el 3 de marzo, lo llevó para hacerle una tomografía, fue atendido por la doctora Jaramillo, y sufrió un derrame. Entonces se desató la crisis y él se quedó allí adentro y se supone que está allí adentro porque adentro se quedó, se supone, en el tercer piso, se supone, porque allí lo dejó Zoila cuando se fue a casa para dormir algo, hace un mes…; cuando volvió al día siguiente ya no le permitieron entrar y desde entonces ya no sabe nada, no le dicen si está vivo o si está muerto, los guardias no le permiten entrar, con razón, pero atentando contra el mínimo derecho de saber si su padre aún está vivo, allá adentro, o si ya murió y está amontonado en un container encima y debajo de otros cuerpos. 

Oh sí, la ira de dios sobre los hogares destruidos en una ciudad desbordada. 

Mi tío Kiko me decía el otro día en una llamada virtual: «de los compañeros universitarios de mi promoción de doctores ya han fallecido quince, solo de mi promoción ya han muerto quince, Cristian, quince».

Guayaquil debería celebrar en octubre de este año el bicentenario de su Independencia

Normalmente las catástrofes nos permiten un espacio para el heroísmo, pero esta no: esta está arrasando con todos, y los héroes, los doctores, uno a uno van falleciendo. Por ejemplo Nino, el doctor de cabecera de la familia, ya falleció.

Normalmente las autoridades civiles han logrado más o menos encaminarnos, ya sea hacia la realización de sus intereses personales o hacia la realización de nuestros intereses públicos, pero esta vez parece que no hay camino y por ende las autoridades de la ciudad y del país solo parecen decir: «la humanidad va a superar esta pandemia, pero lo hará sin nosotros».

Lo paradójico es que Guayaquil debería celebrar en octubre de este año el bicentenario de su Independencia. Sin embargo, los guayaquileños que sobrevivan estarán tan agotados de llorar a sus muertos que ya nadie recordará la libertad que nos confirió el poeta Olmedo, porque cuando todo se trata de vida o muerte ya no hay idealismo posible, no hay poesía posible, salvo sobrevivir. 

Si queda algún guayaquileño, quizás el próximo año no festeje el 201° aniversario de la Independencia de la urbe, sino el Primer aniversario de haber sobrevivido a esta pandemia, tan ensañada, tan crudelísima, tan mortal sobre «La perla», el «Guayaquil de mis amores».

Hermanos míos.


Juan va a enterrar a su madre mañana: su vecino venezolano, ebanista, rompió el sofá de su propia casa y construyó una caja para regalársela. Por fin. Por fin Juan podrá sacar el cuerpo de su madre y llevarlo al cementerio para darle sepultura, aquella dignidad elemental que hoy parece tan imposible, tan lejana, y que en los albores de la especie nos convirtió en humanidad; aquella dignidad de pronto tan ajena, porque esta pandemia enseñoreada sobre Guayaquil parece habernos convertido en ancestro de nuestros ancestros.

Zoila madrugó para seguir peregrinando por los alrededores del hospital Abel Gilbert en busca de un poco de piedad. Quiere encontrar a su padre: si vive, llevarlo a casa para que muera cerca, si ha muerto, llevarlo a cremar. Hacia el mediodía un barrendero se acercó a la malla metálica que divide la circunstancia de estar vivos y estar muertos y, luego de escucharla, le ofreció ayuda. Zoila agradecida, emocionada, lo vio perderse, entrar al hospital y no salir más. Ante la inminencia del toque de queda, decidió irse, desgarrada y desinformada nuevamente; sin embargo, volvió a verlo correr; le dijo: «aún no lo encuentro pero ya comienza el toque de queda; venga mañana». Y ella se fue, pero ya no desgarrada como siempre, se fue apenas sumamente triste.

Quizás este pandémico dolor traiga consigo una pandémica esperanza

El ebanista hizo lo que pudo con los muebles de su casa y con sus manos. El barrendero hizo lo que pudo con la velocidad de sus piernas y su tiempo. También Luigi hizo lo que pudo y madrugó para hacer fila por 10 horas hasta conseguir recargar el tanque de oxígeno para que su suegro respire. También Roberto hizo lo que pudo y consiguió que por fin alguien vaya a la casa de su amigo para levantarlo del piso donde estuvo tirado cuatro días. Todos hacen lo que pueden, pero con todo lo que pueden siempre logran mucho más. 

Y aquellos que queman los cadáveres de sus parientes en las veredas, también hacen lo que pueden para que sus hijos ya no tengan que seguir respirando la descomposición dentro de casa. Y aquel hombre que se abalanzó sobre Carlos Luis para arrancarle las bolsas de comida, también hizo lo que pudo para que sus hijos ya no tengan hambre todas estas tardes de cuarentena económica. Y la Municipalidad de Guayaquil, también hizo lo que pudo y consiguió miles de ataúdes de cartón para sus ciudadanos muertos: sí, en la ciudad de mis amores, los muertos ya no irán al mármol, irán al cartón prensado y al papel.

Y es que quizás este pandémico dolor traiga consigo una pandémica esperanza: gente ayudando a la gente, gente combatiendo algo invisible para sostener a otros un poco más en lo visible, gente que no quiere conformarse para que sea posible recuperar la propia salud sirviendo a los demás.

Y yo también hice lo que pude. Usé palabras que de manera sorprendente se radiaron como una floración por Facebook. En esta crisis, industria indispensable es la poesía: hay que darle un yunque emocional al hombre para fraguar otros futuros. 
Si antes un poema era hermoso, ahora debe hacerse útil; eso es lo hermoso.

Poeta en tiempos de pandemia: si las palabras sirven para que alguien más se quede en casa, si lo que escribimos ayuda a que alguien, en algún lugar del mundo, se quede en casa: tenemos un deber.
Y a ese deber, obedezco. 
Hasta la poesía siempre.

China, una pasión malsana

Por Irene Selser, Ciudad de México. Periodista, poeta, editora, autora de varios libros y miembro de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli).


Al 11 de abril, cuando la pandemia de SARS-CoV-2, el nombre del virus que causa el Covid-19 afectaba a más de 1.700.000 personas en el mundo, con al menos 100.000 muertes en 193 países y territorios y una crisis económica que se anuncia terrible, las autoridades chinas intentaban hacer respetar su decreto del día 2 de abril el cual prohíbe de manera “temporal” comer animales silvestres, con miras a impedir supuestamente futuras epidemias.

En estas horas también, y tras dos meses de confinamiento extremo, la ciudad de Wuhan, donde en noviembre-diciembre fue detectado por primera vez el virus, volvía a la normalidad, luego de que el gobierno comenzó a relajar las restricciones impuestas a sus 11 millones de habitantes. El virus fue rastreado hasta un mercado local de mariscos donde también se venden animales silvestres vivos como pangolines, civetas y serpientes, entre muchos otros. Wuhan es la capital de la provincia de Hubei, la ciudad más poblada de la zona central del país y cuna en 1911 de la entonces República de China.

Conocida como “el Chicago de China” con decenas de ferrocarriles, autopistas y carreteras que la conectan con otras ciudades importantes, alberga asimismo destacadas universidades e institutos de investigación científica. Al respecto, un rumor que apuntaba al bioterrorismo como origen de la nueva cepa de coronavirus involucró a inicios de año al estadunidense Charles Lieber como presunto responsable de la pandemia en su calidad, desde 2011, de “científico estratégico” de la Universidad Tecnológica de Wuhan (WUT), tras haber sido reclutado por Pekín para fomentar el desarrollo científico. Las especulaciones crecieron en la prensa mundial y las redes sociales luego de que el doctor Lieber, experto en nanociencia y reconocido investigador de la Universidad de Harvard, fuera detenido el 28 de enero en Estados Unidos, acusado por el Departamento de Justica de mentir sobre su implicación y sus negocios con un programa de investigación del gobierno chino en dicha universidad, mientras recibía fondos federales estadunidenses para sus estudios.

Pero cualquier atisbo de “guerra biológica”, como sugerían algunas teorías conspirativas, quedó descartado al menos hasta el momento, cuando científicos del Scripps Research Institute, con sede en La Joya, California, descartaron cualquier evidencia de que el virus se haya creado en un laboratorio o diseñado de otra manera. Así declaró a la cadena BBC el doctor Robert E. Garry, profesor de la Universidad de Tulane y uno de los miembros del equipo de investigación liderado por el infectólogo californiano Kristian Andersen. El ensayo “The proximal origin of SARS-CoV-2” (Una aproximación al origen del SARS-CoV-2) fue publicado en la revista Nature Medicine el 17 de marzo y concluye que existe una nueva forma posible de generar coronavirus que pueden afectar al ser humano: “la combinación entre dos coronavirus en la naturaleza”. Esto puede aportar más indicios a la teoría de que el virus fue transmitido de los animales a los hombres, muy posiblemente de murciélagos y pangolines.

En la costera ciudad de Shenzhen, en la provincia de Cantón (o Guangdong), a unos mil kilómetros al sur de Wuhan, con más de 16 millones de habitantes y donde el consumo de animales silvestres es al parecer aún más popular, el gobierno decretó como “permanente” la prohibición de su caza y comercialización, incluyendo perros y gatos –cuyo consumo en China alcanzaría respectivamente los 10 y cuatro millones de ejemplares al año según cifras conocidas.

Otras cuatro epidemias nacieron en China desde 1957 como la Gripe asiática causada por un virus de influenza A (H2N2)

Fue en zonas cercanas a la pujante Shenzhen –considerada el “Silicon Valley” de China como centro de fabricación de partes y dispositivos electrónicos–, donde en noviembre de 2002 surgió el anterior coronavirus, SARS-CoV-1 o SARS (síndrome respiratorio agudo grave), tras contagiarse los habitantes al consumir posiblemente murciélagos. La primera pandemia del siglo XXI afectó durante siete meses a 30 países de los cinco continentes, pero, contrastada con la actual, fue evidentemente mucho menos letal: infectó a menos de 9.000 personas y mató apenas a 916 (OMS). En junio de 2003, al ser controlada la peste, la Organización Mundial de la Salud alertó que el SARS “es una advertencia” que “ha puesto a prueba incluso a los sistemas de salud pública más avanzados” y una “amenaza al sistema mundial de salud pública”. Llamó, en consecuencia, a gobiernos y Estados a “reconstruir y reforzar las infraestructuras de salud pública (que) hoy han aguantado, (pero) puede ser que la próxima vez no tengamos tanta suerte, ya sea ante el SARS u otra infección nueva”. Vana recomendación…

Otras cuatro epidemias nacieron en China desde 1957 como la Gripe asiática causada por un virus de influenza A (H2N2), que habría causado la muerte de más de un millón de personas en todo el mundo; la Gripe de Hong Kong (1968), otra cepa de virus A (H3N2), que surgió en algún lugar dentro de China y saltó a Hong Kong con saldo de otro millón de fallecidos en Asia, Europa y América, y la Gripe aviar (H5N1, 1997), con algunos centenares de muertos en distintos países. (https://www.efesalud.com/epidemias-china-coronavirus-neumonia).

En Pekín, el combate a la violación de la prohibición temporal de capturar, vender o comer animales silvestres –autoridades y prensa hablan de animales “salvajes”, pero en rigor los salvajes son los humanos que se los comen– supuso desde febrero último el allanamiento de distintos comercios, el arresto de unas 700 personas y la recuperación de casi 40 animales, incluidas comadrejas, ardillas y jabalíes. Y es que el gusto en China por la fauna silvestre es tan ancestral como su uso para fines medicinales. La cartera de animales incluye cocodrilos, víboras, burros, ciervos y civetas, además de murciélagos y pangolines.

No obstante decretos oportunistas de Pekín, el sufrimiento de millones de animales silvestres no tendrá fin

El pangolín chino (Manis pentadactyla), un pequeño, inofensivo y solitario mamífero del tamaño de la palma de la mano, que cuando percibe una amenaza cubre su cabeza con sus patas delanteras envolviéndose en su armadura de escamas, podría estar detrás del Covid-19 según expertos. Es considerado el vertebrado más afectado del mundo por el tráfico de especies, en especial en Asia ya que su carne es vista como “un manjar” y por el valor que se les da a sus escamas para tratar artritis, asma o reumatismo. En peligro de extinción, se estima en más de 2.7 millones el total de pangolines cazados al año solamente en África (National Geographic, Madrid, 31-03-2020) a fin de atender la alta demanda asiática.

Pese al pedido de ambientalistas, académicos y ciudadanos chinos que exhortan desde hace años a una prohibición permanente del comercio de vida silvestre, incluyendo el cierre de los mercados donde estos se venden, es claro que su cría y comercialización tiene el respaldo de Pekín como fuente de ingresos para millones de personas. De hecho, tras el brote del SARS, el gobierno chino a través de la Administración Nacional Forestal y de Pastos (NFGA) autorizó la cría y venta legal de 54 especies entre ellos tortugas, cocodrilos y civetas, así como la cría de especies en peligro de extinción como osos, tigres y pangolines para fines de explotación. El comercio de estas especies con permiso oficial produjo en 2016 unos 20 mil millones de dólares en ingresos anuales. Y si en 2002 el brote del SARS podría haberse originado de los murciélagos a los humanos a través de la civeta, un mamífero parecido al gato, pero con hocico de mangosta, la ruta de la nueva peste podría originarse en los murciélagos a través del pangolín, ambos degustados por la población china. Fue estremecedor ver en diciembre las imágenes del mercado de Wuhan, con decenas de animales silvestres vivos, encerrados y aterrados en estrellas jaulas o murciélagos abiertos a la mitad en los puestos de comida. Es sabido que los murciélagos cumplen una función muy beneficiosa para los ecosistemas, en tanto polinizadores y controladores de plagas para la agricultura. Por ejemplo, en Chile, los murciélagos están protegidos por ley, lo que significa que nadie puede matarlos. También el pangolín, un pequeño oso hormiguero, es un combatiente eficaz de hormigas y termitas,gracias a su larga lengua, estrecha y pegajosa.

No obstante decretos oportunistas, cuando precisamente la mirada del planeta está puesta con justificado rencor en el país que por sus hábitos alimenticios originó esta catástrofe sanitaria sin paralelo, el sufrimiento de millones de animales silvestres no tendrá fin: el gobierno de Xi Jinping acaba de dar luz verde a un medicamento a base de bilis de oso para tratar a pacientes del Covid-19, avivando la controversia sobre los plantígrados criados en condiciones brutales de maltrato con fines médicos.

Así lo informó la agencia francesa AFP (2-04-20), que destacó la impotencia de asociaciones ecologistas, que desde hace tiempo denuncian el destino que se reserva en China a miles de osos, inmovilizados en pequeñas jaulas, donde su abdomen es perforado por un catéter unido a su vesícula para extraerle la bilis, que la “malsana” medicina tradicional china utiliza para atender problemas de colesterol, y cálculos biliares y renales.

Añade la agencia que en marzo el ministerio chino de Salud recomendó para los pacientes más graves de Covid-19 una inyección llamada Tan Re Qing, compuesta de bilis de oso, polvo de cuerno de cabra y extractos de plantas, al estar dicha fórmula indicada para tratar la neumonía. Pero según la asociación Animals Asia Foundation (AAF), recurrir a la bilis animal contra la epidemia es “trágico y contradictorio” ante el anuncio de China de prohibir el comercio de ejemplares silvestres. Como el pangolín, el oso negro de Asia también está en peligro de extinción. Unos 20 mil osos negros son explotados en China para proporcionar su bilis en un mercado farmacéutico valuado en más de 1.000 millones de dólares, según Kirsty Warren, vocero de la Sociedad Mundial de Protección de Animales. Y esto pese a que el principio activo de la bilis de oso, el ácido biliar ursodiol, puede ser producido químicamente en laboratorio, según afirmó a la AFP Richard Thomas, de la Asociación Traffic.

Sobre el significado de parar

Por Marcela Turati, Ciudad de México. Periodista especializada en derechos humanos, desarrollo social, narcoviolencia y víctimas. Fundadora de la Red de Periodistas de a Pie y de Quinto Elemento Lab. Autora de varios libros y reconocida con varios premios internacionales.


Muchas veces las cosas pasan en un momento en que no pueden ser vividas», oí decir tantas ocasiones a un querido amigo. Cuando empecé a leer las noticias del encierro en Europa pensé que para algunas personas, las más afortunadas, éste sería ese tiempo en cámara lenta y soledad en el que se podría vivir lo no vivido. Para escribir, para limpiar, para sentir, para observar, para conectar.

Una amiga italiana me advirtió que ésa era una realidad idealizada: «Ahora trabajo el triple. En la universidad todo lo quieren de inmediato con la excusa de que nos llevamos la oficina a la casa, de que saben que no podemos salir y tienes computadora. Ahora todo se toma como urgente, sigo dando clases, doy asesorías a alumnos, y atiendo a mi familia».

Ha pasado un mes desde ese mensaje, mi semana de meditación silenciosa pasó pronto. Mi adaptación a la tecnología ha sido a la velocidad de un parpadeo, se instaló en mi vida sin haberle dado acceso. Ya comienzo a sentir sus tentáculos que se extienden por mi cuerpo, que lo entiesan, mientras la agenda se llena de solicitudes de videollamadas.

«Esto que llaman home office es mucho office, poco home«, ironizaba ayer una amiga en uno de tantos chats acerca de esto que llamamos teletrabajo o trabajo remoto.

La tecnología, que nos acerca a las personas queridas, que nos ha dado momentos de ternura, inspiración y amor, con la rapidez de una plaga comienza también a ocupar espacios vitales que no le correspondían. Más horas de vida transcurren frente a pantallas.

Mientras fantaseo con las ideas que he leído de resistencias globales y complots locales, mientas me enchufo a clases de danzayoga, o me sumo a grupos de temas insospechados como Tao o carpintería, me pregunto si con esta pandemia la naturaleza nos está indicando con toda su fuerza que es tiempo de PARAR, ¿por qué no escuchamos? Si en esta sacudida estamos viviendo en el cuerpo la crudeza del capitalismo, ¿por qué esperamos para inventar otra cosa? ¿Podremos parar esta máquina, desenchufarnos, y construir otros horizontes? ¿O la vida será ésta?