Lo que viene

Por Javier Molina*

A largo plazo, las grandes crisis suelen implicar grandes progresos para el devenir de la humanidad. A corto y medio plazo, suelen ocurrir hecatombes.

Podemos aliviarnos si pensamos que el horror de la Segunda Guerra Mundial provocó, una vez terminado el conflicto, la toma de conciencia de Europa y de buena parte del mundo para emprender el camino hacia el período de paz, estabilidad y prosperidad más alto y prolongado de la historia universal.

Pero tenemos motivos para temer lo contrario. Es más posible que esta crisis no provoque la definitiva toma de conciencia, sino todo lo contrario. Si seguimos este camino de confrontación, de polarización ideológica y de búsqueda de culpables, el ambiente puede caldearse hasta extremos irracionales y peligrosísimos: así ocurrió al final de la Primera Guerra Mundial: todos se echaron la culpa del desastre, todos buscaron chivos expiatorios (judíos, comunistas, masones, franceses, ingleses, alemanes…), todos reforzaron sus prejuicios chovinistas y sus delirios raciales. El mundo cosmopolita, bohemio y despreocupado de Europa se convirtió en mundo cerrado, temeroso, prejuicioso y racista; el caldo de cultivo perfecto para el advenimiento de diosecillos «salvadores» Mussolini o Hitler, que fueron sin duda los grandes héroes del momento, los personajes más amados por el sacrosanto pueblo. Sus discursos conspiranoicos calaron; una población asustada y empobrecida es propensa a creer cualquier cosa. Sus proyectos criminales triunfaron.

Entre unos pocos, enloquecieron a la mayoría y la encaminaron al abismo. El pueblo europeo destruyó lo mejor de Europa: buena parte del continente quedó convertida en un campo de cenizas. Seis millones de judíos fueron exterminados por el mero hecho de ser judíos. Decenas de millones de opositores al comunismo fueron masacrados. Unos cien millones de personas perdieron la vida en apenas cinco años.

¡Eso no puede pasar en estos tiempos!, pensamos. Pero eso –exactamente eso– pensaban los europeos en 1914, justo antes de recibir la estampida de la hecatombe mundial de 1914 a 1945. Si hay un libro del cual aprender lecciones es El mundo de ayer, del austríaco Stefan Zweig. Estremece contemplar las similitudes con la situación actual: un «mundo de seguridad» que parece una casa de piedra, pero que se derrumba como un castillo de naipes. 

En Estados Unidos, Trump aviva el odio contra los chinos. En China el gobierno señala a los estadunidenses. En América Latina, gobiernos y oposición se tiran los trastos a la cabeza. En Europa, los ricos y ahorradores protestantes norteños se muestran insolidarios con sus vecinos mediterráneos ociosos y corruptos. En España una oposición de tintes franquistas culpa al gobierno de la desgracia y lanza consignas de felonía y alta traición que alimentan los discursos golpistas.

¿Qué puede pasar si seguimos en esta vereda? La historia se empeña en demostrarnos que todo es posible. Y que debemos tener cuidado: nuestros muros de piedra pueden resultar castillos de naipes.

La crisis de 2008 tuvo como resultado el auge del populismo y el nacionalismo: discursos antieuropeos como los del Brexit, discursos belicistas y delirantes como los de Trump, discursos autoritarios como los de Orbán, discursos chovinistas como los de Puigdemont y Casado, discursos racistas como los de Salvini, Bolsonaro y Vox, discursos maniqueos como los de Iglesias y AMLO… ¿Qué puede ocasionar una crisis como la actual? ¿Estamos seguros que los discursos no se radicalizarán hasta niveles irreconciliables?

Es pronto para asegurarlo, pero como afirma Enric González, «todo indica que la pandemia dejará heridas mucho más graves que la crisis de 2008». Las brechas ideológicas, ya de por sí sangrantes, seguirán abriéndose más y más. Cuando el huracán escampe y tengamos que hacer frente al destrozo de cientos de miles de muertos, millones de empleos perdidos y deudas inasumibles, ¿qué discurso triunfará? ¿El de la concordia, la fraternidad y la mesura? ¿O el de la culpa, la traición y la venganza?

Crucemos los dedos para que triunfe el primero. El futuro del planeta está en juego.

*Javier Molina, Madrid. Es escritor e historiador con doctorado en la UNAM. Como periodista ha trabajado en El País, SinEmbargo, Eldiario.es, ABC, Público, Soho, Gatopardo, Letras Libres y Vice, entre otros medios. Es autor de tres novelas.

Nicaragua: publican libro a dos años de la Rebelión de Abril

Foto: Especial

Por Edmundo Jarquín*

Desde el confinamiento voluntario -porque el dictador de Nicaragua oficializó la política de no hacer nada contra el Covid-19, diciendo que “los que han estado con ese discurso son los mismos que quisieron hundir al país en abril del año 2018, y que siempre se aprovechan si hay un incendio, como el de Indio Maíz, ahora se aprovechan de la epidemia”- hemos terminado entre varios autores el libro que con motivo del segundo aniversario de la masacre de abril de 2018 estará disponible libremente por Internet en los próximos días y que anunciaremos en Diarios de Covid-19.

Es la primera ocasión que Nicaragua tiene de cambiar una dictadura por medios pacíficos, sin la polarización que se deriva de una guerra civil o una intervención militar

Bajo el título Nicaragua, el cambio azul y blanco. Dejando atrás el régimen de Ortega, el libro aborda la sangrienta represión contra protestantes pacíficos que de nuevo puso a Nicaragua en el radar de la atención internacional y que se inició exactamente un año y medio después de que publicamos, en lo fundamental los mismos autores, el libro El régimen de Ortega. En ese entonces discutimos si llamarlo o no dictadura, y optamos por el título referido, pero con el subtítulo: ¿Una nueva dictadura familiar en el continente? En ese libro analizamos las causas estructurales por las cuales una crisis del régimen de Daniel Ortega era inevitable, aunque lejos estábamos de saber cuándo y, menos aún, su saldo trágico.

Lo que ocurrió fue eso, una masacre colectiva a partir del 18 de abril de 2018 tras la rebelión estudiantil. Protestas pacíficas fueron reprimidas en forma sangrienta. Saldo: 325 personas asesinadas, de las cuales 21 serían policías, según alega el gobierno, y 24 niñas, niños y adolescentes; más de 2.000 heridos, la mayoría de bala, y casi 60.000 exiliados, fundamentalmente en la vecina Costa Rica, en menos de seis meses desde el inicio de las protestas.

En Nicaragua, el cambio azul y blanco –que alude a los colores de nuestra bandera patria, convertida en símbolo de resistencia– se examina, desde diversas perspectivas temáticas, la naturaleza de la crisis del régimen de Ortega, el enjuiciamiento internacional por la violación de los derechos humanos, el papel de los diversos actores y sus condicionantes internos e internacionales, así como las propuestas de salida pacífica, incluida la reforma electoral, y sus consecuencias económicas. Al final, se presenta la notable convergencia programática que sirve de base para esbozar la nueva Nicaragua que la unidad nacional contra Ortega se propone construir.

Como afirmo en la Introducción del libro, esta es la primera ocasión que Nicaragua tiene de cambiar una dictadura por medios pacíficos, sin la polarización que se deriva de una guerra civil o una intervención militar como ocurrió en el pasado, y en esta posibilidad radica la oportunidad de construir una convivencia democrática de todos los nicaragüenses. La promesa que significa la confluencia de fuerzas formadas contra la dictadura, plural en lo político y heterogénea en cuanto a clases sociales, circunstancias que anticipan una amplia convergencia programática, que veremos en el capítulo final, en torno al eje democracia y economía de mercado como puntos de apoyo a un desarrollo económico y social, que deberá ser equitativo y respetuoso del medioambiente, para que sea sostenible.

*Político nicaragüense, ensayista y consultor de políticas públicas (Ocotal, 1946), ex embajador de Nicaragua en México (1984-88), ex candidato a la presidencia de la República por el Movimiento Renovador Sandinista (MRS) en 2006, y a la vicepresidencia en 2011 por la Alianza PLI. Ministro de Cooperación Externa en los ’80 durante la revolución sandinista, integra la coalición opositora Unidad Nacional Azul y Blanco.

Flores de invierno

Por Arantxa de Haro*

En medio del encierro y la pandemia, a fines de marzo nevó inesperadamente sobre los cerezos en Tokio. Crédito de foto: @PaprikaGirl_JP

Entre cambios de realidades y tiempos disonantes, nos encontramos reiniciando bajo condiciones poco favorables las labores que dejamos suspendidas en el tiempo. Mi reconfortante encierro acaba. El cobijo de aquella pausa me ha dejado de nuevo al descubierto, como quien deberá correr de nuevo y retomar el vertiginoso estilo de vida del salto de mata. El capitalismo voraz, del que no puedo negar soy parte, ha hecho que mi relación con los alimentos sea precaria: un cóctel de ansiedad social, expectativas y una imagen corporal rota, fueron las condiciones perfectas para que adictivos alimentos me engancharan. No puedo negar, una vez más, que en el aburrimiento en mi teléfono abro la aplicación de Amazon: miles de artículos a disposición de un click para sentir la adrenalina de adquirir algo. La intoxicante dopamina del consumo se esfuma una vez que ha llegado el producto. Una Navidad que elegimos tener cada que pedimos un paquete… paquete que es traído por la gente más desprotegida de la sociedad. Viajar sin preocuparse de otros algunos lo harán, mientras que otros nos quedamos en casa consumiendo en un frenesí de lo superfluo. Por lo que me quedo pensando que aún en la inmovilidad seguimos enganchados a nuestros vicios.

Por otro lado, los miedos sociales. Miedos irracionales que no terminan por sabotearnos de una u otra manera. Creí siempre estar más enferma de lo que estaba, también sobreestimé mis capacidades. Un par de exámenes neurológicos y psicológicos mapearon mi realidad en ese órgano llamado cerebro. Con gran tranquilidad, el papel de los resultados me vio al rostro, sonrió y sentí como si me hubiese dicho con un guiño: “¿ves cómo no eras tan rara? Anda ve y quítate esos pesos autoimpuestos sobre tus hombros”. La deuda que sentía que tenía con otros no era más que un ego inflado que nació como mecanismo de protección al maltrato. No necesitaba dar mi 130% a costa de mi salud, no requería desvelarme durante tres meses para ganar una décima más, no era necesario ser la mejor ante todos. Sólo era necesario fuera feliz conmigo misma.

Suena vacío, y sin embargo ahora lo entiendo. Ninguna relación amorosa, la cual siempre aspiré culminara en matrimonio para cumplir con el papel impuesto por la heteronorma, afortunadamente nunca terminó en ese destino. Sólo sentía la presión de llegar a ese punto para tachar la lista de pendientes que se me había impuesto. En su momento, en mi infancia soñaba con ser monja, luego militar y luego la esposa de algún hombre de familia conservadora. Y ahora, en medio de los fracasos de llegar al camino de la ama de familia, no puedo evitar señalar que en realidad esa nunca fue mi naturaleza. No me sorprende que Casa de muñecas de Ibsen haya sido mi novela favorita. Mientras que jugueteo con esa idea de teñirme el pelo de rosa, dejar que quien me ame (sea quien sea), lleve un proceso emocional y espiritual más que un montón de logros académicos. La vanidad es inútil en estos tiempos. Sólo es necesario cumplir nuestros sueños, porque siento que esta vida es tan frágil como una flor en invierno.


*Oriunda de León, Guanajuato, es un geek con licencia (mas no ejerce), se sostiene de su hobby, los idiomas. Su necio gusto por lo multidisciplinario la volvió estudiante de Derecho. Se la pasa los fines de semana tomando café y escribiendo. Vive en una nación independiente que es su departamento, acompañada de una orquídea y un perrito. Aliada feminista LGBT+, su segunda casa es Twitter: @arantxatzeitel  

Vacunas

Por Juan Carlos Salazar del Barrio*

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La pandemia ha traído a la memoria de muchos lectores las palabras, a estas alturas proféticas, con las que Charles Dickens inicia su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos (…). Todo lo poseíamos, pero nada teníamos”. Hemos pasado de “la primavera de la esperanza” al “el invierno de la desesperación”. Dickens, quien vivió en pleno siglo XIX (1812-1870), hace un retrato de su tiempo, pero si no lo supiéramos, diríamos que está describiendo al mundo de la pandemia.

Creíamos estar viviendo “en el mejor de los tiempos”, en “la edad de la sabiduría”, gracias al progreso de la civilización en todos los sentidos, pero un virus insignificante ha puesto al descubierto nuestra enorme fragilidad, la de todos, más allá del mundo que nos acoge, seamos del primero o del tercero, y nos ha mostrado, también en palabras del novelista inglés, que estábamos viviendo al mismo tiempo en “la era de la luz y de las tinieblas”.

Y este despertar ha sido particularmente dramático en los países desarrollados, a los que teníamos como paradigma del Estado de Bienestar gracias al avance y conquista de los derechos sociales, pero también en aquellos otros, supuestamente en vías de desarrollo, cuyos gobernantes nos señalaban a Suiza como una utopía al alcance de la mano y pretendían hacernos comulgar con ruedas de molino cuando nos aseguraban que la extrema pobreza era cosa del pasado.

La “nueva normalidad” que se avecina, cuando pase la pandemia, no augura nada bueno. No voy a hablar de los cuatro jinetes del Apocalipsis para no contribuir al pesimismo que embarga a la sociedad, pero la peste ya está aquí y el hambre aparece en el horizonte, a lomo de una gigantesca crisis económica. Sin mencionar a los otros dos jinetes bíblicos, para no pecar de agorero, no es difícil pronosticar que al salir de la emergencia nos encontraremos con desafíos hasta ahora desconocidos.

La sociedad se habrá inmunizado para entonces contra los falsos profetas, porque la democracia también genera sus propios anticuerpos

La pregunta es si el mundo está preparado para darles respuesta y si nosotros mismos, como país, estaremos a la altura de las circunstancias para hacer de la crisis una oportunidad.

Lawrence Summers, un economista que dirigió la Universidad de Harvard durante seis años y manejó el  Tesoro de Estados Unidos en el gobierno de Bill Clinton,  pronostica una gran convulsión por las consecuencias que generará la pandemia, de la que dice que marcará un antes y un después en todos los órdenes. Y sostiene que los Estados Unidos no han sabido liderar al mundo en un combate que debería haber sido global y que requería de una conducción clara y firme. Tampoco supieron hacerlo las democracias europeas. 

Summers recuerda el éxito relativo de Asia, en relación a las potencias occidentales, y llega a una conclusión: así como el siglo XIX fue británico y el XX estadounidense, es probable que el XXI sea asiático. ¿Será Pekín la nueva Roma?, se pregunta el economista, quien también dirigió el Consejo Nacional de Economía de Estados Unidos durante la presidencia de Barack Obama.

Si Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea no supieron conducir a la humanidad en la actual emergencia global, ¿podrán hacerlo en el futuro ante los desafíos que se avecinan? No sólo los inminentes, como el de las desigualdades económicas y sociales agudizadas por la crisis sanitaria, sino los que habrá que afrontar tras la “nueva normalidad”, como el del cambio climático, porque, como en el breve cuento de Augusto Monterroso (“El dinosaurio”), cuando despertemos de la pesadilla, los problemas seguirán ahí, pero acrecentados.

Esta ausencia de las antiguas potencias en la conducción de la lucha global contra la pandemia tiene un correlato, igualmente dramático, que es el “liderazgo” en el “top ten” de países con más contagios y muertes por el Covid-19. ¿Causa o efecto? 

Coincidentemente, Estados Unidos y Gran Bretaña están gobernados por dos negacionistas, Donald Trump y Boris Johnson, a quienes une no sólo el  credo político e ideológico, sino también la ignorancia, la estupidez  y el desprecio por la ciencia. Tampoco extraña ver en la misma lista al Brasil de Jair Bolsonaro y al México de Andrés Manuel López Obrador, los países más golpeados en América Latina, que subestimaron la peligrosidad del virus y ahora se enfrentan a los estragos del contagio, lo que demuestra que los populistas de izquierda y derecha abrevan en las mismas aguas.

Las miradas del mundo entero están puestas en una decena de laboratorios que trabajan afanosamente en la búsqueda de una vacuna. Tal vez el género humano produzca sus propios anticuerpos antes de que los científicos encuentren la fórmula salvadora. Lo que sí es seguro es que la sociedad se habrá inmunizado para entonces contra los falsos profetas, porque la democracia también genera sus propios anticuerpos.

*Periodista, escritor y profesor boliviano (1945), ex director del servicio en español de la agencia alemana de prensa DPA. Cubrió la guerrilla del Che Guevara en Bolivia (1967) entre otros sucesos históricos en América Latina. Ex director del diario Página Siete, Premio Nacional de Periodismo 2016 y coautor de La guerrilla que contamos, historia íntima de la cobertura periodística de la guerrilla del Che. Facebook y Linkelin: Juan Carlos Salazar

«Para celebrar la aparición del coronavirus»

Por Francisco Hernández*

Diarios de Covid-19 se complace en compartir con sus lectorxs estos versos manuscritos enviados por el poeta mexicano Francisco Hernández (San Andrés de Tuxtla, Veracruz, 1946), Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes entre muchos otros reconocimientos por su prolífica obra que incluye una treintena de poemarios como Mi vida con la perra, El corazón y su avispero, Moneda de tres caras, La isla de las breves ausencias y Población de la máscara.

En este poema dedicado a la pandemia, el también Premio Nacional de Ciencias y Artes, Premio Xavier Villaurrutia y Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines –preseas que, sin embargo, nunca le hicieron perder su modo cordial y humano– confronta a la peste desde la desolación, la tragedia y el sarcasmo.

Animal salvaje

Por Vonne Lara*

Vonne y Minerva. Foto: cortesía de la autora

Nunca falla. A las siete de la noche es mi “hora loca”. Muy parecida a la que tienen los gatos cuando comienzan a correr sin control por toda la casa y te pasan como rayo entre las piernas o frente a tu cara, recorren el sofá en un segundo y dan vuelta en el pasillo con gran trabajo y agilidad al mismo tiempo.

Mi gata tiene esos momentos, esa hora loca endemoniada. Lo mejor que puedo hacer es permanecer en calma y dejarla que me pase por encima una segunda o tercera vez. Gritarle sería, además de ridículo, vano. Interponerme en su camino una osadía que no estoy dispuesta a pagar.

Cuando la veo así distingo sus orejas echadas para atrás, sus pupilas dilatadas, incluso parece que sus ojos han doblado su tamaño y contienen una mirada perdida proveniente desde lo más salvaje de su naturaleza. Porque bien sabemos que los gatos no están domesticados, sino que tan solo le perdieron un poquito el asco a los humanos, sobre todo a los humanos proveedores de alimento y juguetitos. Enfrentarse con esa mirada felina, enloquecida, sin rastro del supuesto apego que nos tiene, es enfrentarse con una fuerza implacable y peligrosa. Así mismo me pasa en mi hora loca.

No falla. A las siete de la noche durante estas semanas de interminable cuarentena me ha dado la locura —por supuesto que sin la agilidad y gracia de mi gata—. A esas horas muchas veces ya he terminado mis labores, o, para ser más sincera, ya estoy cansada de ellas y me alejo de la computadora. Intento leer, tocar la guitarra, recoger la mesa, salir al patio a fumar, regar las plantas, echar un ojo al celular y luego repito todo esto sin éxito. Derrotada por no poder aplacar mi locura interna.

Intento que se relaje, que deje de corretear por toda la casa, en este caso en mi interior, ese hogar solitario que todos tenemos y en donde, por fortuna y también por desgracia, solo somos unos solos solos. No lo voy a negar, ha habido horas locas que he aplacado con, como dice Fabián Casas, “el psicólogo rubio”: es decir con un whisky. Pero como todo paliativo mágico su poder ha sido insuficiente e insostenible para tantos y tantos días iguales, o, para ser más sincera, para ya no digamos curar sino calmar un poco la locura de tantos años que encontró en la cuarentena la rendija perfecta para gritar desde adentro.

Quizá lo que me da más ansiedad —porque ya es momento de nombrar las cosas como son— es, oh, qué sorpresa, no poder salir. Pero no porque quiera salir, sino porqueno puedo salir. Como en esas ocasiones que se te acaba el agua y justo, justo, justo en la noche te da sed nomás por llevar la contraria y complicarte la vida. Sí es verdad que me gustaría ver a mis padres, a mis hermanos y a mi sobrino, pero de ahí en fuera la verdad que solo tengo ganas de ver a otros dos humanos más. Esos dos amigos son de los que me han demostrado que hay hermandades que se construyen por puro amor. La cuarentena diluyó nuestros planes de ir juntos a la playa y de pasar tardes y tardes jugando Catán con dolor en el abdomen de tanto reír, como otras veces hemos hecho. Pero, claro, no es momento de lamentarse de un privilegio godín, sino de observar lo que detona la ansiedad. En resumen, es porque quiero ver a mi familia y a mis amigos, aunque la causa principal es que tengo un vacío interno muy grande que en diferentes épocas lo he intentado llenar con artículos de toda clase: humanos, animales, drogas, libros, comida, humanos animales, animales humanizados, humanos idealizados, humanos droga, libros oscuros, animales indomables, comidas gordas, drogas incontrolables, humanos amantes, humanos castrantes, adicción a los humanos —no, a uno solo, decisión fatal—, animales como droga, comida sin grasa, sin carbos, sin azúcares, libros animales, libros comida. Ese vacío jamás se llenó ni se llenará de esa forma. Por fin lo sé.

Como si de un acto de magia se tratara, mi gata pasa de su hora loca a aparecer echada en el brazo del sillón durmiendo con una tranquilidad y una belleza, que casi me hace olvidar que me usó de trampolín dos veces durante sus correrías frenéticas. Así mismo me sucede con la ansiedad. Cuando por fin baja de sus niveles de vértigo, casi le creo que no fue para tanto. Es una trampa, muy parecida a la de los gatos que nos dejan creer que los hemos domesticado, aunque en realidad siempre serán salvajes. Tal vez lo único que queda por hacer es lo que mi maestro de meditación llama “rendición”. Es decir, soltar el cuerpo, soltar las supuestas riendas que tenemos de la vida y de las personas, soltar la idea de que tenemos control sobre las cosas y, sí, descansar en el caos.

Esa locura de las siete ha sido para mí como un portal a otra dimensión. Una dimensión muy profunda y casi inexplorada porque le temo, porque ver nuestro interior es presenciar un encuentro de espejos delirantes. La rutina —o la calca exacta entre un día y otro— de la cuarentena ha hecho que incluso la ansiedad tenga su hora exacta de aparición. Y, pues, la veo, me quedo quieta, como cuando veo a mi gata en ese estado; respiro, la veo ir y venir, respiro, la veo saltar, tirar cosas, desestabilizar otras, a veces cierro los ojos, pero solo por unos segundos por si se le ocurre arañarme la cara, a veces me atrevo a mirar por sus ojos de cenote y es verdad que descubro cosas: esqueletos, sacrificios, también ofrendas y, sí, cosas de una belleza inexplicable, aunque macabra. Me quedo quieta, callada, en rendición. Sé que pasará, me digo, sé que pasará.

*Mujer y mamá cósmica. Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Escribo en Hipertextual, la columna “Reflexiones Apátridas” para Notas Sin Pauta, ensayos en vonnelara.com y edito el folletín Soflama, gabinete de ensayos.

Twitter: @vonvonnet

“El mundo en pausa”, otra forma de ver la pandemia

Por Gabriela Selser*

Teaser del original documental iberoamericano filmado sólo con celulares

Por Gabriela Selser*

El coronavirus no sólo desgracias ha traído a la humanidad. La gente se está interrelacionando de otra forma, pasa más tiempo con sus hijos y sus perros, y ha potenciado su necesidad de crear y comunicarse. Al menos eso parece revelar la cantidad de producciones literarias y artísticas que están naciendo por todos los rincones del mundo, en medio de pequeños y enormes dramas cotidianos.

Tal es el caso de la película “El mundo en pausa”, creada por 26 directores, guionistas, productores y realizadores de 23 países iberoamericanos que quisieron mostrar cómo se vive la pandemia en diversos lugares del planeta, con sus diferentes y particulares miradas.

“Es un documental hecho con imágenes de la vida cotidiana que ciudadanos anónimos de América Latina, España y Portugal grabaron durante un día de confinamiento, dirigidos por creadores audiovisuales”, dicen los autores de la mayor coproducción iberoamericana jamás lograda.

El jueves 30 de abril de 2020 fue la fecha escogida para filmar “un día concreto en un año histórico para la humanidad”. Ellos quisieron simplemente mostrar “cómo viven personas de lugares muy distintos una situación que marcará un antes y un después” para todos, explican en el dossier de presentación.

Gloria Carrión, cineasta nicaragüense. Foto: Especial

Retrato colectivo del confinamiento

“El día fue elegido al azar… justamente porque quisimos que fuera un día cualquiera”, dice la cineasta nicaragüense Gloria Carrión, participante de este documental, en entrevista con Diarios de Covid-19.

La idea de la película partió del interés de los realizadores españoles Ferrán Cera, Manuel Estudillo y Álvaro Lavín, de la televisora Visiona TV, que quisieron plasmar un “retrato colectivo” del confinamiento en cada país. Las compañías españolas La Mula Films y Meridional Producciones apoyaron el megaproyecto.

Richie Mejía, de México; Vladimir Dacol, de Colombia, y Roberto Barba, de Perú, junto al cubano Esteban Jiménez, el argentino Gabriel Lahaye y la brasileña Adriana Oliveira son otros de los co-productores, al igual que la documentalista costarricense Natalia Solórzano, la salvadoreña Marcela Zamora y el hondureño Enrique Medrano.

La banda sonora de “El mundo en pausa” también fue una creación colectiva y multitudinaria: 26 músicos y cantautoras, entre ellos la joven nicaragüense Ceshia Ubau, no dudaron en unirse a la aventura.

A juicio de Gloria Carrión, esta película “busca retratar las distintas caras de esta realidad extrema en términos sanitarios, pero también sociales y humanitarios. Dar cuenta de la diversidad entre países, pero también dentro de cada país, cómo viven esta situación inédita los distintos grupos sociales en cada territorio”.

Y para capturar las diferencias y también los lugares comunes, el filme recoge entrevistas en quechua y en otras lenguas indígenas latinoamericanas. “El proyecto lleva en su ADN la voluntad de reflejar la pluralidad social, racial y cultural de los países participantes”, remarcan los productores.

“El mundo en pausa” no tiene fecha de estreno pues aún se trabaja en la post-producción, pero sus realizadores esperan tenerla lista este mismo año. Creen que podría durar de 60 a 90 minutos.

Un comentario social

El enfoque social del filme es un punto que remarca Gloria Carrión, directora del documental autobiográfico “Heredera del viento” (2017) y de la coproducción centroamericana “Días de luz”, que se acaba de estrenar justamente el sábado 23 de mayo.

“Pienso que esta película es un comentario social, una puesta en escena de lo que esta pandemia está generando; cosas como la solidaridad, el acercarse más a la naturaleza y a la familia, pero también la contra-cara de eso: la pobreza, la violencia intrafamiliar y el descuido de algunos gobiernos, como el de Nicaragua, que no han tomado medidas preventivas y han expuesto irresponsablemente a la población”, señala.

En la parte nicaragüense del documental, Gloria trabajó la historia en tres niveles, partiendo de su entorno más íntimo, retratado en primeros planos, “para ahondar en la idea de que el confinamiento te permite volver a mirar lo rutinario y lo cotidiano, pero de una manera distinta”.

La cineasta viajó al municipio de El Crucero, al sur de Managua, y también salió con su teléfono móvil a recorrer las calles de su barrio, donde entrevistó a Raquel Rugama y a otras mujeres que se ganan el sustento palmeando tortillas de maíz. Ellas, sus personajes principales, le cuentan cómo sobreviven el día a día de la feroz pandemia.

Un detalle curioso de “El mundo en pausa”: es un documental filmado únicamente con teléfonos móviles, sin cámaras profesionales. “Todos filmamos al mismo tiempo y solamente con nuestros celulares, lo cual nos lleva a reflexionar cómo esta pandemia está transformando también los medios de producción del cine y dando más espacio a las plataformas digitales. Y eso es algo fascinante”, concluye Carrión.

“El mundo en pausa” es una coproducción de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Portugal, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela

*Gabriela Selser es periodista argentina-nicaragüense. Escribe desde Managua para la televisora alemana Deutsche Welle y la agencia internacional de noticias The Associated Press. Ha publicado dos libros y es secretaria de la Junta Directiva de PEN Internacional/Nicaragua.

Upside-down Psychiatry

By Khaldoon Ahmed*

Photo by Sid Ali on Pexels.com

I am a psychiatrist working on a ward in an inner city hospital in London. Every day in the small nursing office the psychologist asks the staff how they are coping on a scale of green, amber and red. We are now more green than amber, and are now used to the “new normal” in this upside down world.
The hospital is part of a National Health Service (NHS) Mental Health Trust in a dense urban area which was historically known for poverty. We serve a mixed population of immigrants and their children, and well paid professionals who work close by in the financial centre of the City. London is the quintessential global city, and it is no surprise the pandemic swept through here like a howling gale that still rages.
In late February the pandemic was ravaging Italy and Iran. About then I developed a dry cough worse at night, with a fever. It was strange as there were few confirmed cases reported the UK, and I had no idea if I had the virus. I had mild symptoms and took a week off work. On my return there was still no social distancing in place. I attended meetings in packed rooms, feeling incredibly self conscious that I might be infective to others. The sweatiness I felt was as much from fear as infection.
Two weeks later I was redeployed to the the psychiatric ward. The Trust wanted doctors to stay at one site rather than move between sites. I arrived in another world, half of the staff were unwell or self isolating. A psychiatric ward usually is a strange place, but now it felt eerie. Patients wandered the corridors confused. There was no-one to organise the daily exercise sessions or board games. 
We tried to explain social distancing to the patients, none complied. Some had grandiose delusions and thought they could cure the virus. One patient demanded to leave the hospital to go to Buckingham palace so he could meet Prince Phillip to distribute aid for the pandemic. When this is over we will find out the true horror of how many patients in psychiatric wards in the country died because of the virus.
There was only enough PPE (Personal Protective Equipment) to see patients with confirmed infection. This did not make sense. So many staff were developing COVID19, the patients needed protection from us as much as we needed from them. 
We then had our first patients with the virus. They generally had mild illness, but had to be put in isolation rooms. One manic patient alternatively thought he was Prophet Mohammed or the head of the CIA. He was infected with coronavirus and could not understand why he was forced to stay in the isolation room. He came out 7 days later, free of both of infection and mania, but described going through hell. It was a double incarceration – of being forced to onto a psychiatric unit, and then being forced into a locked isolation room. 
The following week our PPE arrived. We put on our blue surgical scrubs and face masks. Our transformation symbolised a new identity, and the complete change happening inside and outside in the world. 
At night I followed with gripped anxiety the discussions on doctors’ facebook groups. How oxygen saturation drops suddenly in infected patients, and how catastrophic immune responses can result in death. I suddenly longed to work in hospital medicine again, as I did when I was a junior doctor. A small part of me still thought that being a psychiatrist was not the same a ‘proper doctor’. I could not convince myself that I was on the front line. Of course we were all on the front line as NHS workers.  The mentally ill are the most neglected in both society and the health system. To be here looking after them when everything was falling apart was after all, important.
Things are still upside down. This week we started to check the temperature of all the staff as they arrive to work. Why did we not do this earlier ? We ask the same thing of the government who are only now monitoring arrivals from international flights. Trauma specialists advise against psychological therapy immediately after a disaster. To recount what has happened too soon deepens the trauma, like opening wounds stops healing. We are a long way from the point where we can process this.

*Khaldoon Ahmed is a consultant psychiatrist and creative non-fiction filmmaker. He was born in London to a Pakistani family. He did his medical training at University College London where he also completed a masters degree in social anthropology. His short films have screened in festivals around the world from the Berlinale to Sheffield Doc/Fest. He just completed an experimental film about madness and architecture called ‘John Meyer Ward’. Khaldoon has taken creative writing courses at Under the Volcano, in Tepoztlán, Mexico.
Instagram: Khaldoon_ahm_d
Facebook: Khaldun Ahmad

Psiquiatría invertida

Por Khaldoon Ahmed*

Traducción: Alicia Quiñones

Photo by Sid Ali on Pexels.com

Soy un psiquiatra que trabaja en una sala en un hospital en el centro de Londres. Todos los días, en la pequeña oficina de enfermería, el psicólogo pregunta al personal cómo les está yendo en una escala de verde, ámbar y rojo. Ahora somos más verdes que ámbar, y ahora estamos acostumbrados a la «nueva normalidad» en este mundo al revés.

El hospital es parte de un Fideicomiso de Salud Mental del Servicio Nacional de Salud (NHS) en una zona urbana densa que históricamente era conocida por su pobreza. Servimos a una población mixta de inmigrantes y a sus hijos, y a profesionales bien remunerados que trabajan cerca en el centro financiero de la ciudad. Londres es la ciudad global por excelencia, y no es de extrañar que la pandemia se extendiera por aquí como un aullido que todavía se desata.

A finales de febrero, la pandemia estaba asolando países como Italia e Irán. Por aquellos días desarrollé una tos seca que empeoraba por las noches, con fiebre. Era extraño ya que había pocos casos confirmados informados en el Reino Unido, y no tenía idea de si tenía el virus. Tenía síntomas leves y me tomé una semana fuera del trabajo. A mi regreso todavía no había distancia social en el lugar. Asistí a reuniones en espacios llenos, sintiéndome increíblemente consciente de que podría ser contagioso para los demás. El sudor que sentía era tanto por el miedo como por la infección.

Dos semanas más tarde fui reasignado a la sala de psiquiatría. El Trust[1] quería que los médicos se quedaran en un sitio en lugar de moverse entre sitios. Llegué a otro mundo, la mitad del personal estaba mal o se aisló. Una sala psiquiátrica generalmente es un lugar extraño, pero ahora era un sitio inquietante. Los pacientes, confundidos, deambulaban por los pasillos. No había nadie para organizar las sesiones diarias de ejercicio o los juegos de mesa.

Intentamos explicar el distanciamiento social a los pacientes, ninguno cumplió. Algunos tenían delirios de grandeza y pensaban que podían curar el virus. Un paciente exigió salir del hospital para ir al palacio de Buckingham para poder reunirse con el Príncipe Felipe y distribuir ayuda para la pandemia. Cuando esto termine, descubriremos el verdadero horror de cuántos pacientes en salas psiquiátricas en el país murieron a causa del virus.

Solo había suficiente PPE[2] (Equipo de Protección Personal) para ver a pacientes con infección confirmada. Esto no tenía sentido. Mucho personal estaba desarrollando Covid-19, y los pacientes necesitaban protección de nosotros tanto como nosotros de ellos.

Luego tuvimos nuestros primeros pacientes con el virus. En general, tenían una enfermedad leve, pero tuvieron que ser puestos en salas de aislamiento. Un paciente maníaco pensó alternativamente que era el profeta Mahoma o el jefe de la CIA. Estaba infectado con coronavirus y no podía entender por qué se vio obligado a permanecer en la sala de aislamiento. Salió siete días después, libre de infección y manía, pero describió haber pasado por el infierno. Fue un doble encarcelamiento: ser forzado a ingresar a una unidad psiquiátrica y luego ser forzado a una sala de aislamiento cerrada.

La semana siguiente llegó nuestro PPE. Nos ponemos nuestra ropa quirúrgica azul y las máscaras faciales. Nuestra transformación simboliza una nueva identidad y el cambio completo que ocurre dentro y fuera del mundo.

Por la noche seguí con gran ansiedad las discusiones sobre los grupos de doctores en Facebook. Cómo la saturación de oxígeno cae repentinamente en pacientes infectados y cómo las respuestas inmunes catastróficas pueden provocar la muerte. De repente anhelaba volver a trabajar en medicina hospitalaria, como lo hacía cuando era médico junior. Una pequeña parte de mí todavía pensaba que ser psiquiatra no era lo mismo que un «médico apropiado». No podía convencerme de que estaba en primera línea. Por supuesto, todos estábamos en primera línea como trabajadores del NHS. Los enfermos mentales son los más descuidados, tanto en la sociedad como en el sistema de salud. Después de todo, estar aquí cuidando de ellos, cuando todo se estaba desmoronando, era importante.

Las cosas todavía están al revés. Esta semana comenzamos a verificar la temperatura de todo el personal cuando llegan al trabajo. ¿Por qué no hicimos esto antes? Le pedimos lo mismo al gobierno, que solo ahora está monitoreando las llegadas de vuelos internacionales. Los especialistas en traumas desaconsejan la terapia psicológica inmediatamente después de un desastre. Si se desea relatar todo lo que sucedió demasiado pronto, el trauma se podría profundizar: abrir heridas detiene la curación. Estamos muy lejos del punto donde podemos procesar esto.

Lee la versión en inglés

*Khaldoon Ahmed es consultor psiquiatra y cineasta creativo de no ficción. Nació en Londres en una familia paquistaní. Realizó su formación médica en el University College de Londres, donde también completó una maestría en Antropología Social. Sus cortometrajes se han proyectado en festivales de todo el mundo desde Berlinale hasta Sheffield Doc / Fest. Acaba de completar una película experimental sobre la locura y la arquitectura llamada «John Meyer Ward». Khaldoon ha tomado cursos de escritura creativa en Under the Volcano, en Tepoztlán, México.
Instagram: Khaldoon_ahm_d
Facebook: Khaldun Ahmad


[1] Un departamento dentro del NHS.

[2] Personal Protective Equipment.

Cuarentena, una opción de pandemia en Venezuela

Por Juan Carlos Rozo*

Fotos: cortesía del autor

Las manchas en Eduardo no desaparecen ni en cuarentena, es mecánico y como todos “no estaba preparado para quedarme haciendo nada en casa”. Su dinámica se redujo drásticamente y de unas 10 busetas (camiones) que revisaba/arreglaba a diario, hoy sólo atiende a tres o cuatro conductores que ya no hacen traslados nacionales sino meramente municipales.

Casado y con cuatro hijos se planta frente al corona y dice no tenerle miedo, agradece estar sano y labora a pago diario para conseguir alimentos que ya no escasean, pero sí han encarecido por la decadencia en producción nacional. También destina para el alquiler (aunque hay normativa presidencial para no cobrar mensualidades de arrendamientos por seis meses, sólo que como en pueblo sin ley, no se cumple). 

Eduardo vive en Venezuela, uno de los países con menores cifras de contagios en el continente, 882 desde hace diez semanas que se detectó el primero, según el gobierno. Casi cerca de 70% de los casos han sido contagiados en otros países (importados les dice el ejecutivo) y corresponden a connacionales llegados básicamente desde Colombia, Perú, Ecuador y Brasil. Es la mayor ola de retorno, hasta ahora van 43 mil repatriados en pandemia, regresan no por gusto precisamente, sino casi por obligación al no ser incluidos en sistemas de salud de otras naciones. 

A la fecha, el país hace gala de una contención del Covid-19, van casi 617.000 test de despistaje -el mayor número en América Latina-, pero viene el contraste: esta última semana la curva ha ido creciendo y registra las mayores cifras de infección, 37 un día, 77 otro, 131 otro. El panorama coincide con la flexibilización de la cuarentena, niños, jóvenes y adultos mayores ya pueden salir (aún con restricción de horarios). Aunque son más los Eduardos que tienen la cuarentena como una mera opción, con casi nulas medidas de protección sanitaria “la prioridad es tener comida en la casa, por eso tengo que trabajar”.

En el interior de Venezuela el desafío es mayor, mercados llenos de compradores, busetas de transporte público con hacinamiento de pasajeros o transeúntes sin cubrebocas (obligatorio desde el inicio del distanciamiento) hacen ver la pandemia como visita imposible o nada peligrosa. A Eduardo no le asusta mucho el hecho de que exista registro de 10 muertos, la cifra no cambia (por fortuna) desde hace un mes. 

En los medios nacionales casi no se habla de los recuperados -272 confirmados-, aun así y con titulares sensacionalistas por los, la alarma es casi inexistente, la moda del corona parece estar terminando temporada y aunque con muchas modificaciones, una nueva “normalidad” criticada de por sí por tener en contra carencias de combustible e hiperinflación (aunque de eso ya hablaremos en una nueva entrega) se ha impuesto y a Eduardo no le ha quedado otra que asumirla.

*Periodista colombo-venezolano, presentador de noticias. Articulista y colaborador de medios extranjeros. Twitter: @JCarlosRozo