Hola… perdona la intromisión, te parecerá un poco extraño que escriba después de un par de años tratando de borrarte de mis pensamientos, pero mira, el mundo no logró ser un mejor lugar sin ti. Perdona que te lo diga así, a bote pronto, pero me conoces mejor que yo y soy muy directo.
Me encuentro encerrado entre cuatro paredes, mirando el teléfono, la televisión, las noticias y ha regresado a mi memoria como si fuese ayer aquel día de la despedida; recuerdo las lágrimas inundando tus mejillas, esos labios tratando de sorberlas, estabas ojerosa y muy enojada. Los dos lo estábamos. No supimos perdonar. La soberbia nos ganó la batalla y perdimos los dos. Tú estabas abatida, te fuiste con la misma maleta con la que te vi llegar un día, con otros ojos, aquellos cargados de ilusión. El día del adiós me dejó una oquedad que jamás pude llenar. Lo habíamos vivido todo, sin embargo, jamás había experimentado la mordida de la soledad, el dolor de saberte perdida para siempre.
No te lo niego, en este tiempo sin verte he tenido relaciones efímeras con algunas mujeres, y dirás que la frase es muy trillada pero no es lo mismo sin ti. Traté de enarbolar mi nueva libertad junto a utopías que me conducían a la forma en la que caminabas, a tu manera de fijar en mí las ventanas de tus ojos. Me fue imposible olvidarte en otras pieles, aunque te confieso que era lo que ansiaba. ¡Cómo le di vueltas a tu idea romántica de que el amor no se satisface en encuentros casuales! A final de cuentas creo que siempre tuviste la razón. Te acusé de sentimentalismos novelescos y ahora estoy derribado por ellos.
Después de llevar semanas en soledad, hablando solo conmigo mismo, pienso que tú y yo éramos hogar. A pesar de las dificultades, cuando estábamos juntos me sentía en casa y ese estremecimiento no lo he tenido de nuevo.
Al escribir estas líneas me doy cuenta de la falta que me hace tu presencia. Le doy “enviar” a este mensaje con un nudo en la garganta, con el pulso acelerado, esperando que alguien más inteligente y afortunado que yo, no haya podido descubrirte.
Antonio.
Enviado…
Basado en una noticia del periódico español El País publicada el 11 de junio de 2020, “Amor en cuarentena: entre la fantasía y el recuerdo de un ex que llega al espectador por Whatsapp”
*Escritora nicaragüense (Managua, 1968), con especialización en literatura comparada y Posgrado en lectura, edición y didáctica de la literatura por la Universitat de Barcelona; licenciada en economía por el ITAM. Ha publicado la novela La muralla y participado en las antologías de cuento Once mujeres que cuentan erotismo y Mujeres de miedo que cuentan, de la editorial mexicana Narratio.
Enamorarse es un acto suicida. Frente al abismo de nuestros límites, del terreno seguro, aunque escabroso de nuestra soledad uno se pregunta ¿cómo diablos sucedió esto? Y entonces uno recuerda: ah, sí, el alma esa por la que siento este carboncito incendiándose en mi pecho; ah, sí, los ojos esos en los que no dejo de pensar; ah, claro, la voz esa que resuena constante en mi pensamiento. aunque su emisor no esté presente.
Enamorarse en medio de la pandemia es todavía más atroz. Enamorarse es así, saber del acantilado que sigue y continuar la marcha. Darse un martillazo en el dedo del pie nomás por puro gusto. Como si esto fuera poco, en medio de la pandemia existe al mismo tiempo la imposibilidad de salir, de hacer esas dulces correrías a los brazos que también nos anhelan. La imposibilidad de todo, desde lo simple hasta el caos mutuo de los infartos controlados.
Enamorarse en medio de la pandemia implica renunciar a las formas conocidas del enamoramiento. Ah, sí, porque los enamoramientos muchas veces nos dejan destrozados, pero volvemos a ellos amnésicos o, mejor dicho, autoengañados. Pero en medio de este caos pandemia-cuarentena-incertidumbre llega un punto en el que simplemente no sabemos qué hacer, o a dónde ir. Pues nada y a ningún lado, estamos en medio de una pandemia, claro. Y ese cúmulo de imposibilidades exacerba todavía más los síntomas de ese dulcísimo y terrible estado de estar enamorado.
El amor siempre nos pide un sacrificio, es mentira que sus caminos sean aterciopelados, que nos muestra el mundo en tonos pastel, que nos hace flotar y revolotear como hadas. No. Para empezar el amor pronto nos hace olvidar esas ideas cursis y exige lo suyo. Los sacrificios son diversos: la destrucción del soy, tengo, quiero; nuestra seguridad desecada al sol; rayaduras de nuestro ego; varias noches de insomnio. El amor es un cúmulo de renuncias de nosotros mismos, pero, y tal vez esto sea esperanzador y tal vez no, todo aquello que nos transforma o que nos hace mirar hacia adentro es lo único que vale la pena en este mundo.
De la paciencia ni hablar. Lo peor que se le puede pedir a un enamorado es que espere con calma, que no se desespere. Esas virtudes se mueren en el mismo instante en el que suspiramos por primera vez por esa alma por la que permanecemos escribiendo en la madrugada. Además, luego de un centenar de días de confinamiento la paciencia es ya un bien escaso, por no decir extinto. No. No hay que mentirnos más: lo que queda es entregarse al caos, a la locura, a la desazón, a los desvelos, a los suspiros inapropiados, a la imaginación, a que baje, o quizás no, la hinchazón del dedo martillado.
*Mujer y mamá cósmica. Diseño libros e intento escribir otros. Amo la música, la cultura, la ciencia y la tecnología. Escribo en Hipertextual, la columna “Reflexiones Apátridas” para Notas Sin Pauta, ensayos en vonnelara.com y edito el folletín Soflama, gabinete de ensayos. Twitter: @vonvonnet
Atraviesa la hierba húmeda de la tarde el recinto del sueño. Trato de descifrar su latido pero es sombra o polvo y la distancia una vieja estación en el suplicio de la nada. Nunca presentimos el rostro de lo inevitable.
Mis manos ya no soportan estas ruinas
Permanecí ileso en las trincheras
en aquella época de soles migratorios —¿Recuerdas? Dejaban sobre las calles la sombra muda del sueño la lluvia atornillada en la memoria. Para entonces yo tan sólo era una catedral de piedra una catedral herida en mi pecho una catedral asida por la muerte por el tiempo y la tarde.
*Profesor de literatura y gestor cultural (Bogotá, 1993). Ha publicado su poesía en diferentes revistas, suplementos culturales y antologías.
Sí, claro, soñé contigo de nuevo; estabas ahí sentado, más bien recostado, mirando no sé qué. Constantemente me pedías algo, que cambiara el disco, que te pasara el cenicero, que hablara de cosas graciosas para que pudieras recuperar el hilo que yo, sin razón, había cortado.
Ya, ya, al fin me ha vuelto a funcionar el oído izquierdo, a saber cuánto tiempo escuché sólo con el otro (qué importancia tiene). Pero ahora claramente percibo la intención de ese sígueme platicando lo que hiciste esta mañana. Pues verás: dormí la mayor parte de las horas con luz. Pelé una toronja con las uñas, no con el cuchillo de mango rojo que acostumbro usar. Qué estupidez, dirías, pelar la fruta y que la cáscara quede de una pieza para luego reconstruir una superficie con nada debajo. Con nada me quedo al fin y al cabo. Nada. Está a punto de estallarme el último gajo. Para entonces (la serenidad) te has dormido y te acaricio el pelo, te miro mucho y ya no sientes; tus fragmentos me conmueven, pero te has ido. Nada, como si nada. Nada es el vapor que se desprende de las suavidades de una sábana, lo que existe por más que se haya contemplado. La contemplación no evita, no ofrece, calla y otorga. Se ha hecho tarde. Te vas. Te sigo viendo.
*Poeta y traductora mexicana (Ciudad de México, 1952), Premio Nacional Alfonso Reyes (1997) y Premio Xavier Villaurrutia (2007). Ha traducido a muchos autores, entre ellos el Premio Nobel irlandés Seamus Heaney. Entre su vasta obra figuran La imperfecta semejanza. Meditaciones y diálogos en torno a la traducción poética (UNAM, vol. I y II); El sueño del cazador, Santo y Seña y Poemas reunidos. 1985-2012 (Conaculta, México, 2013). De este último volumen tomamos el prosema que hoy publicamos con su autorización.
Desde hace años, el sistema educativo nacional hace frente a una enormidad de inconvenientes que han imposibilitado el crecimiento formativo de los niños mexicanos y, con ello, obstruido su tan pretendida felicidad. A pesar de lo anterior, e ignorando los penosos escenarios del México actual, la tarea de una transformación total del sistema educativo supone una operación descomunal debido a que muchos estiman que la educación básica (en cualquiera de sus modalidades) es un simple escalón para llegar al siguiente nivel, despojándola así de su carácter formativo. Esto exige una nueva significación de identidad y pretensiones, pero llegó la pandemia y la situación se agravó aún más.
Trabajo en el área de secundaria de un colegio privado en Coacalco, Estado de México, y a pesar del optimismo de las autoridades estatales, la comunidad escolar decidió suspender actividades en marzo para impedir un contagio que pudiéramos lamentar. Cumplí con mis diligencias y decidí tomarme unos días de bien merecido reposo (al menos así lo pensé en ese momento), pues –como muchos– creí que se trataba de una emergencia sanitaria casi fútil. Los primeros días los ocupé para atender asuntos familiares que exigían mi inmediata atención. Órdenes y contraórdenes iban y venían.
Durante las primeras semanas, pese a los esfuerzos del profesorado, los primeros reclamos no se hicieron esperar: “es mucha tarea”, “son tareas repetitivas y aburridas”, y mil descontentos más por el estilo. De igual forma, la recepción de trabajos tan dispares (resultado de instrucciones poco claras, inexperiencia y desinterés) supuso lo difícil que sería el trabajo desde casa. Las noticias en la televisión eran cada vez más alarmantes.
Después del “reposo” llegó Semana Santa y la incertidumbre como distintivo. El uso de cubrebocas, el lavado constante de manos, la sana distancia, el estornudo de etiqueta y la permanencia en casa se escuchaban en todos los lugares y a todas horas. Los primeros contagios en México acapararon la atención de propios y extraños.
Fue entonces cuando la contingencia demostró su naturaleza: seria y temible. Los primeros enfermos por Covid-19 se agolparon afuera de hospitales o clínicas en busca de atención, y el “quédate en casa” se convirtió en una exigencia.
Repentinamente me quedé encerrado (metafóricamente, claro está) en un cuarto. Las escuelas donde laboro, mis idas al cine, mis clases de cardio y baile, y las reuniones con los compañeros de trabajo quedaron suspendidas por tiempo indefinido. Libros, música y algo de redes sociales para sobrevivir al momento.
Mis directores escolares no tardaron en reunirnos “virtualmente” para determinar las acciones que tomaríamos para atender a nuestros estudiantes. No fue sencillo, pues conciliar tantas propuestas requirió de mucho ánimo y carácter. Como parte de las estrategias de enseñanza –aprendizaje que diseñé para el módulo de español–, puse especial atención a la salud emocional de los estudiantes a través de dinámicas, ejercicios y juegos. Me preocupó que mi plan no funcionara debido a que, para muchos padres de familia, la escuela es sinónimo de cuadernos repletos de apuntes y tareas interminables. La finalidad de la actividad lúdica no era sólo diversión, sino también la oportunidad para reforzar algún contenido estudiado. Se podía trabajar ortografía, escritura, pronunciación y gramática.
Primer día de clases en línea: ansiedad y emoción mezcladas. No pude dormir la noche anterior imaginándome la reacción de mis alumnos y el veredicto de mis jefes. Me asaltaba una sensación de fracaso injustificada porque me había preparado tanto como fuera posible.
Todos mis temores se esfumaron en cuanto me conecté: reunirme con mis grupos después de tantas semanas fue increíble. Saludos, cumplidos e inocentadas precedieron decenas de horas de trabajo (en ocasiones no tan prácticas o eficientes) con todo el material que analicé, clasifiqué, transcribí, adapté y estudié. Cómo me gustaría que los padres de familia calcularan las horas que se emplean para preparar una sola lección. Recuperé parte de mi condición humana.
Cumplir con los temas académicos requirió de ingenio y capacitación. Tomé un curso para enseñar desde casa (ofrecido por Conalep, mi otra escuela, con duración de cuarenta horas) y repasé algunos textos relacionados con dinámicas y prácticas que suscitan la reflexión, el diálogo y la escritura. A pesar de lo anterior, siempre destiné un poco de tiempo para que mis niños me presentaran a sus mascotas o me presumieran sus habitaciones. Ellos, por supuesto, también conocieron mi colección de historietas y demás memorabilia geek.
Qué difícil ha sido cumplir con tantas exigencias académicas; no obstante, cuando se hace con amor, vale la pena. Sí, saldremos de esta situación más fuertes que nunca.
*Licenciado en Periodismo y Comunicación colectiva por la UNAM, docente de educación básica y media superior desde 2005. Ha trabajado como caricaturista para Siglo XXI Editores y analista de prensa internacional en Intélite, agencia de información ejecutiva.
La normalidad es un concepto relativo. La Real Academia de la Lengua (RAE) la define como la “cualidad o condición de normal”, de lo “habitual u ordinario”, pero, como dijo Morticia, la heroína de la Familia Addams, muy citada estos días, “la normalidad es una ilusión”, porque “lo que es normal para la araña, es un caos para la mosca”. Dicho de otro modo, si preferimos la opinión de un académico, la del director de la Fundación del Español Urgente (Fundéu), Javier Lascuráin, “lo que antes era anómalo, hoy es normal”. O viceversa.
Pasado el primer susto de la pandemia del coronavirus, más no el control del contagio, y ante el pavor que provoca la inminente crisis económica, los gobiernos de todo el mundo han empezado la “desescalada” de los estados de alarma, traducidos en diversos grados de cuarentena, para acceder a lo que se ha dado en llamar la “nueva normalidad”, una expresión de moda que vendría a significar -para citar nuevamente a Lascuráin- “una normalidad diferente a la que conocíamos” o “una situación en la que lo habitual u ordinario no será lo mismo que en la situación previa”.
La pandemia ha puesto al mundo de cabeza y no son pocos los autores que hablan de una nueva era, de un antes y un después, que dará paso no sólo a nuevos hábitos de conducta, sino a cambios radicales en las agendas y paradigmas que han guiado nuestros pasos desde el siglo pasado.
Así lo pronostican grandes pensadores, como el israelí Yuval Noah Harari y el surcoreano Byung-Chul Han. Otros, más amigos de la filosofía popular, recuerdan una vieja canción del cubano Silvio Rodríguez, cuya letra refleja, a su juicio, esa idea/esperanza que ronda por el mundo: “La era está pariendo un corazón/ no puede más, se muere de dolor/ y hay que acudir corriendo/ pues se cae el porvenir”.
Pero, como ocurre con la misma pandemia, los síntomas de esa “nueva normalidad” que asoma en el horizonte, como sacada con fórceps, no presagian los cambios anhelados, sino el retorno a la “vieja anormalidad” que nos ha conducido a vivir la tragedia que estamos viviendo. Parecería, como dijo Gramsci, que “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”.
Recordé la frase a propósito de esas dos poderosas imágenes que nos han llegado estos días a través de los medios de comunicación: el lanzamiento de la primera misión tripulada privada desde Cabo Cañaveral a la Estación Espacial Internacional (EEI), como punto de partida de una nueva era espacial, y el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco en Minneapolis, con su secuela de violencia, que demuestra que el racismo es una de las pandemias que la modernidad y el progreso no han logrado erradicar.
Fue el propio Donald Trump quien nos mostró las dos caras de la misma medalla, de lo nuevo que esperamos y lo viejo que arrastramos. “Puede que aquí haya una oportunidad para América de hacer quizás una pausa, y mirar arriba y ver un brillante, resplandeciente momento de esperanza sobre cómo se ve el futuro, y que Estados Unidos puede hacer cosas extraordinarias incluso en tiempos difíciles”, dijo durante el lanzamiento del SpaceX.
Poco después escuchamos al mismo Trump calificar de “terroristas”, “anarquistas profesionales”, “hordas violentas” y “escoria” a los manifestantes que exigen justicia, ignorando que las manifestaciones son la consecuencia y no el origen del problema; el síntoma, no el virus. Y le escuchamos llamarse a sí mismo “el presidente de la ley y el orden”, en un discurso más propio de un dictador del siglo pasado que de un estadista de una gran potencia. Si el racismo fue la chispa, el autoritarismo amenaza con incendiar la pradera. Para volver a la cita de Gramsci, en los “clarosocuros” de lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de nacer, “surgen los monstruos”, como demuestran las viejas “anormalidades” de la historia.
No es el único ejemplo. Un repaso de las noticias de las últimas semanas muestra un cierto empeño en proclamar que aquí no pasó nada. Y no es necesario mirar muy lejos para detectar las viejas lacras. El drama del coronavirus no parece haber disuadido a nadie a cambiar los hábitos y costumbres que tanto daño han hecho a la sociedad. Y no me refiero a la corrupción o la obscena lucha por el poder por encima de la aflicción general, más persistentes que el mismísimo Covid-19, sino a conductas que vulneran principios elementales, como el de la solidaridad, anulado por el egoísmo del sálvese quien pueda.
Para muchos, la “nueva normalidad” no es una oportunidad para el cambio, sino para la restauración del estado de cosas previo a la pandemia. Según la escritora australiana M. L. Stedman (La luz entre los océanos), “olvidar es la única forma de volver a la normalidad”. Si es así, el mejor antídoto contra la “anormalidad” del pasado es la memoria, recordar los errores que malograron el presente para no comprometer el futuro.
*Periodista, escritor y docente universitario boliviano (1945), ex director del servicio en español de la agencia alemana de prensa DPA. Cubrió la guerrilla del Che Guevara en Bolivia (1967) entre otros sucesos históricos en AL. Ex director del diario Página Siete, Premio Nacional de Periodismo 2016 y coautor, entre otros libros, de La guerrilla que contamos, historia íntima de la cobertura periodística de la guerrilla boliviana del mítico guerrillero argentino-cubano. Facebook y Linkelin: Juan Carlos Salazar
Hablar del pintor y escultor Manuel Felguérez (Zacatecas, 1928-2020) es saber que a través de su obra, el tiempo y la imaginación encontraron su lenguaje. Es saber que en su pintura, en la creación, se encuentran la fascinación y los deseos. La principal ocupación de Felguérez —artista perteneciente a la generación de la Ruptura— ha sido la de observar el mundo y sus paisajes, de ahí que desde niño lo que más admiraba fueran los campos y los atardeceres.
A Felguérez lo entrevisté por lo menos tres veces en su casa de la Ciudad de México, en la colonia Olivar de los Padres. La primera charla fue en 2008. Recuerdo que al llamar para solicitar alguna entrevista siempre atendía Mercedes, su compañera, y siempre estaba dispuesto a atender a los reporteros novatos, legendarios, críticos y complacientes, para todos había un lugar en su casa para conversar con un café. No dejo de recordar que una pregunta incómoda sobre los presupuestos oficiales y el arte desató el enojo de Felguérez en una segunda charla. Fue en aquel momento, en 2009, donde el equipo de televisión que asistimos a la entrevista salimos huyendo y con un mal sabor de boca. Experiencias inevitables de un reportero.
Tiempo después, el maestro Felguérez me recordaba, aunque sea un poco, por esa entrevista, y cada vez que llamaba me contestaba con buen humor, con camaradería. Lo agradecí por siempre.
Un par de años más tarde, llamé de nuevo a Felguérez para un “refresh” de su historia, y después, para que colaborara en el suplemento del que fui editora al menos seis años.
Tardaría muchas palabras para describir la casa del maestro, su hospitalidad, o describirlo a él, que siempre vestía con elegantes suéteres y portaba su pipa, que resaltaba sus ojos verdes. Su casa era hermosa, grande, de techos realmente altos. Recuerdo los colores verdes, la iluminación y el frío. No sabría decir si era un taller con una casa o una pequeña casa incrustada en un gran taller. Lo que sea, era el mundo de Felguérez.
Manuel Felguérez falleció el 8 de junio de 2020 a causa de la infección causada por Covid-19. En su memoria, como un homenaje, recupero el momento en el que él, uno de los pintores más importantes de nuestro país, descubrió su vocación.
—Ya estaba grandecito cuando descubrí la pintura. Fue junto a mi amigo Jorge Ibargüengoitia, en un barco…. Jorge y yo éramos scouts. En 1947 se preparaba la reunión mundial de los Scout, que se hacía cada 4 años, como las Olimpíadas. Esa vez era muy importante, pues iba a ser la primera gran reunión después de la Segunda Guerra Mundial. El chiste es que Jorge y yo fuimos seleccionados para asistir, nos estuvimos entrenando hasta que nos dijeron que teníamos que pagar el avión. Costaba 5 mil pesos y ni su familia ni la mía eran pudientes, así que cancelamos el viaje con el grupo. Un día, saliendo de la preparatoria (nos veíamos en la YMCA de Balderas y Morelos para nadar) dijimos que aunque no tuviéramos dinero, nos íbamos. Conseguimos un pasaporte, y nos enteramos de barcos que transportaban tropas a Europa, lo malo es que salían de Nueva York. Y nos fuimos a Nueva York en camión, hicimos 5 días y 5 noches. Nos echamos, en total, un viaje de 2 meses y medio de mochileros, en ese tiempo no era tan común el viaje mochilero, era raro, así que hasta fuimos pioneros en eso. Europa estaba destruida, había pocos restaurantes y espectáculos, y no teníamos dinero para entrar. El último día en Europa Jorge y yo estábamos durmiendo en el Discovery, el barco donde descubrieron al capitán Robert Falcon Scott en el Polo Sur. Recuerdo que vi un atardecer espectacular, era todo un acontecimiento visual. Fui al camarote por lápiz y papel, lo dibujé y le dije a Jorge: “Ya soy pintor”. Él vio nacer mi vocación. Me considero, en ese aspecto, 100% un converso. Y ante el espectáculo del arte, dije “yo también”. Regresé a México con la conciencia de que ya era un artista. Pero, imagínate, yo era la esperanza de mi familia, querían que fuera médico. Llegué a casa y le dije a mi madre que ahora iba a ser pintor. Así es el misterio del arte, de la creación, no sabemos en qué momento se pronuncia ni de qué manera llegará.
—¿Qué le dijo su madre?
—Le hizo la lucha: “¿Por qué no estudias medicina y te haces cirujano plástico? Así tú te das gusto”. Me inscribí a medicina, pero también entré a San Carlos.
Este 2020, a sus 91años, Felguérez falleció dejando una amplia trayectoria rica en anécdotas artísticas y un lenguaje pictórico único. Después de estudiar sólo dos meses en la Academia de San Carlos, se formó, entre otras, en la Escuela Nacional de Pintura, en “La Esmeralda”, en Harvard, la UNAM y en la Academia Colarossi, en Francia, donde encuentra a quien sería una de sus principales influencias estéticas: el pintor y escultor cubista Ossip Zadkine. Para Felguérez, la generación de la Ruptura, fue una generación que intentó ir a contracorriente del costumbrismo pictórico. José Clemente Orozco, Rufino Tamayo y Vicente Rojo se consideran parte de esta corriente estética.
—¿Cuáles eran las ideas entre los jóvenes de la Ruptura?
Nunca hicimos un manifiesto. Estábamos en contra de la costumbre de la escuela mexicana, de sus declaraciones, del nacionalismo socialista. La característica general de la generación —no sólo pintores, era multidisciplinario— era tremendamente individualista, cada quien buscaba una expresión individual.
—¿Cuál fue el gran pecado de la generación?
Creo que el gran pecado fue que era inaceptable aquel que fusilaba, el que copiaba a otro. Acercarse a otro en lugar de hacer escuela, de ser una virtud, para nosotros era un pecado mortal. Tenías que ir solo por el arte, encontrar tu propio camino.
—¿Qué pasó con la escuela que los antecedía?
De manera natural esa escuela mexicana estaba cayendo: Diego Rivera muere en el 54, Orozco ya había muerto, y el que más aguantó fue Siqueiros. Nosotros éramos los nuevos. ¿Y qué hacen los nuevos?, cada quien lo que se le ocurría.
—Rufino Tamayo fue uno de sus “estandartes”.
Tamayo para nosotros en ese momento era muy importante porque no era mexicano, era la vanguardia. Él se apoyaba en nosotros porque estaba profundamente peleado con Siqueiros y Rivera, y no sólo no lo dejaban pintar, lo grillaban. Por lo tanto, necesitaba gente que apreciara lo que él hacía.
—¿Tenía un diálogo con ustedes?
Sí. Era nuestra bandera. Apoyábamos profundamente a Tamayo en todos sus pleitos con todos los realistas, y él nos apoyaba a nosotros, nos daba consejos.
—A tantos años de haber probado diversas técnicas y de ver crecer muchos artistas. ¿Qué opina del arte actual?
Prefiero casi no acordarme de los nombres. Me interesa, porque el arte es algo que está en constante evolución, pienso que cada vez que sale algo nuevo prestigia lo viejo. Nosotros prestigiamos a Frida, a Diego, a ellos, porque en ese momento, cuando éramos jóvenes, ellos pintaban monigotes, y después fueron valorados. Es indispensable que el arte siga avanzando, en estos tiempos de la electrónica, tiene que ser absolutamente diferente. Nada permanece, todo se transforma, y en el arte es inevitable. El arte es diacrónico, está de acuerdo a su día a su momento y se transforma. Ahora me han tocado ver las instalaciones, algunos te quedas con los ojos abiertos y otros que te parecen unos mamarrachos. Lo que he visto es que las grandes instalaciones tienen mucho capital, necesitas una empresa.
—¿Cuáles son los planes con el Museo Manuel Felguérez, ubicado en Zacatecas?
El museo ha sido muy útil para difundir la obra de los artistas abstractos zacatecanos en el resto de la República. Estamos preparando una serie de exposiciones a lo largo del país. Así que deseo, con eso, cumplir una labor nacional. En principio, porque el arte abstracto sigue completamente vivo. Los buenos artistas tienen que inventar, y al inventar tienen que evitar parecerse a sus mayores. La abstracción es pura imaginación, entonces, permite que cada quien invente nuevos caminos. Eso es lo que queremos mostrar en el museo.
—¿Y sus planes?
Después de la celebración de los 80 años, tuve un exceso de exposiciones en México y el extranjero. Ahorita es un momento de reflexión para mí. Estoy buscando nuevas posibilidades en mi propia obra. Participando en lo que voy pudiendo, en lo que me cae, vamos a decir… Tengo planes para esculturas en monumentales en Nezahualtcóyotl, entre otras cosas.
*Alicia Quiñones es periodista, editora y escritora. Twitter: @aliciaquinones
Un abrazo me pides y siento una alegría inmensa que me oxigena el alma en estos tiempos de pausa necesaria y reflexiones profundas
Un abrazo te doy entonces del tamaño del planeta para reducir el miedo el silencio, la distancia, el aislamiento y mitigar la soledad Un abrazo ancho y bueno como el milagro de la lluvia que nos cure esta herida profunda para que el afecto siga siendo el único lenguaje de nuestro frágil corazón
Cada día los contagios nos sacuden con sus estadísticas macabras y el ángel de la muerte nos amenaza nos golpea, nos arrincona y nos desarma a pesar de mascarillas, guantes y distanciamiento obligado no quiero ser pájaro de mal agüero ni profeta del infortunio
A pesar del doloroso vacío de miradas y caricias ausentes el tibio contacto con el pétalo de tu piel con hambre me espera en la otra orilla de esta pandemia para cuando con las puertas abiertas de nuestro corazón adolorido celebremos la vida cantando
Pedimos un abrazo virtual humano y transparente viéndonos a los ojos sintiendo la cálida ternura que habita en las pupilas y la energía transformadora del universo en cada poro del ser humano
Déjame entonces abrazarte con estas palabras desinfectadas con el gel de la esperanza para liberarnos de confinamientos y jaulas
Hagamos de este tiempo de lágrimas, duelos y sueños truncados un espacio vital lleno de luz una ventana para ver el futuro posible el otro lado de la luna o la otra mitad de la manzana un cambio de paradigma una relación armónica con la naturaleza y con nosotros mismos un mundo más igualitario y menos cruel que algunos insisten en llamar la nueva normalidad
Pedimos un abrazo no como limosna sino como algo que todos merecemos para hacer añicos la peste brutal del desencanto
Cantar con las voces hermanadas es una fiesta de pulmones repletos de árboles, guitarras y pájaros desde la pequeñísima patria que es el abrazo de todos el abrazo de ustedes que es mi propio abrazo.
Costa Rica, 12 de junio de 2020
*Compositor y cantautor nicaragüense (Somoto, 1945), es uno de los más importantes músicos de Nicaragua y América Latina. Está exiliado en Costa Rica a causa de la dictadura de Daniel Ortega. FB, IG luisenriquemejiagodoy.com
Andante de la vida de calles y plazas, campos y ciudades tan plenos de gente están llenos de soledades. acumulando el polvo de los abrazos sin darse regocijos cancelados, amantes distanciados, ojos sin verse ni darse caricias con efecto mutuo ni esperanzas conjuntas marchitadas por el encierro las palabras reconfortan esperando los tiempos para juntar las ganas de caminar de la mano, observando paisajes, mirando atardeceres, besando sin freno para alcanzar la consciencia revivir el universo.
*Del libro Poemas desde la cuarentena, disponible en Apple Books, Google Play y Amazon Kindle. Artista multi e interdisciplinario mexicano, diseñador gráfico, ilustrador, autor entre otros libros de Maravilloso (2019), e-books La vida es corta (2019), La TV no ha muerto (2019) y México 2018. Guía para sobrevivir el Apocalipsis (Aguilar, 2017). https://www.facebook.com/Poesiahablarsindecirnada/posts/3084320258301891
En ocasiones uno siente un pálpito premonitorio. El 1 de enero de 2020 yo decidí dejar de viajar compulsivamente (trabajaba como guía de viajes y decidí dejarlo). Ganaría mucho menos, pero tendría más libertad. Me largué del empleo más estresante y mejor pagado de mi vida para ganar diez veces menos como investigador en la universidad. Decidí practicar el sedentarismo. Vivir con menos: menos dinero y menos estrés. Me di cuenta de que cuanto menos tenía menos necesitaba.
Después de dar la vuelta al mundo tuve una revelación liberadora: lo mejor estaba delante de mis ojos, en mi calle, en el humilde barrio chino y latino de Usera, al sur de Madrid. No hay paisaje comparable a este crisol humano, pensaba. En cada esquina hay una historia y un momento irrepetible. Sólo hay que aprender a mirar más y mejor. Ojalá aprendamos a mirar las cosas pequeñas en 2020, escribí en las redes.
Parece que algo, una vocecita interior, me estaba preparando para esta hecatombe mundial que nos condenaría al sedentarismo y al confinamiento. Eso quiero pensar. Pero finalmente nunca estamos preparados. Nadie lo está.
Toda nuestra vida, nuestros planes y nuestro futuro son hoy un signo de interrogación. Los escritores, periodistas y creadores en general no sabemos qué terreno vamos a aterrizar: Puede que muchas editoriales dejen de existir. Puede que muchos medios lleven a cabo despidos masivos. Puede que no se rueden películas en todo el año. Los cines y los teatros estarán vacíos. Puede que no tengamos trabajo en demasiado tiempo. O que tengamos que replantearnos la vida entera.
Llevaba meses y meses en un semi encierro voluntario, escribiendo inspirado y concentrado como nunca, pero desde que esta locura nos ha encerrado en casa no me sale una pinche palabra. La gente me dice que aproveche la cuarentena para escribir mucho. Pero incluso leer me es imposible. Se me hace injusto, frívolo y banal seguir mi ritmo de lecturas mientras miles de personas están muriendo a mi alrededor. Todo resulta insignificante cuando el mundo se derrumba en pedazos.
No hemos entendido lo que nos ha caído encima. Y yo aún no lo entiendo del todo: un virus que mata poco a poco, colapsa el mundo y nos arruina. La frase se bebe como un vaso de agua, pero la digestión dura semanas. Y paraliza el alma.
*Javier Molina, Madrid. Es escritor e historiador con doctorado en la UNAM. Como periodista ha trabajado en El País, SinEmbargo, Eldiario.es, ABC, Público, Soho, Gatopardo, Letras Libres y Vice, entre otros medios. Es autor de tres novelas.