Educar a los niños para la muerte

En esta segunda entrega de la columna «Trascender», la tanatóloga comparte reflexiones sobre el papel de la muerte en la cultura mexicana y la forma de hablarle de ella a las infancias, que suelen ser excluidas de estas conversaciones bajo el argumento de que, así, se les evita el dolor.

Por Claudia Guillén*

México es un país con una cosmovisión única respecto de la muerte. Una vez al año se realiza la festividad del Día de Muertos, una fecha para recordar a nuestros seres amados que ya no están con nosotros de forma física. Podemos observar cómo los cementerios y los hogares se llenan de coloridos altares, siendo quizás una de las tradiciones más importantes en la cultura mexicana.

En nuestro país es común escuchar referirnos a la muerte con otras denominaciones como calaca, huesuda, catrina, parca, flaca, dientona entre muchas otras; evitando referirnos a ella por su nombre, porque si al mencionarla podemos tal vez “atraerla”.

Aun y con estos antecedentes, podemos ver que la realidad es que tenemos miedo de enfrentarnos con ella, nos paralizamos si es nombrada, porque desde pequeños nos la han mostrado como una gran tragedia, como algo que debe evitarse por todo el dolor que este acontecimiento de manera natural desencadena, cuando la realidad es que la única certeza que tenemos es que algún día moriremos, no sabemos cuándo, ni de qué manera, ni dónde.

Por el bien de nuestra cultura, deberíamos trabajar en educar para la muerte, que sea vista como un proceso natural y no como un suceso traumático del que se evita hablar. Pero ¿cómo educamos para la muerte?

Lo ideal sería que preparemos a los niños para los temas de muerte desde los primeros años de vida. Generalmente nos enfrentamos primero a “pequeñas pérdidas”,  después a otras más dolorosas que nos van preparando para momentos más duros como la muerte de un ser querido.

Podemos hacer uso de situaciones cotidianas en las que se pueda observar la muerte (mariposas muertas, flores secas), para explicar que todo lo vivo (plantas, animales y seres humanos) un día morirán. Pensamos que al no hablar del tema los alejaremos del sufrimiento. Sin embargo, es lo contrario: los apartamos de un evento fundamental en sus vidas, que en algún momento inevitablemente tendrán que afrontar. Si los niños crecen sin exponerse al sufrimiento, serán más propensos a la frustración y no desarrollarán las habilidades necesarias para hacer frente a eventos a los que seguramente deberán enfrentar cuando alcancen la edad adulta. Hay que tener en cuenta que es imposible evitarles en su vida todo el dolor.

¿De qué otra manera podemos educar para la muerte? En México es común que los adultos excluyamos a los niños de todo lo relacionado con la muerte (rituales, expresión de las emociones como el llanto, escondernos de ellos en el transitar del duelo). ¿Qué podemos hacer? Integrar a los niños a los ritos funerarios, no tener miedo a mostrarnos vulnerables frente a ellos permitiendo expresar nuestras emociones, apoyarles a resolver sus dudas (evitando el uso de metáforas). Recordar juntos a nuestro ser amado que ha muerto, no tener miedo de nombrarlo, permitirle las expresiones de sus emociones; evitar hablar de nuestro ser amado fallecido complica nuestro duelo y el de nuestros niños.

Un gran reto al que se enfrenta la sociedad actual es el reconocer a la muerte como un proceso natural de la vida. La doctora Kübler-Ross aporta: “Sería muy útil que hubiese más gente que hablara de la muerte como de una parte intrínseca de la vida, de la misma manera que no vacilan en hablar de alguien que está esperando a otro niño”.

*Tanatóloga. Máster en Tanatología, Duelo y Sentido de Vida.

FB: Claudia Guillén.
Correo: Tanatólogaclauzdavila@gmail.com

Luz de esperanza y vida en medio de la pandemia 

Por Romina Solís, reportera gráfica
FB: Shery Romina Solis Falcony. Instagram: @sheryfalcony

La familia es clave para enfrentar cualquier situación que se presente en el día a día para cada de sus integrantes. Incluso ahora con la crisis sanitaria a causa de la pandemia de Covid-19 que afecta a todo el mundo, la solidaridad y amor son un factor importante para mantener la salud física y mental durante la “nueva normalidad”.

Laura Ortega y Rodolfo Ramos esperan la llegada de un nuevo integrante de su familia, y lo harán en su casa luego de que la nueva vida en camino compartió latidos y alimentos con su madre durante nueve meses. A raíz del covid, muchas parejas han decidido traer al mundo a sus bebés mediante partos en el hogar, como medida de prevención ante un posible contagio en los hospitales, ya que existe el riesgo para la mamá e hijo de infectarse.  

Los momentos previos al nacimiento del bebé son compartidos por la familia con la partera ChananBani Kaur (nombre espiritual), quien trabaja para recibir a la criatura sin la violencia prenatal y hospitalaria, y fortaleciendo el vínculo entre las  personas que asisten el nacimiento.

Es un momento muy emotivo e invaluable para toda la familia el poder presenciar el alumbramiento, que marca el inicio de una nueva etapa en la vida de toda la familia. Muchas felicidades a Laura Ortega, Rodolfo Ramos y a su familia.


Olfato/Reflexiones sobre los sentidos y la pandemia

En este ensayo, la antropóloga Mariana Mora cuestiona el impacto de la pandemia sobre el sentido del olfato más allá de lo físico, en el vínculo con la memoria y con la colectividad. Pregunta: si el olfato se encuentra tan estrechamente asociado a la respiración, ¿puede entonces su pérdida sentirse un poco como la sensación de sofocarse en el presente?

Por Mariana Mora*

Foto: Víctor Ruiz / Diarios de Covid-19

“Cuando una aparente estabilidad se desintegra,
tal como debe ser
—Dios es cambio—
las personas tienden a rendirse
ante el miedo y la depresión,
ante las carencias y la codicia.
[…]
Recuerdan viejos rencores y generan nuevos,
crean caos y lo alimentan.”


Mediante frases desarticuladas escribe en un diario sus reflexiones Lauren, adolescente afroamericana de 15 años, personaje principal de La parábola del sembrador, libro de ciencia ficción de Octavia E. Butler. Lauren tiene 15 años y vive cerca de Los Ángeles, en el estado de California, Estados Unidos. Pero la suya no es una ciudad marcada por los contrastes que conocemos, por el glamur de Hollywood y el empobrecimiento de barrios negros y latinos, sino que es una urbe estirada a reventar, en la que solo permanecen condiciones de extrema precariedad provocadas por la desertificación del cambio climático y por el desprecio generalizado hacia la vida. Se mata por matar, sea un perro callejero o un humano. Los que se encuentran frente a sucesos extremos simplemente hacen una pausa, en el mejor de los casos, para observar el escenario por unos escasos segundos antes de continuar en lo suyo.

Dicho entorno distópico le provoca a Lauren una enfermedad de empatía aguda, una condición que ella describe como sharing, compartir. Siente cada gota de dolor ajeno como si ella fuera la persona que lo estuviera viviendo. Ante actos de sufrimiento, su cuerpo se des/integra con el del otro mediante sensaciones afectivas que rebasan los límites que marca la piel. Se desvanece. A pesar de ser una respuesta involuntaria, la enfermedad se vuelve su salvación. En lugar de aferrarse al supuesto de un individuo íntegro, separado del otro, a quien uno puede decidir ayudar o no, Lauren se deja llevar por la porosidad de su cuerpo y de sus sensaciones. Habita la fragilidad que la conecta con las personas a su alrededor. La empatía se transforma en ondas de resonancia, que le permiten iniciar una tarea de reconstitución ardua del tejido colectivo entre sobrevivientes. La fragilidad transciende la suma de las partes; se transforma en una telaraña que sostiene.

Quizás en la figura de Lauren encontramos algunas pistas para habitar la pandemia de otro modo.

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Lo que presenciamos en el 2020 y en lo que va del 2021 es una ansiedad generalizada que refuerza y desintegra la gran promesa de la modernidad, la del sujeto completo que ocupa su lugar en una temporalidad lineal, que es capaz de controlar su presente y darle algo de certeza a un futuro. En la pandemia lo cotidiano se fragmenta y la rutina se diluye a tal grado que no hay nada que mantenga la cohesión, salvo el cuerpo mismo. Aun así, el cuerpo no es un ente autocontenido, no termina, ni se amuralla con la piel. D’cheiro, tu aroma, es una expresión que se utiliza en el noreste de Brasil a modo de despedida. Tu rastro se funde con los demás aromas que te rodean al mismo tiempo que sigue abrazando a la persona que dejas atrás, marcando una presencia que trasciende lo corporal. Sin embargo, lo que diluye el ser también representa una amenaza. Lo que inhalas y entra a tus pulmones, cuando después exhalas, entra a los pulmones de alguien más, y viceversa. La misma porosidad es justo lo que nos puede llevar a infectarnos del virus. Por lo mismo, en la angustia provocada por la pérdida de esa idea del individuo íntegro, también se encuentra una reacción en el sentido opuesto, una mayor inversión en la separación y en el aislamiento de un cuerpo frente al otro. El distanciamiento social. Un metro y medio entre cuerpos. El cubrebocas. Tocas por accidente la mano de la persona que te da el cambio en la tienda de la esquina e inmediatamente sacas el gel antibacteriano para frotarte las manos.

Dado que la respiración y el aroma están estrechamente unidos, esta misma angustia multidireccional ha puesto de relieve un sentido hasta ahora menospreciado por Occidente, el olfato.

Desde la época de los filósofos griegos, Platón y Aristóteles, el olfato fue ninguneado por ser un sentido primitivo en lugar de una expresión de refinamiento. Era acusado de ser tramposo e impredecible. Difícilmente el olfato puede fijar aromas por un tiempo indeterminado. Tampoco los puede aislar de la misma forma que una paleta de colores separa distintas tonalidades. Quizás hasta se podría decir que el olfato escapa a la forma en que Occidente produce conocimientos sobre sí mismo, no solo por su capacidad evasiva frente a la clasificación, sino porque estudiosos europeos, desde Kant hasta Nietzsche, incluso Freud determinaron que no sirve para elevar a lo humano por encima de la naturaleza. Era considerado un sentido que opera en el terreno de lo instintivo, de la sobrevivencia. En su lugar, se le daría prioridad a los sentidos que le otorgan la capacidad al humano de trascender el plano que ocupan los animales, mediante la toma de distancia de un objeto y de comprender determinado fenómeno desde una perspectiva omnipresente. La mirada, entrenada y afinada desde Occidente, ocuparía ese lugar.

Siglos después de las obras elaboradas por los filósofos clásicos griegos, el sentido de la mirada se convertiría en una herramienta indispensable para la conquista de los pueblos de Abya Yala y de sus territorios. Recuerdo con fascinación una de las salas de arte colonial del Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana, Cuba, que guarda en su colección mapas de los siglos XVI y XVII elaborados por navegantes europeos. Son cartografías que no solo delimitan los contornos de las islas caribeñas, sino que dibujan su vegetación frondosa, fauna casi fantástica, y representaciones de las sociedades con las que los europeos tuvieron contacto, ilustradas en gran parte mediante figuras semidesnudas. Estos mapas reflejan cómo Occidente invirtió en la mirada para establecer su propio sentido de pertenencia. En contraste a la idea que los colonizadores tenían de sí mismos, es decir, como seres superiores a los animales, los mapas vinculan a las sociedades nativas con su entorno natural. Y mientras los europeos se entendían como sociedades capaces de mover los rumbos de la historia a través de sus viajes y exploraciones, los mapas fijan a las sociedades nativas a un territorio específico y estático. Dicha representación de los pueblos originarios se basa a su vez en su papel pasivo, lo que los feminiza frente a la fuerza activa de los conquistadores que los “descubrieron” e introdujeron cambios.

En contraste con los efectos meticulosos propiciados por el uso de la mirada europerizada, el olfato no cumplía, ni cumple, con el impulso colonial de contener y de clasificar, aspectos indispensables para la efectiva administración de poblaciones. Para empezar, el sentido se enfrenta con la dificultad de que los aromas suelen esparcirse en el momento que en que son identificados. No se pueden almacenar en archivos para después ser consultados e inspeccionados. Por lo mismo, son difíciles de representar en términos esquemáticos y de anclar en cartografías. Y, sin embargo, así fueron los primeros esfuerzos de algunos científicos europeos, quienes intentaron encausar el olfato hacia los registros de la mirada y elaborar cartografías de aromas basados en el binario fragrante/hediondo. Durante los siglos XVIII y XIX surgieron varios intentos por localizar determinados olores, particularmente al mal olor que vinculaban a la decadencia. Por ejemplo, a finales del siglo XVIII, el primer funcionario encargado de la higiene pública en París, Jean-Noël Hallé publicó un registro de caminatas por la ciudad, que realizó para marcar en el espacio distintos aromas. Describió un recorrido de 10 kilómetros que llevó a cabo la mañana del 14 de febrero de 1790. Hallé y un colega cruzaron y descendieron por los puentes que atraviesan el río Sena y caminaron por sus orillas para anotar los olores fétidos e intentaron aislarlos de los olores tóxicos, todo ello con la finalidad de registrar posibles fuentes de contagio y así evitar futuras epidemias.

Este impulso de utilizar el olfato como una extensión de la mirada se dio de otras formas en la época colonial y en contextos de post-esclavitud de personas africanas y sus descendientes. Fijar algunos olores a determinados cuerpos fue uno de los elementos que aportó a producir la idea de “razas” y a colocarlas en escalas jerárquicas. En su libro, Historia verdadera: De la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz de Castillo describe con detalle la limpieza y fragancia de los aztecas frente a lo apestoso de los españoles. Sin embargo, estas descripciones se invirtieron durante las campañas de higiene del siglo XIX en México, cuando los cuerpos indígenas se empezaron a asociar con olores hediondos, evidencia de una supuesta degeneración corporal. Ello, a su vez, formó parte de narrativas que siguen justificando la superioridad de la blanquitud, asociada con la limpieza y la pureza. También a finales del siglo XIX en Estados Unidos, durante la época de la reconstrucción posterior a su guerra civil que culminó con la liberación de personas esclavizadas, los blancos del sur expresaron una ansiedad racial profunda. El movimiento y la mezcla entre personas generaban condiciones en que los negros se podían confundir por blancos. En su libro, How Race is Made (Cómo se hace la raza), Mark M. Smith describe cómo se empezó a argumentar que, aun los mulatos que en apariencia pasaban por blancos, mantenían “el olor de los negros”. Mediante el olfato aseguraban que los podían “identificar”, porque los aromas eran considerados innatos a ciertas razas; su aroma se volvió el equivalente a los colores que los ojos deben ser capaces de ver.

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¿Qué pasaría si liberáramos el sentido del olfato de las técnicas de observación impuestas por Occidente o si transitáramos por lo efímero y lo poroso de los aromas, en lugar de traducir el olfato en términos ópticos? ¿Qué otras formas de entendernos y actuar-entre-nos serían posibles si el sentido del olfato se sumara a desintegrar esa falsa promesa del sujeto íntegro moderno que se sostiene con la mirada?

Si retomamos la invitación de Arundhati Roy de vivir la pandemia como un portal, entonces nos encontramos en el momento preciso para hacernos estas preguntas. Ello se debe, en parte, a que el olfato ha adquirido un nivel de importancia nunca antes reconocido por los científicos del mundo occidentalizado. El efecto de Platón fue tal que a lo largo de los siglos ha sido el sentido menos estudiado y que menos ha recibido fuentes de financiamiento para ser investigado. Tan es así que no fue sino hasta inicios del siglo XXI que científicos identificaron cómo el olfato se relaciona con el sistema neurológico del cuerpo. Tras descubrir que existen más de 1,000 genes que dan lugar a un número equivalente de receptores olfáticos capaces de detectar más de un trillón de olores, Linda Buck y Richard Axel recibieron el Premio Nobel en medicina en 2004. También otros científicos fueron arrojando luces adicionales sobre el comportamiento de los receptores del olfato. Mientras los de la óptica tienen que pasar por canales neurológicos complejos para conectarse con la parte del cerebro que guarda la memoria, el bulbo olfatorio, ubicado en la parte frontal del cerebro, transmite de manera directa la información que procesan las regiones relacionadas con las emociones y la memoria. Es mediante este canal directo que el olfato invita a que el pasado vivido se haga presente. Más fascinante aún, al lado de los órganos como el hígado y los intestinos, se encuentran otros receptores, lo que le permite al cuerpo “olfatear” la presencia de un virus o patógeno.

Cuando a inicios de la pandemia se descubre que uno de los síntomas más recurrentes para casos considerados relativamente leves de covid era la pérdida del olfato y del gusto, se da un boom de interés científico que contagia diversas disciplinas. En marzo de 2020 se crea el Global Consortium for Chemosensory Research (Consorcio Global de Investigación Quimosensorial) que, al poco tiempo, llega a incluir a más de 600 miembros provenientes de 64 países. De manera paralela, el olfato ha sido fuente de discusión y reflexión de artículos periodísticos y de un sinnúmero de comentarios en redes sociales. De todos los que leído me impactó sobremanera un comentario escrito por una mujer al final de un artículo publicado en el periódico electrónico mexicano, Animal Político. La persona lamentaba que no encontraba cómo reconectarse con las memorias de su infancia sin el olfato. Durante meses se sentía en el olvido; era incapaz de encontrar el mecanismo de reconocer su pasado. En ese sentido, la pérdida del olfato genera un desarraigo. Los olores sitúan a una persona en su entorno inmediato; por el contrario, su ausencia produce una sensación de aislamiento, de estar sin estar presente, como si estuviera encapsulada, flotando en el espacio.

Si el olfato se encuentra tan estrechamente asociado a la respiración, ¿puede entonces su pérdida sentirse un poco como la sensación de sofocarse en el presente?

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Sin duda, el conjunto de estos descubrimientos es una fuente de asombro para mí, lo que indudablemente se mezcla con las preocupaciones por lo que viven seres queridos y por lo que puedo llegar a experimentar. Sin embargo, lo aprendido mediante diversas publicaciones cobró sentido en la medida en que reflexioné sobre su contenido a partir de los registros de mi propio cuerpo, de mis formas de vivir e interactuar con las condiciones altamente fragmentadas que ha provocado la pandemia. El encierro me aisló, como a muchos, no solo de una rutina cotidiana y de las actividades sociales que irrumpen esa misma rutina, sino de los estímulos sensoriales de mi entorno. Todo se redujo a la monotonía de las cuatro paredes de nuestro departamento en la Ciudad de México, cuatro paredes que al mismo tiempo se rellenaban de un caos constante, en el que los intentos de cumplir medianamente con mis compromisos profesionales quedaban sistemáticamente truncados frente a las exigencias de Camilo, nuestro hijo de edad preescolar.

El desenlace del primer medio año de la pandemia transcurrió entre una sobre estimulación de actividades, un nivel de multi-tasking a lo extremo que requería cumplir de manera simultánea con las tareas de una maestra de kínder, de una profesora de posgrado, cocinera, acompañante de duelos, pareja que escucha atentamente preocupaciones profesionales, y de una madre que se esforzaba por ser la más divertida posible, con tal de establecer una muralla imprescriptible frente a las angustias y preocupaciones de un mundo moribundo.

Al mismo tiempo, viví un aislamiento profundo frente a cualquier estímulo externo. Los sonidos de una gran urbe como es la Ciudad de México se desvanecieron. La calle dejó de entrar por las ventanas de nuestro departamento: las ruedas de los carros, el grito de las personas cenando tacos en la planta baja, los músicos buscando unos centavos tocando cumbias desde la banqueta y los motores de los aviones pasando por encima de nuestro edificio. El único sonido estridente que permaneció fue el de las sirenas de las ambulancias. Lo demás se destiló a densidades de silencios, muchos de ellos inquietantes. También disiparon los olores vinculados a estos sonidos, el carbón que calienta el trombo de los tacos al pastor, la acumulación del escape de gasolina de los autos, incluso el de la masa de nixtamal de la tortillería. Por su parte, la mirada dejó de observar los ires y venires del espacio público, al mejor estilo flaneur, un paseante de la calle, el gozo principal que alimenta una vida citadina. Y el tacto, qué decir del tacto, llevo más de un año en que mi piel siente los abrazos de dos personas, mi hijito y Luis Felipe, mi pareja. Esos abrazos, sin duda, han sido mi salvavidas, pero sueño con cadenas de abrazos, con la sensación de recargar mi cabeza en el hombro de un amigo, de sentir el calor del cuerpo de una amiga, mientras acaricio su pelo y dejo mis dedos caer ligeramente sobre una mejilla antes de darle un beso en la otra.

En medio de la tormenta, los momentos escasos de contemplación se centraron en lo que mi nariz es capaz de transmitir y percibir de mi entorno inmediato. Me di cuenta de ello primero en la cocina, mediante el gozo que me provocó la curiosidad de adivinar los ingredientes de los guisos con los que Luis Felipe experimentaba. Quizás por lo mismo me pareció una idea maravillosa la de una amiga que propuso, entre las miles de actividades a inventarse con Camilo, que hiciéramos tinturas de hierbas aromáticas. Usamos lavanda, romero, menta, limoncillo y canela, y asociamos cada aroma a un estado emocional. Pronto me di cuenta de que los aromas y sus rastros posibilitan viajes en el tiempo. Atraviesan geografías. El olfato se convirtió así en mi conexión con el presente, la extensión del pasado, el hilo conductor hacia lo impredecible e incierto. Fue el canal mediante el cual logré en los meses de aislamiento tejer desde la porosidad del olfato fragmentos de mi ser, sin el afán de intentar re/integrar las piezas.

Aprendí a reconocer y admirar la fugacidad de este sentido, su encuentro efímero con el entorno, su forma inseparable del mismo. En contraste al tacto, el olfato no permite sostener con intención. Sostiene, pero no puede ser sostenido. El aroma es tímido, se introduce al cuerpo cuando la respiración mantiene un ritmo pausado, solo así transita por la nariz para bajar a los pulmones y diluirse entre las memorias. Inhalar con más fuerza para captar más, percibir más, sostener más, recordar más tiene el efecto contrario, hace todo aroma desvanecer. Su textura se aleja de cada intento de atraparlo. Una mayor cercanía le provoca al olfato mayor evasión. A veces sucede lo mismo con la memoria. Aprendí entonces a costurar lo cotidiano, sus vínculos con un pasado y sus impulsos hacia un nuevo presente, dejando la amalgama de vivencias cotidianas sostenerse por su propio peso hasta diluirse entre mi cuerpo, sin dejar de mantener su conexión con el aire que me rodea. Fue así que empecé a sentir la simbiosis que mantiene la vida entre los árboles que llenan de oxígeno la atmósfera y los pulmones que lo inhalan. Esa simbiosis no requiere ser anclada a una cartografía para confirmar su/nuestra existencia, se respira.

El aprendizaje no ha sido fácil, implica soltar la expectativa de plenitud asociada a una costura imprescriptible e íntegra. Por momentos, me encuentro aferrándome a ciertos aromas como si a través de ellos pudiera recuperar los añicos de una vida cotidiana previa a la pandemia. Por supuesto, desaparecen. En esos momentos me peleo con la forma en que un aroma es capaz de tensar la conexión momentánea entre el cuerpo y la memoria. Es un colibrí cuya vida depende de su incapacidad de permanecer quieto. Ante el derrumbe que provoca un ente microscópico inerte, se activa esa falsa promesa de un sujeto moderno que quedó en el siglo pasado. Ello a pesar de que esa narrativa repetida hasta el cansancio no ha sido mi experiencia de vida. Por el contrario, vivo entre las astillas, las memorias incompletas, la suma de promesas tramposas, las veredas abiertas a giros inesperados.

Si tuviera que definir la cercanía del olfato a otro sentido elegiría el oído, en lugar de la mirada. En esta asociación descansa lo poético del odofono, un piano aromático inventado en el siglo XIX por el químico británico George William Septimus Piesse. Este piano vinculaba cada nota musical con un atomizador. Componer música implicaba entonces liberar un conjunto de aromas que en su suma creaban un bouquet de olores que se diluían en el aire casi tan pronto como eran perceptibles. Dichos bouquets eran considerados placenteros cuando las notas musicales y aromáticas estaban bien afinadas, en contraste con los olores desagradables que surgían cuando se desafinaban.

Platón dudaba de que el olfato fuera un indicador corporal capaz de registrar lo verídico, porque consideraba los aromas sustancias incompletas. Pensaba que el cuerpo humano percibe los olores cuando las formas se encuentran en estados de transición. Argumentaba que no es un sentido previsible, porque el olfato registra lo que por su esencia se desprende de lo voluble. Mi experiencia en la pandemia me lleva a entender esa aparente inestabilidad, no como un momento de transición entre formas fijas en tiempo y espacio, sino como lo que teje los contornos del ser. En lugar de descartarlo por ser un sentido instintivo de supervivencia, la invitación que nos hace el olfato consiste en adherirse a su impulso sobre-el-vivir, no de vivir sobre-otrxs o por encima de otrxs. Lo que aparenta ser la debilidad del olfato, su forma efímera y por ende de poco fiar, es lo que en la pandemia se transforma en la fuerza de lo poroso. La fuerza no emana de lo fijo y estable, sino de lo que sostiene el conjunto de relaciones, de lo que une el pasado con el presente, de lo que transita entre cuerpos, de todo lo que se suele asociar con formas frágiles. Lo endeble de la telaraña es lo que permite al aire pasar entre sus hilos, lo que acumula hasta gotear la humedad condensada, y es lo que le permite cargar mucho más que su propio peso. Una telaraña es y no es la suma de los hilos. Pero se desintegra en el momento en que la intentas agarrar. Así la fuerza de lo vulnerable, así el impulso que puede recuperar el equilibrio de las relaciones vitales. En ese sentido, y en contraste a la mirada occidentalizada, el olfato ofrece un giro ético que posibilita sostener la existencia de otro modo.

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El cuerpo evidencia la fragilidad innata a partir de su propia porosidad. Es lo que posibilita la vida; es lo que amenaza la vida cuando toda relación entre humanos y no humanos está tan, tan fuera de balance. Por eso el sharing, la enfermedad aguda que padece Lauren en La parábola del sembrador, es una enfermedad patológica. Cada vez que ella ve al cuerpo de otra persona sufrir, lo vive como si fuera ella misma impactada por una bala o aplastada por una piedra. Sharing es la sobre respuesta involuntaria de su cuerpo ante un contexto extremo.

Tras un incendio seguido por la masacre de casi todas las personas de su vecindario, incluyendo a sus familiares, Lauren emprende un viaje incierto. Con dos vecinos sobrevivientes camina desde Los Ángeles hacia el norte de California. Poco a poco, se van sumando más personas hasta convertirse en una pequeña comunidad unida por el cuidado mutuo que mantiene los peligros medianamente alejados a lo largo del trayecto. Lo suyo es un impulso colectivo sobre-el-vivir, animado por una nueva religión que Lauren bautiza como, Earth Seeds, las Semillas de la Tierra. En contraste con el futurismo controlable y controlado que acompaña la narrativa seductora del sujeto moderno, Earth Seeds se basa en la convicción de que Dios es cambio. De cara a los múltiples desastres naturales y sociales —las sequías y los terremotos, los saqueos, las nuevas formas de esclavitud y actos sangrientos— que extraen la poca fuerza vital que permanece en la tierra y entre sus habitantes, Earth Seeds se expresa como una ética basada en la fragilidad del cambio.

Lo involuntario del sharing encuentra aquí un contrapeso, la resonancia. Ambos se alejan del supuesto de la empatía, concepto que la filósofa brasileña Suely Rolnik cuestiona porque supone un sujeto íntegro que es capaz de ponerse en el lugar del otro. Por su parte, la resonancia, como el sharing, establecen conexiones a través de ondas vibrantes, atraviesan y constituyen cuerpos, traspasan y crean formas de ser desde y entre la porosidad. Son justamente las ondas de resonancia las que establecen los vínculos que delimitan la existencia múltiple. A pesar de que la autora, Octavia E. Butler, poco se refiere al olfato en su narrativa, pienso que estaría de acuerdo en resaltar la esencia de este sentido como parte de la fuerza catalizadora de los cambios que ella nos invitó a imaginar décadas atrás, cuando la pandemia viral, la de la violencia extrema y de nuevos regímenes climáticos eran tan solo materia de ciencia ficción, no elementos constitutivos de nuestro presente. Creo que estaría de acuerdo en que la tarea consiste en transitar por estos tiempos con la nariz por delante.

*Mariana Mora es antropóloga social. Vive y trabaja en la Ciudad de México. Sus investigaciones se centran en temas de violencia, el racismo, la colonialidad y la producción de sentidos de lo político. Es autora del libro, Política Kuxlejal, autonomía indígena, el Estado racial e investigación descolonizante en comunidades zapatistas (2018). Es parte de la Red de feminismos descoloniales en México, espacio desde el cual elabora reflexiones respecto de una ética feminista y el cuidado mutuo.
Este texto fue publicado originalmente en http://www.campoderelampagos.org, el 26 de septiembre de 2021 y es compartido aquí con la autorización de la autora.

Transplante de vida

El gesto inesperado antes de un transplante, publicado en una fotografía en redes sociales, reflejó un momento único de la manera en que se desarrollan las cirugías en medio de la pandemia.

Por Adriana Esthela Flores*

Fotografía: Cuenta de Twitter @DrSleep88

La publicación en Twitter atrapaba desde la explicación de la fotografía, el 10 de octubre de 2021. Relataba que la imagen era del día 7 y después, una sinopsis contundente: “Masculino de 27 años “saluda” a su hermano de 24 años hasta la sala de enfrente, está a punto de donarle un riñón…Amor en su máxima expresión (Foto tomada a petición del paciente y publicada con su  consentimiento)”.

El narrador en la red social era el usuario Dr. Sueño, a través de su cuenta @DrSleep88, con 24 mil seguidores.  Es un residente del área de Anestesiología. Los comentarios a la publicación cayeron como en cascada: “Ese es amor entre carnales”, “Es lo mínimo que espero de mis hermanos”, “Eso es ser hermano de verdad” y hubo quienes compartieron fotos de quirófanos, el menú después de un trasplante, los rostros de victoria después de las cirugías.

El donante, quien le “pintó el dedo” medio a su hermano, se llama Nikolae González Hidalgo, 27 años. Al fondo, del otro lado de la sala, el receptor, Leonardo, tres años menor, esperaba sonriendo el momento del trasplante de riñón, el más demandado en México.

Ese jueves había nerviosismo en la sala. El protocolo para un trasplante renal empieza a planearse medio año antes del procedimiento.  La pandemia causó que la administración del hospital cesara el programa de trasplantes durante varios meses y lo retomara apenas en julio.

Según directivos del Instituto Nacional de Pediatría, el Covid-19 causó que el número de trasplantes bajara casi en 70 por ciento: de 2 mil 986 en 2020 a solo 915 en 2020. Hubo dos factores para este freno: el temor a contagios en las zonas hospitalarias y la falta de recursos para llevarlos a cabo.

En el hospital del Doctor Sueño, el protocolo covid incluyó pruebas de PCR y tomografías para todo tipo de cirugías. “Las pruebas para entrar a una cirugía electiva son primordiales. Cuidamos a los pacientes y nos cuidamos nosotros. Con la vacunación, se ha facilitado enormemente la tarea, pero no podemos descuidarnos”, explicó.

Cada semana hay dos procedimientos: el martes en la mañana y el jueves por la tarde. Las salas de operación en la Unidad de Trasplante Renal son contiguas y las personas pacientes entran al mismo tiempo. Así lo hicieron los dos hermanos, Nikolae y Leonardo; y a su lado, las y los integrantes del equipo médico, Anestesiología, Urología y Enfermería

“Siempre hay cierto nervio en todos cuando hacemos un procedimiento, pero él estaba súper tranquilo… La verdad es que como residente en una unidad que hace trasplantes he sido muy afortunado de poder aprender de todos y más aún en esta época difícil de pandemia”, narró el residente.

Nikolae pidió que le pusieran “Welcome to the Jungle” de Guns N’Roses, del memorable álbum (el calificativo es totalmente mío) “Appetite for Destruction”. Se puso a cantar un poco antes de que iniciara la cirugía , que dura en promedio entre cuatro y siete horas.

“Ya había entrado a varios trasplantes y todos son muy especiales, pero justo este fue más impactante por la edad del donador. Usualmente son un poco más grandes, pero el amor de hermanos es inigualable.”

Y ahora, la escena de la foto:

“La vibra que despertó en la sala el donador era como ninguna otra. Bromeaba, estaba relajado, muy seguro de lo que estaba haciendo. Cuando le dijimos que saludara a su hermano hizo ese gesto con la mano y todos nos reímos. Fue un gran momento.”

La operación fue un éxito. Nikolae sigue en recuperación en el hospital y Leonardo, quien ya se restablece en casa, dejó de estar en la lista de más de 17 mil personas que esperan por un trasplante renal en México.

La imagen no solo causó comentarios de solidaridad, ternura y regocijo; también desató muchas preguntas en el Doctor Sueño, de 29 años, apenas dos de diferencia con el donante. “Me hizo pensar en la valentía y el amor tan grande que hay que sentir por alguien para hacer eso.”

*Reportera, directora de Diarios de Covid-19, mamá de Simba.

DE LECTORES

Google y Facebook deben pagar por contenidos periodísticos

Dieciocho asociaciones que representan a 40 000 medios de comunicación, llaman a defender el periodismo profesional ante los gigantes tecnológicos.

Del catálogo de la autora Soren Lorenza, «Desde el estudio del abuelo» – Ciudad de México

Por Guillermo Rothschuh Villanueva*

Nunca es tarde para exigir lo que por derecho corresponde, los emporios tecnológicos no pueden seguir haciéndose los desentendidos, aprovechándose de los contenidos generados por las empresas periodísticas. Desde hace más de diez años las demandas por estas irregularidades vienen creciendo. No existe razón para que ofrezcan información ajena a su propiedad. Su sordera había sido rotunda. Debido a la insistencia y litigios planteados en su contra, es que algunos mastodontes digitales se han visto comprometidos a pagar por el uso que hacen —sin su venia— de estas noticias. El trajinar ha sido duro y constante. Continúan diciendo que al difundir información tomada de las empresas periodísticas les están haciendo un gran favor. Argumento tonto, por ridículo.

Su empecinamiento y cerrazón fueron los motivos que indujeron al magnate Rupert Murdoch a exigir a Google y Facebook una contraprestación. Al final ganó. Antes Murdoch había logrado el pago de Apple y Facebook, autorizándoles a comercializar Apple News y Facebook News. De lo contrario, los consorcios digitales jamás hubiesen pagado un céntimo. El revés recibido tuvo efectos positivos. Google se mostró anuente a firmar acuerdos similares con los principales editores de Reino Unido, Alemania, Brasil y Argentina. Hoy ha surgido una nueva iniciativa para lograr una retribución “justa y razonable”, emprendida por 18 asociaciones internacionales y nacionales, que en su conjunto agrupan y representan a 40 000 medios de comunicación. Una cifra insólita.

El diferendo planteado por los medios de Canadá, Estados Unidos, México, Honduras, Jamaica, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia, Chile y Argentina, señala que se cansaron de esperar una reacción efectiva y un entendimiento satisfactorio con las empresas digitales. A principios de este año, la asociación de editores News Media Aliance, organización que agrupa a 2 000 diarios de Estados Unidos y Canadá, se mostró decidida a presentar un proyecto de ley ante el Congreso estadounidense, para negociar colectivamente con Google y Facebook. El hecho que ahora sean 40 000 medios de comunicación los que demanden un trato acorde con sus aportes, refuerza esta solicitud y coloca contra la pared a quienes lucran con sus operaciones periodísticas.

Aires favorables corren por el mundo. Australia dio la pauta y se convirtió en el primer país en requerir por ley el pago por la difusión de contenidos. Ante la negativa y falta de resultados, los legisladores australianos decidieron que las empresas digitales no podían arbitrar a su antojo. En Estados Unidos, congresistas y senadores se muestran proclives a meter en cintura a quienes comandan estas empresas. Comprendieron que no se trata únicamente de pesos y centavos. El creciente poderío de las tecnológicas coloca en una posición desventajosa no solo a la clase política, también afecta a los distintos poderes del Estado. Para muestra un botón. Por sí y ante sí, decidieron purgar de las redes al exmandatario Donald Trump, mostrando un poder de horca y cuchillo.

La decisión adoptada por los dueños de las redes tocó un tema extremadamente sensible: la salud y existencia de la libertad de expresión quedó mal herida. Desde la otra orilla, académicos preocupados por la determinación de los consorcios digitales fueron claros. El profesor de Filosofía y Ética de la Información y Director de Digital Ethics Lab de la Universidad de Oxford, Luciano Floridi, puso al desnudo su insolencia: “… la soberanía de este espacio no puede depender de empresas privadas, de estrategias de negocio, de autorregulaciones y las fuerzas del mercado”. Su conclusión era inevitable: hay que regular su utilización con “procedimientos públicos y transparentes, democráticos, iguales para todos y justificados legalmente por todos los derechos humanos, para evitar arbitrariedades, abusos y discriminaciones”.

La declaración “Medios de toda América llamamos a defender el valor del periodismo profesional en el ecosistema digital”, va más allá del pago que les corresponde por el abuso de difundir informaciones tomadas de sus medios. No deja de ser trágico y hasta inmoral, que quienes absorben el 80% de los ingresos que financiaban las operaciones periodísticas, se muestren renuentes a pagar el drenaje sistemático que hacen de sus noticias. Siguen haciéndose los desentendidos. El derecho de propiedad intelectual es impunemente violado. Su petición de “frenar prácticas abusivas en el mercado de la publicidad digital”, no solo debe ser oída, sino también respetada y garantizada legalmente. Se enriquecen con sus noticias, sin pagar absolutamente nada. Un comportamiento penoso.

La importancia del periodismo en la era digital, se ha visto acrecentada, los dislates de las tecnológicas se cuentan por millones. Las fake news solo pueden ser desnudadas por periodistas e instituciones especializadas en el manejo de la información, razón de ser de los medios informativos. La tardanza deliberada de Facebook y Google dio pie a que los gobiernos europeos decidieran imponerles multas millonarias, y aun así persisten en su actitud. Desde 2016, los forcejeos para enderezar su conducta han resultado infructuosos. Zuckerberg lució desmemoriado ante el Congreso de Estados Unidos. Una actitud deliberada. Desean seguir operando por la libre y ya sabemos que un poder sin control se convierte en un poder descontrolado, como viene ocurriendo hasta ahora.

En la declaración del 21 de septiembre (2021), los dirigentes de medios de toda América tocan aspectos torales. Además del pago de contenidos por prácticas anticompetitivas de las empresas digitales, solicitan poner “especial atención al tema de los algoritmos, cuya opacidad y discrecionalidad afectan la producción y distribución de contenidos”. Las gigantes tecnológicas jamás van a atender este llamado. Investigadores y académicos han demostrado hasta la saciedad, que los algoritmos operan a favor de sus intereses comerciales. La manera cómo funcionan los algoritmos en YouTube, provocó un escándalo mundial: favorecen la violencia y afectan la salud mental de los adolescentes. Debemos estar claros, la autorregulación no está funcionando. Sería ideal, pero no es así.

Dirigentes y periodistas tienen que realizar campañas encaminadas a que lectores, oyentes y televidentes tomen conciencia que lo publicado a través de las plataformas digitales, es retomado de los medios de comunicación. Una actividad reprochable, ilegal y temeraria. Se necesita una condena explícita de lectores y audiencias, para acabar con la utilización indebida de la información. La presión debe provenir también del ámbito académico, de las escuelas y carreras de periodismo y comunicación social. El tránsito hacia lo digital, no puede servir de excusa a los dueños de las redes, para aprovecharse de lo que a las instituciones periodísticas cuesta dinero, esfuerzo y riesgo. El acompañamiento será posible si insisten en mostrar que están siendo desangradas.

Las maneras de hacer periodismo están cambiando, no su desaparición, como dicen los agoreros del desencanto, proclives al “endismo” o finalización de los tiempos. Los cambios en el concepto de noticia han sido perfectamente entendidos por todos los involucrados en la tarea de informar. Las redes despejaron el camino a la clase política, ansiosa como estaba de no rendir cuentas a nadie de su proceder, con todas las implicaciones negativas que esto tiene. La utilización de las redes era el paso inevitable que tendría que darse para la supervivencia del periodismo. Cuando se creó la imprenta hubo que hacer ajustes en la búsqueda y difusión de la información, igual tuvo que hacerse con la aparición del telégrafo y el teléfono. Hoy no puede haber equívocos ni falsas lecturas.

Para que las exigencias y demandas de 40 000 medios de comunicación tengan final feliz, tendrán que dar el siguiente paso. Mientras no se imponga por ley el pago a que tienen derecho, difícilmente lograrán sus objetivos. Si en los países de origen de las grandes tecnológicas, ha resultado casi infructuoso que se atengan al fair play, es poco probable que estas lo hagan en países como los nuestros, cuyo producto interno bruto (PIB) resulta ridículo ante las enormes masas de capital que las constituyen. No es una cuestión de solo buena voluntad, ni de valorar las iniciativas emprendidas por Google y Facebook. Los pagos que hacen obedecen a que les han sido arrancados. No ha sido una concesión gratuita. Desde ya deben ir preparándose para la larga batalla que se avecina.

La existencia del periodismo se ve ha vuelto más necesaria e imperativa que nunca, asume temas que desafían a nuestras sociedades (narcoactividad, crimen organizado, trata de personas, drogas, etc.). Una de las mayores exigencias en la era digital es el periodismo investigativo. Ante la opacidad de los gobernantes, sacan a luz todo aquello que quieren mantener lejos de la mirada ciudadana. En sociedades donde la rendición de cuentas de las autoridades no existe, el periodismo se empecina en fiscalizar la gestión pública. Los ensayos de las tecnológicas por satisfacer las demandas de los lectores, han fracasado. El talante ético ha pasado a ser piedra angular, garantiza la existencia del periodismo. No así en las redes, donde el enmascaramiento es norma.

Como señala Floridi, “el valor de la infoesfera no reside en su infraestructura física o informática, que suele ser de propiedad privada, sino en los contenidos provistos y compartidos con la comunidad de usuarios a la que pertenecen”. No hay que confundir los contenidos con los artefactos que los vehiculizan. Esto implica preguntarnos: ¿Cómo regular las redes sin menoscabar la libertad de expresión? Ninguna institución puede colocarse por arriba de la sociedad y nadie puede estar por encima de la ley. El uso indiscriminado de contenidos por parte de las tecnológicas, lleva a preguntarnos: ¿Qué o quién les autoriza hacerlo? ¿Acaso no violan el derecho de propiedad intelectual garantizado por la legislación internacional? Ojalá estas organizaciones no acepten las migajas que quieran darles. Sería un fracaso.

*Consultor en temas de comunicación, doctor en Derecho y ex decano de la Facultural de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA), de Managua.

RELATOS VIRALES

Dando a luz en plena pandemia

Del catálogo de la autora Soren Lorenza, “Desde el estudio del abuelo” – Ciudad de México

Por Esther Baradón Capón*

En los tiempos más críticos de la pandemia, Lucero quedó embarazada mientras trabajaba como empleada doméstica en casa de una prima.

A pesar de no tenerlo dentro de sus planes, la noticia de su embarazo llenó a la joven de una gran alegría, así como a su esposo Martín y su familia.

Por tratarse del primer hijo o hija de la pareja recién casada y primer nieto o nieta, todos empezaron a cuidar a Lucero y cuidarse ellos mismos en extremo ya que vivían juntos en un vecindario familiar.

Se compraron caretas, procuraron no socializar con mucha gente, se resguardaron en casa el mayor tiempo posible y se cuidaban tanto que cuando regresaban del trabajo se metían a bañar inmediatamente.

Nunca faltó a ninguna cita con la doctora de la clínica del Seguro Social que le correspondía por estar casada con Martín, quien es empleado en una fábrica de hilados y tejidos y cuenta con beneficios laborales.  

Entre apapachos, comida sana y cuidados extremos transcurrió su embarazo y finalmente llegó el día en que aparecieron las primeras contracciones. Por suerte, Lucero se encontraba en casa acompañada de Martín con las maletas de la mamá y la bebé listas, y como les indicó la doctora se alistaron para dirigirse de inmediato al hospital que les correspondía.

Llamaron al compadre José, quien maneja un taxi, para que pasara por ellos. Tardó un poco en recogerlos, pero cuando sonó el claxon salieron tan apresurados que olvidaron ponerse las caretas y los cubrebocas. Estaban vueltos locos. Martín regresó por ellos a la casa y fue cuando la mamá de Lucero insistió en acompañarlos

Al llegar al hospital se bajaron del taxi y quedaron con el compadre en que los esperaría cerca de hospital para que la mamá y Martín se regresaran con él. Como es sabido, en los hospitales del Seguro no se puede quedar nadie con la futura madre.

En la recepción se encontraban algunos familiares, todos con cubrebocas, sentados a sana distancia, esperando noticias de sus pacientes.

A la madre de Lucero no la dejaron entrar y permaneció en el taxi esperando noticias. Lucero y Martín se acercaron al mostrador con la orden firmada por la doctora de la clínica. No podía faltar la inevitable burocracia. Les dieron unos formularios, luego de terminar de llenarlos le pidieron a Martín que se quedara en la sala de espera y a Lucero la llevaron a un laboratorio y le explicaron que se le practicaría una prueba de covid.

Lo tomó como algo normal y hasta ese momento estaba relajada. Las contracciones seguían espaciadas, aunque disminuía el lapso entre una y otra. Empezaba a sentir dolor. Preguntó a una enfermera que cuánto tardaba el resultado y ella le contestó que como diez minutos.

Lucero estaba tranquila porque sabía que no había salido de su casa en las últimas dos semanas y, por lo tanto, no estuvo expuesta. Empezó a impacientarse ya que tardaron en darle el resultado.

Por fin entró un enfermero y le indicó que su prueba salió positiva de covid, que la tendrían que internar en la sección de contagiados. Lucero sintió que el mundo se le vino encima, pero su instinto de madre le hizo pensar rápido y reaccionar. Ella no entraría a esa sección con su bebé en el vientre por nada del mundo. Era imposible que tuviera covid, porque no presentaba ni un solo síntoma y no había estado en contacto con nadie que se hubiera contagiado.

Le dijo al enfermero que enseguida regresaría, que le iba a informar a su esposo de la noticia. El enfermero le indicó que no acercara a nadie y que no se quitara ni la careta ni el cubrebocas.

Al llegar al lado de Martín lo jaló del brazo y le urgió salir del hospital de inmediato. Murmuró que en el camino le explicaría y le pidió que le marcara al compadre para saber en dónde se había estacionado.

Con la voz agitada trataba de explicarle a su esposo, quien no le entendía lo que le trataba de decirle. Una vez alejados de la entrada del hospital, se pararon para recuperar el aliento y hasta entonces pudo explicarle con detenimiento lo que había sucedido

Mientras llegaba el taxi a recogerlos acordaron no mencionar nada a sus acompañantes para no alarmarlos.

Al llegar a casa, después de recostar a Lucero y de cerciorarse de que estaba bien, Martín corrió por la partera del barrio.

Todo lo que siguió fue un ir y venir entre palanganas de agua caliente, sábanas limpias, toallas, gritos de la embarazada, indicaciones de la partera pidiéndole pujidos, hasta que por fin apareció la cabeza de la recién nacida, un nuevo pujido y salió el cuerpo entero, con todos los signos vitales.

Cuando la madre recobró las fuerzas para desplazarse, se dirigió a su clínica en donde le practicaron una nueva prueba, que arrojó un resultado negativo.

Aterra pensar en las consecuencias que este resultado erróneo hubiera desencadenado, pero sobre todo si la hubieran recluido en el pabellón de enfermos de covid…

*Joven pintora mexicana, amante de las artes, la música, la fotografía y el teatro, y aficionada a la escritura.

SEXO PANDÉMICO

Masturbación, placer y Covid-19

Por Verónica Maza Bustamante*

Verónica Maza Bustamante

Le llaman masturbación, onanismo, autosatisfacción, chaqueta, paja… a mí me gusta llamarle “autoerotismo”, porque es la posibilidad de ejercer un encuentro erótico con una misma, con uno mismo, con todo lo que esto implica. Debería ser el punto de partida de nuestro viaje de vida en torno al derecho al placer, el puerto del que partimos para poder arribar a otros en donde haya cuerpos y emociones nuevas, ajenas pero únicas e irrepetibles, por descubrir.

Sin embargo, sigue siendo común la creencia de que la masturbación es una práctica que se debe ejercer en la juventud o cuando no se tiene pareja, cuando no podemos tener un encuentro con alguien más, somos unos adictos al sexo o estamos obsesionados/as con el placer.

Es cierto que en exceso —es decir, cuando estas caricias en los genitales y el cuerpo se vuelven tan frecuentes y urgentes que comienzan a impactar en nuestra vida cotidiana, nuestras relaciones afectivas o familiares, nuestra economía, trabajo, etcétera— o haciéndolo fuera de las reglas de oro del “sano, seguro y consensuado” de toda práctica positiva, puede generarnos ciertos problemas, pero si no es el caso, el autoerotismo suele dar satisfacción.

Al ser un encuentro físico individual, se lleva a cabo en el espacio íntimo, en aquel lugar en donde exista la comodidad suficiente para dejarnos llevar por la excitación, el gozo sensorial, las hormonas o, en resumen, nuestra respuesta sexual humana. Al menos hasta antes del Covid-19.

¿Menos es más o más, más más…?

La cuarentena nos encerró y la pandemia nos enfrentó a nuestros principales miedos y dolores. La erótica se bloqueó en muchos casos, aunque en otros tomó nuevos rumbos, otras dimensiones, la masturbación incluida.

Del 9 al 22 de mayo de 2020, la Asociación Mexicana para la Salud Sexual AC (AMSSAC) aplicó la encuesta “Cambios en la conducta sexual por el confinamiento de la pandemia COVID-19”, la cual arrojó resultados muy interesantes (a pesar de llevarse a cabo en un momento temprano de la epidemia). Entre ellos, reveló que los hombres que vivían en confinamiento con familia ampliada —es decir, en una misma casa con hijos, hijas, padres, suegras, etcétera— se estaban masturbando significativamente más que antes.

Una interpretación que le doy a este dato es que, al estar encerrados juntos en un mismo espacio, el disfrute sensorial de las parejas se vio mermado, siendo la posibilidad más sencilla para seguir disfrutando de los maravillosos regalos del orgasmo, el autoestimularse en espacios como el baño, la ducha o durante un ratito de soledad.

Esta misma encuesta reveló también que las mujeres aumentaron la práctica del autoerotismo, mientras que otras comenzaron a hacerlo por primera vez. La venta de juguetes sexuales aumentó en este rubro: personas del sexo femenino, sobre todo jóvenes, uno de estos artilugios para su solaz y esparcimiento, particularmente quienes viven solas o con compañeros de casa que no son sus parejas. Es decir, se dieron el “permiso” de experimentar, libres de señalizaciones o interrogatorios familiares.

Unos meses después, en Sanus, la revista del Departamento de Enfermería de la Universidad de Sonora, se publicó el estudio “Conductas sexuales en jóvenes mexicanos durante el confinamiento por COVID-19”, para el que se encuestó a 613 jóvenes de todo México en el rango edad de 18 a 28 años. En el caso de ellos y ellas, se notó la disminución en la frecuencia con la que practicaban la masturbación: al estar todo el tiempo en casa con parientes, se complicó tener el espacio para el gozo en solitario.

Una muestra pequeña de la Sociedad Argentina de Sexualidad Humana registra que el aislamiento y distanciamiento indicado para frenar el impacto de la pandemia incrementó en 40 por ciento el deseo en las personas encuestadas, durante los meses del encierro.

Según el informe, 58% de las y los consultados en Argentina se masturbaba entre una y tres veces por semana al inicio de la cuarentena; 18% entre cuatro y seis veces por semana, y 16% una vez por mes. Desde que ahí comenzó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), 60% de las personas encuestadas percibió cambios: 40% un mayor deseo y por consecuencia aumentó la frecuencia en el acto de masturbarse y 20% percibió una falta de deseo y, por ende, disminuyó la frecuencia para masturbarse. Un dato importante: 90% de quienes respondieron la encuesta son mujeres.

Esta información me recuerda las conclusiones, de quienes nos dedicamos a la sexología, en torno a procesos traumáticos colectivos, como desgracias naturales o sucesos del calibre de una guerra, los acontecimientos del 11-S o atentados terroristas: las personas buscan un mayor acercamiento físico con otras personas a manera de consuelo, de apapacho, de compañía en los momentos de dolor. Para quienes no tienen una pareja o no tienen posibilidad de relacionarse eróticamente con las suyas, el autoplacer puede ser una solución para llenar por un rato esa sensación de pérdida.

Hacer las paces con tu cuerpo

Para realizar esta columna abrí en Google un formulario sobre prácticas y hábitos masturbatorios de hombres y mujeres durante la cuarentena por Covid-19. Aunque aún es una muestra pequeña, me parece interesante, entre otros, que 22.2% de quienes han respondido la encuesta han cambiado su visión en torno a la masturbación y ahora la consideran positiva. Hasta ahora, el 70% ha respondido que disfruta más de esta práctica que antes de la pandemia.

“¿Han cambiado los recursos que podrías emplear durante la masturbación para excitarte (por ejemplo, te estimulas viendo pornografía, con fotos, literatura erótica, haciendo sexting)?”, pregunté, y 78.6% de las personas respondió que sí, que ha practicado la masturbación en pareja en este año y medio, y un porcentaje semejante respondió que le ha ayudado a sobrellevar mejor el encierro.

Sin duda me quedo con el 92.2% que afirma que practicar la masturbación puede ayudar en su vivencia erótica en pareja o en solitario. “La pandemia sigue, pero poco a poco busqué nuevas maneras de recuperar eso que me hacía feliz, y mi deseo sexual y la masturbación han regresado a mi vida. Yo ya percibía la masturbación como algo positivo, pero durante la pandemia descubrí que también es una forma de hacer las paces con tu cuerpo, de quererte cuando te sientes fatal y de sentirte merecedora de placer”, señala una mujer en mi encuesta informal.

El Covid-19 está transformando todas las esferas de nuestra vida, pública y privada. La sexualidad no puede estar fuera de esto, con todas sus múltiples dimensiones. Se hace imperante, entonces, comenzar a revisar estas transformaciones a favor de una erótica positiva que, más allá del encierro, nos ayude a conocernos y disfrutarnos más que antes.

*Periodista y sexóloga, Directora de Despertar Comunicación.

Periodismo, educación sexual, literatura, escuelas del Oriente

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«Las Sesiones»: Uso de datos para descifrar la pandemia

En la más reciente edición de «Las sesiones» hablamos con Cristian Villanueva, ingeniero industrial y creador de «Reportes Diarios de Covid-19», un sitio que muestra de forma amigable la evolución de la pandemia en México, basado en datos abiertos. Con él, hablamos sobre el origen del proyecto, su metodología, las inconsistencias que ha encontrado a lo largo del trabajo y también -¿por qué no?- su afición por el rock. Les dejamos la conversación, en espera de sus comentarios, acá: https://fb.watch/8fIJGI6mho/

«Humanidad»

La destacada compositora nicaragüense, Ceshia Ubau, comparte con Diarios de Covid-19 esta nueva pieza de su material discográfico en el que aborda, desde la intimidad, la fuerza de su lazo con la humanidad.

Ceshia, quien ha formado parte de festivales internacionales y de campañas sobre derechos humanos y ha sido premiada con el Fondo Centroamericano de Mujeres, comparte, a través de esta obra, su poesía en homenaje (urgente) a la vida. Enhorabuena.

Cariño a flor de vacuna

Por Eric Lugo / Reportero Gráfico / Ciudad de México
Instagram: @erinkteotl Facebook: Eric Teotl Tlili

Esta imagen retrata una escena registrada en la cotidianidad del proceso de vacunación en México. Muestra a una joven que acudió al centro de vacunación en la alcaldía Venustiano Carranza, en la capital del país.

Ante los nervios y el miedo, una enfermera la abrazó para tranquilizarla y poder vacunarla sin causarle una afectación.

La Secretaría de Salud de México informó que hasta la fecha se han aplicado 98 millones 895 mil 325 dosis suministradas desde el 24 de diciembre de 2020 al 24 de septiembre del 2021, en el marco de la Estrategia Nacional de Vacunación contra la Covid-19, con lo que 71% de la población mayor de 18 años ya cuenta con al menos una dosis.

Con el apoyo del personal de salud, cuyo esfuerzo ha sido notable para enfrentar la pandemia, la joven logró superar el temor y estar protegida contra el virus.